«El Señor reina, vestido de majestad»
Ya en Ubi arcano Dei consilio: Sobre la paz en el mundo (23.12.22), su primera Encíclica, Pío XI (1922-1939) se preocupaba no sólo del exhorto a buscar «la paz de Cristo en el reino de Cristo», sino que, además, prometía hacer a tal fin todo lo posible, persuadido de que «no hay medio más eficaz para restablecer y vigorizar la paz que procurar la restauración del reinado de Jesucristo». La hora llegó con la Encíclica Quas primas: Sobre la realeza de Cristo (11.12.25).
Convencido se decía el papa Ratti también de que la fiesta de Cristo Rey sería un feliz impulso «a la sociedad a volverse a nuestro amadísimo Salvador. Preparar y acelerar esta vuelta con la acción y con la obra sería ciertamente deber de los católicos; pero muchos de ellos parece que no tienen en la llamada convivencia social ni el puesto ni la autoridad que es indigno les falten a los que llevan delante de sí la antorcha de la verdad» (Quas primas, III,25).
De ahí que «nada será más eficaz que instituir la festividad propia y peculiar de Cristo Rey» (Quas primas, III,20), pues «cuanto más se oprime con indigno silencio el nombre suavísimo de nuestro Redentor, en las reuniones internacionales y en los Parlamentos, tanto más alto hay que gritarlo y con mayor publicidad hay que afirmar los derechos de su real dignidad y potestad» (Ib., 25).
El mismo Jesús explica la naturaleza de su reino invitando a acoger esta pretensión. Él es, sin duda, verdaderamente Rey. Jesús, de hecho, define su posición y su misión real (cf. Jn 18,13). Más todavía: el significado global de su nacimiento y de su venida consiste en dar testimonio de la verdad; solo por esto está en el mundo y solo en eso consiste su obra de Rey. Ahora bien, cómo actúe y en qué se manifieste Rey lo viene a decir la sagrada Liturgia echando mano de selectas lecturas bíblicas. A uno le fascinan sobremanera las explicaciones del salmista, referencia durante la exposición de las siguientes reflexiones.
«El Señor reina, vestido de majestad» (Sal 92). Los estudiosos de la Biblia definen este salmo como «canto del Señor Rey». Es uno de los llamados «cánticos nuevos» que celebran el reino restaurado después de la cautividad de Babilonia. En él se exalta el reino de Dios, fuente de paz, verdad y amor, que invocamos en el «Padre nuestro» cuando pedimos: «Venga tu reino». Tras el destierro, Israel ha podido regresar a Jerusalén y ha reconstruido la ciudad y el templo, desde donde nuevamente, como antes del destierro, el Señor reina vestido de majestad.
El salmo 92, en efecto, comienza precisamente con esta jubilosa exclamación: «El Señor reina» (v.1). El salmista en dicho sintagma exulta, canta, celebra la realeza activa de Dios, es decir, su acción eficaz y salvífica, creadora del mundo y redentora del hombre. Y no es que el Señor sea un emperador impasible, callado, inerte, totémico y relegado allá en su lejano cielo, sino que está, más bien, presente en medio de su pueblo como Salvador poderoso y grande en el amor. El Señor vence, el Señor reina, el Señor impera. Lo hace, además, en un presente continuado: toda pausa es, en Él, dinamismo; y todo dinamismo es en Dios activa quietud.
En la primera parte del himno de alabanza domina el Señor Rey. Se halla, como soberano, a la manera del Cristo Pantocrátor, sentado en su trono de gloria: trono, por lo demás, victorioso y glorioso a la vez que indestructible y eterno (cf. v.2). Su manto es el esplendor de la trascendencia, y el cinturón de su vestido es la omnipotencia (cf. v.1). La infinita soberanía de Dios se revela, por cierto, en el centro del Salmo, caracterizado por una imagen impresionante, cósmica, apocalíptica, la de las aguas caudalosas.
El salmista alude más en particular a la «voz» de los ríos, es decir, al estruendo de sus aguas, a la fuerza incoercible de sus desatadas torrenteras. Efectivamente, el fragor de grandes cascadas produce, en quienes quedan aturdidos por el ruido, incluso estremecidos por el oleaje, una sensación de fuerza tremenda, colosal, turbadora. El salmo 41, por ejemplo, evoca este efecto cuando dice: «Una sima grita a otra sima con voz de cascadas: tus torrentes y tus olas me han arrollado» (v.8).
Frente a esta energía de la naturaleza el ser humano se siente pequeño y aturdido. El salmista, sin embargo, la toma como trampolín para exaltar la potencia, mucho más grande aún, del Señor. A la triple expresión «levantan los ríos su voz» (Sal 92,3), corresponde la triple afirmación de la potencia superior de Dios.
Los santos Padres solían comentar este salmo aplicándolo alegóricamente a Cristo: «Señor y Salvador». Orígenes, traducido por san Jerónimo al latín, afirma: «El Señor reina, vestido de esplendor. Es decir, el que antes había temblado en la miseria de la carne (v.gr. en Getsemaní), ahora resplandece en la majestad de la divinidad». Los ríos y las aguas que levantan su voz representan para el Genio de Alejandría a las «figuras autorizadas de los profetas y los apóstoles», que «proclaman la alabanza y la gloria del Señor, y anuncian sus juicios para todo el mundo» (cf. 74 Omelie sul libro dei Salmi, Milán 1993).
San Agustín desarrolla aún más ampliamente el símbolo de los torrentes y los mares. Como ríos llenos de aguas caudalosas, es decir, llenos de Espíritu Santo y fortalecidos, los Apóstoles ya no tienen miedo y levantan finalmente su voz. Uno siente aquí, de modo inevitable, la presencia transformadora del Espíritu Santo en Pentecostés. Ahora bien, «cuando comenzó a ser predicado Cristo con tantas voces, comenzó a enfurecerse el mar, comenzaron a incrementarse las persecuciones. Se alborotaba el mar, peligraba la barquilla. La barquilla es la Iglesia; el mar, el mundo. Vino el Señor, anduvo sobre el mar, y contuvo el oleaje. ¿Cómo anduvo el Señor sobre el mar? Andando sobre las cabezas de estas gigantescas olas espumantes. Pues las potestades y los reyes de la tierra creyeron y se sometieron a Cristo» (In Ps., 92,7).
El Dios soberano de todo, omnipotente e invencible, está siempre cerca de su pueblo, al que da sus enseñanzas: «Desde el principio tu trono está fijado, desde siempre existes tú» (v.2). Y es que el cielo es el palacio de Dios, en tanto que las aguas a las que los vv. 3-4 se refieren podrían designar las fuerzas hostiles a Dios y a su pueblo. Esta es la idea que el salmo 92 ofrece en su último versículo: al trono altísimo de los cielos sucede el trono del arca del templo de Jerusalén; a la potencia de su voz cósmica sigue la dulzura de su palabra santa e infalible: «Tus mandatos son fieles y seguros; la santidad es el adorno de tu Casa, Señor, por días sin término» (v.5).
Los dictámenes divinos a los que apunta el v. 5-a constituyen la Ley revelada, tan inmutable como el universo físico, fundamento del reinado definitivo de Yahveh en Israel lo mismo que en la creación. Al trono celeste responde en la tierra el templo que Dios ha escogido para habitar.
Es la de este salmo 92 una plegaria que engendra confianza y esperanza en los fieles, los cuales a menudo se sienten agitados y temen ser arrollados por las tempestades de la historia y golpeados por fuerzas oscuras y amenazadoras. Hoy mismamente, con tanta persecución a los cristianos.
Un eco de este salmo puede verse en el Apocalipsis, cuando el vidente de Patmos, describiendo la gran asamblea celestial que celebra la derrota de la Babilonia opresora, afirma: «Oí el ruido de muchedumbre inmensa como el ruido de grandes aguas y como el fragor de fuertes truenos. Y decían: "¡Aleluya!, porque reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo"» (Ap 19,6).
El Nacianceno deja su impronta en una de sus hermosas poesías, en la que la alabanza a Dios, soberano y creador, asume una dimensión trinitaria: «Tú (Padre) has creado el universo, dando a cada cosa el puesto que le compete y manteniéndola en virtud de tu providencia [...] Tu Palabra es Dios-Hijo: en efecto, es consustancial al Padre, igual a él en honor. Él ha constituido armoniosamente el universo, para reinar sobre todo. Y, abrazándolo todo, el Espíritu Santo, Dios, lo cuida y protege todo. A ti, Trinidad viva, te proclamaré solo y único monarca, [...] fuerza inquebrantable que gobierna los cielos, mirada inaccesible a la vista pero que contempla todo el universo y conoce todas las profundidades secretas de la tierra hasta los abismos. Oh Padre, sé benigno conmigo: que encuentre misericordia y gracia, porque a ti corresponde la gloria y la gracia por los siglos de los siglos» (Poesía 31).
Al gobernador romano Pilatos, Jesús respondió afirmando que era rey, mas no de este mundo (Cf. Jn 18,36). No vino a dominar los pueblos y territorios, sino a liberar a los hombres de la esclavitud del pecado y reconciliarles con Dios. Y añadió: «Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz» (Jn 18,37).
¿Cuál es la «verdad» que Cristo vino a testimoniar al mundo? Toda su existencia revela que Dios es amor: esta es, por tanto, la verdad de la que dio pleno testimonio con el sacrificio de su misma vida en el Calvario. La Cruz es el «trono» desde el que manifestó la sublime realeza de Dios Amor: entregándose en expiación por el pecado del mundo, derrotó al dominio del «príncipe de este mundo» (Jn 12,31) e instauró definitivamente el Reino de Dios. Reino que se manifiesta en plenitud al final de los tiempos, después de que todos los enemigos, y por último la muerte, hayan sido sometidos (cf. 1Co 15,25-26). Entonces, el Hijo entregará el Reino al Padre y finalmente Dios será «todo en todos» (1Co 15, 28).
El camino para llegar a esta meta es largo y sin atajos: es el del amor de Dios: Amor y Verdad. Y tanto el amor como la verdad nunca se imponen: tocan, más bien, a la puerta del corazón y de la mente y, allí donde pueden entrar, ofrecen paz y alegría. Es la manera de reinar de Dios; su proyecto de salvación. Un «misterio» en el sentido bíblico del término, es decir, un designio que se revela poco a poco en la historia.