«El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán»
Nos abruma pensar que la tierra y el cielo pasen sin que nadie quede aquí para contarlo, con lo entretenida que fue siempre la vocación del periodista. Lo cierto, sin embargo, es que la frase que preside mis reflexiones la pronunció Jesús en solemne circunstancia y a modo de oportuno aviso de recta final y dintel escatológico (cf. Mc 13,31), y el refranero ya nos tiene dicho que el que avisa no es traidor. Hemos llegado a las últimas dos semanas del año litúrgico y el Evangelio de este penúltimo domingo del tiempo ordinario es el clásico texto sobre el fin del mundo.
Nunca faltaron agoreros de turno encargados de agitar como grímpola esta página del Nuevo Testamento ante sus contemporáneos, alimentando psicosis, angustia y espanto. Tampoco nigromantes y hechiceros buscándole tres pies al gato para terminar fallando más que una escopeta de feria.
Mejor será permanecer tranquilos y no fiarse un pelo de previsiones catastróficas. Nos previno ya de esos peligros san Juan XXIII al abrir el Concilio Vaticano II, cuando en el celebérrimo discurso Gaudet Mater Ecclesia afirmó con rotunda nitidez: «Disentimos de esos profetas de calamidades que siempre están anunciando infaustos sucesos como si fuese inminente el fin de los tiempos» (n.10). Basta con leer la frase final del mismo pasaje evangélico: «Mas de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sólo el Padre» (Mc 13,32).
Si ni siquiera los ángeles ni el Hijo (se entiende que en cuanto hombre, no en cuanto Dios, claro) conocen el día ni la hora del final, ¿va a saberlo acaso y sentirse autorizado a poner una pica en Flandes anunciándolo a bote pronto el último adepto de alguna secta en crisis o fanático religioso de pro?
En el Evangelio Jesús nos asegura que Él volverá un día y reunirá a sus elegidos desde los cuatro vientos. Más aún: en lo relativo al cuándo y al cómo, predicho queda que vendrá (entre las nubes del cielo, el oscurecimiento del sol y la caída de las estrellas), sabiendo bien que dichas señales forman parte del lenguaje figurado propio del género literario de estos relatos.
Lo que hace falta es dar gracias al Señor porque, con la sagrada Liturgia en mano, queda puesto de relieve que nos ha concedido recorrer, una vez más, este camino de fe —antiguo y siempre nuevo— en la gran familia espiritual de la Iglesia, y eso es lo grande, lo maravilloso, lo sublime. Nos lo recuerda, ya digo, la sagrada Liturgia desde la divina Palabra, ceremonias y misterios sacramentales, para vigilancia de los corazones creyentes y como rendida gratitud al Señor que nos permite celebrar todo ello mediante el sacrificio de alabanza de la Eucaristía.
Inestimable don es éste, sin duda, que da pie a vivir en la historia el misterio de Cristo acogiendo en los surcos de nuestra existencia personal y comunitaria la semilla de la Palabra de Dios, semilla de eternidad que transforma desde dentro este mundo terreno que pisamos y lo abre al reino de los cielos.
Al hilo de lo expuesto, viene bien añadir que el Evangelio de hoy nos recuerda nuestra condición de criaturas y nos pone sobre aviso de que aquí estamos de paso. Nos habla del final de los tiempos, aunque el pasaje no quiera cargar ahí el acento, sino más bien en que lo importante es que puede ser una ocasión de gracia para detener un poco la marcha y ver así qué es lo esencial, qué lo importante y qué aquello por lo que merece la pena vivir, vaciar la existencia y, dicho con expresión paulina, gastarse y desgastarse (cf. 2Co 12,15) por el reino de los cielos.
Quiere, por otra parte, provocar en nosotros una toma de conciencia. Nos incita suavemente a la conversión y nos invita tiernamente a la acogida de Dios en nuestra vida, dejándonos transformar por Él, viviendo la esperanza a la que nos llama, con el lenguaje apocalíptico que utiliza. Nos viene, en fin, a decir que podrán bambolearse muchas cosas, cierto, pero que no todo se tambalea, pues el Señor permanece, está cerca, y al quite. De modo que cielo y tierra pasarán, pero no, de ninguna manera, sus palabras, pues el Señor es fiel y cumple sus promesas, nunca falla.
Sigue el cristianismo sufriendo los zarpazos terroristas. Así que no estará de más reconocer que los están sufriendo hermanos nuestros, aunque las más de las veces no lleguen a ser noticia en los medios de comunicación porque no son del primer mundo. Cualquier delito que sobre la vida de cualquier persona se perpetre -aunque no sea del primer mundo occidental-, toda violencia, crueldad contra la vida humana (incluso del que espera nacer: del nasciturus), delata nuestro corazón enfermo y herido.
Invitados a no perder la esperanza en la posibilidad de que el corazón humano se transforme –ahí está el conocido ejemplo de la higuera-, hemos de asumir con ojos de distancia y de futuro la responsabilidad del quehacer de cada día. No nos tiene por qué resultar extraño, en consecuencia, que en cada acción -por minúscula que ésta sea- resuene un cierto sabor de futuro. La fe y la esperanza nos aseguran que Dios da futuro al presente.
En este final del año litúrgico se nos invita igualmente a recordar que el tiempo pasa, no para lamentarlo sino para apreciar su novedad. Vivamos cada instante de nuestra vida, pues, bajo la mirada de Cristo. Al entregarnos su vida, Él dio cumplimiento a todo. Es nuestra esperanza, pues cada día introduce nuestra historia en la eternidad.
Este discurso también se encuentra, con algunas variantes, en Mateo y Lucas, y probablemente sea el texto más difícil del Evangelio. Tal dificultad deriva tanto del contenido como del lenguaje: se habla de un porvenir que supera nuestras categorías, y, por esto, Jesús utiliza imágenes y palabras tomadas del Antiguo Testamento, pero sobre todo introduce un nuevo centro, que es Él mismo, el misterio de su persona y de su muerte y resurrección.
También el pasaje de hoy se abre con algunas imágenes cósmicas del género apocalíptico, pero este elemento se relativiza por lo que sigue: «Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y gloria» (v.26). El «Hijo del hombre» es Jesús mismo, que une el presente y el futuro; las antiguas palabras de los profetas por fin han hallado un centro en la persona del Mesías nazareno: Él es el verdadero acontecimiento que, en medio de los trastornos del mundo, permanece como el punto firme y estable.
Lo confirma el Evangelio de hoy cuando Jesús afirma: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (v.31). Sabemos, en efecto, que en la Biblia la Palabra de Dios está en el origen de la creación: todas las criaturas, empezando por los elementos cósmicos —sol, luna, firmamento—, obedecen a la Palabra de Dios, existen en cuanto que son «llamados» por ella.
Sabemos, asimismo, que esta potencia creadora de la Palabra divina se ha concentrado en Jesucristo, Verbo hecho carne, y pasa también a través de sus palabras humanas, que son el verdadero «firmamento» que orienta el pensar y el camino del hombre en la tierra. De ahí que Jesús no describa el fin del mundo, y cuando utiliza imágenes apocalípticas, no se comporte como un «vidente».
Antes al contrario, quiere apartar a sus discípulos —de toda época— de la curiosidad por fechas, previsiones, lugares y, en cambio, desea darles una clave de lectura profunda, esencial, y ante todo indicar el sendero justo sobre el que caminar, hoy y mañana y siempre, para entrar en la vida eterna. Todo pasa —recuerda el Señor—, pero la Palabra de Dios no cambia, y ante ella cada uno de nosotros es responsable del propio comportamiento. De acuerdo con esto seremos juzgados.
Decimos a menudo que «las palabras se las lleva el viento», y en cierto sentido es verdad: las palabras son como un soplo, un suspiro que pasa y desaparece. De ahí también el dicho latino scripta manent (lo escrito permanece). Con las palabras de Jesús «El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán», sin embargo, se nos viene a decir que las palabras de Jesús encierran más solidez y permanencia que scripta manent. Por lo demás, el «cielo y la tierra» representaban en la mentalidad de los oyentes de Jesús el conjunto de todo lo existente.
Quería decir el Señor: lo que veis y conocéis va a pasar; mis palabras, no. O sea, lo que existe tiene su fundamento en Él. En tal sentido, las figuras cósmicas manifiestan que Cristo está por encima de todo lo creado. El sol que se oscurece, la luna que deja de brillar, las estrellas que caen, son signos de cómo frente a la consistencia, firmeza y permanencia de Dios las más «grandes» y «seguras» realidades del mundo en que vivimos se tambalean. Muchos pueblos y culturas, asombrados de su potencia y trascendencia, adoraron al sol, a la luna y a los astros como si fueran dioses. No lo son. Proceden de un solo Dios que se ha revelado plenamente en el Señor Jesús.
Las palabras del Señor no pasarán pues tienen dimensión de eternidad. Aunque pronunciadas en tiempo y lugar determinados, proceden de Dios mismo y en cuanto tales son portadoras de la verdad sobre Él, nosotros y el mundo. Cumple, por eso mismo, cambiar completamente el estado de ánimo con que escuchamos estos Evangelios que hablan del fin del mundo y del retorno de Cristo. Se ha terminado por considerar castigo y fiera amenaza aquello que la Escritura llama «la feliz esperanza» de los cristianos, esto es, la venida de Nuestro Señor Jesucristo (Tt, 2,13).
También está por en medio la idea misma que tenemos de Dios. Los consabidos discursos sobre el fin del mundo, obra frecuente de personas con un sentimiento religioso distorsionado, tienen sobre muchos un efecto devastador: reforzar la idea de un Dios perennemente enfadado, dispuesto a dar rienda suelta a su ira sobre el mundo. Pero éste no es el Dios de la Biblia, a quien un salmo describe como «clemente y compasivo, tardo a la cólera y lleno de amor, que no se querella eternamente ni para siempre guarda su rencor… que él sabe de qué estamos hechos» (Sal 103, 8-14).