« No estás lejos del reino de Dios »



Cuidado con el sentido de las palabras, que a veces puede dar pie a equívocos lamentables. No estar lejos del reino de Dios supone, a primera vista, estar cerca. Pero, si apuramos el análisis, quizás la cosa se ofrezca más complicada de lo que parece. La catequesis dominical va hoy de reino de Dios y de mandamientos. No son igual, por supuesto. Los mandamientos resultan, al fin y al cabo, caminos conducentes a esa meta llamada reino de Dios, a la que no se podrá llegar sin antes hacerse a esos caminos.

Afronta la primera lectura, pues, el tema de los mandamientos (Dt 6,2-26). ¿Cuál es el primero de todos? Porque sabemos que son diez, sin duda, aunque no todos del mismo tema, ni tampoco de igual importancia. De ahí el sentido de la pregunta, a la que Jesús responde poniendo de relieve dos verbos: escuchar y amar. Y nótese bien que no sólo responde a cuál es el primero, sino que también nombra el segundo. El amor a Dios es verdadero cuando hay amor al prójimo.

«Escucha, Israel: Amarás al Señor con todo tu corazón, etc.». Temer a Dios se ha vuelto expresión típica de la fidelidad a la Alianza (6,2). En adelante, el temor implica a la vez un amor que responde al de Dios y una obediencia absoluta a todo lo que Dios manda.

Por otra parte, la expresión Escucha, y lo que sigue, parece ser una afirmación monoteísta (6,4). Con ella comenzará la oración llamada Shemá («Escucha»), que sigue siendo una de las preferidas de la piedad judía. Su nombre retoma las dos primeras palabras de la predicha oración, siendo esta, a su vez, la plegaria más sagrada del judaísmo. Reaparece en los Evangelios de Marcos y Lucas; y en ocasiones forma parte también de la liturgia cristiana. A lo largo de la historia de Israel, esta fe en un Dios único no cesó de desprenderse, con precisión creciente, de la fe en la elección y la alianza.



La sagrada liturgia dominical coloca seguidamente al salmista para que ilustre cuál pueda ser la mejor respuesta a ese desahogo de monoteísmo propio del Shemá: «Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza» (Sal 17). Ocurre, sin embargo, que el amor de Dios no es algo que quede a libre elección, es, más bien, un mandamiento. Este amor, que responde al amor de Dios hacia su pueblo, incluye, por eso, el temor de Dios, la obligación de servirle y la observancia de sus preceptos.

Ahora bien, el paradigma ideal de esta respuesta del salmista no es otro que Cristo. Lo explica magníficamente el autor de la carta los Hebreos (7,23-28) echando mano de su sacerdocio. Estamos así en la segunda lectura: como permanece para siempre, Cristo tiene el sacerdocio que no pasa. Sacerdocio, el suyo, por el que Cristo salva «perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor» (v.25). Y es que Cristo, sacerdote eterno, ejerce en el cielo su oficio de mediador e intercesor. Por otra parte, esta ofrenda única de Cristo se sitúa en el centro de la historia de la salvación (Hch 1,7).

Dando fin al largo período de preparativos, se realiza en la que san Pablo llama «plenitud de los tiempos» (Ga 4,4), pero que ya, «en el tiempo presente», inaugura la era escatológica. La eficacia absoluta del sacrificio de Cristo queda especialmente subrayada por el sacrificio único del que habla Hebreos (10,12.14), en cuanto realizado «de una vez para siempre». De ahí que se contraponga a los sacrificios de la antigua Alianza, indefinidamente repetidos porque eran incapaces de procurar la salvación.

Vengamos al Evangelio del día (Mc 12, 28b-34: «No estás lejos del reino de Dios»). Jesús, citando el Deuteronomio respondió: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el grande y primer mandamiento». Y podría haberse detenido aquí. En cambio Jesús añade algo que el doctor de la Ley no había solicitado: Dice de hecho: «El segundo, después, es similar a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Tampoco este segundo mandamiento es gratuito invento de Jesús. No. Jesús lo toma del Levítico. La novedad de la respuesta de Jesús consiste justamente en poner juntos estos dos mandamientos (el amor de Dios y el amor al prójimo) revelando que ambos son inseparables y complementarios, como dos caras de una misma moneda.

No se puede amar a Dios sin amar al prójimo, ni amar al prójimo sin amar a Dios. El papa Benedicto XVI dejó un hermoso comentario al respecto en su primera encíclica Deus Caritas est (núms. 16-18). [...] El mandamiento del amor a Dios y al prójimo es el primero, no porque está encima de la lista de los mandamientos. Jesús no lo pone encima, sino en el centro, pues todo tiene que partir del corazón y a él tornar y hacer referencia. Ya en el Antiguo Testamento, la exigencia de ser santos, a imagen de Dios que es santo, incluía también el deber de tomarse cuidado de las personas más débiles, como el extranjero, el huérfano, la viuda.



Lleva Jesús a cumplimiento esta ley de alianza, Él que une en sí, en su carne, la divinidad y la humanidad, en un mismo misterio de amor. Así, a la luz de esta palabra de Jesús, el amor es la medida de la fe, y la fe es el alma del amor. No podemos separar más la vida religiosa, la vida de piedad del servicio a los hermanos, a aquellos hermanos concretos que encontramos. No podemos más dividir la oración y el encuentro con Dios en los sacramentos, de escuchar al otro, de la proximidad a su vida, especialmente de sus heridas.

Si el amor es la medida de la fe, ¿cuánto me amas tú? Que cada uno se dé a sí mismo la respuesta. ¿Cómo es tu fe? Mi fe es como yo amo. Y la fe es el alma del amor. Tirando, pues, del refranero, se podría decir también aquí: «Dime cómo crees y te diré cómo amas».

La fe cristiana, poniendo el amor en el centro, ha asumido lo que era el núcleo de la fe de Israel, dándole al mismo tiempo una nueva profundidad y amplitud. Haciendo de ambos un único precepto, ha unido este mandamiento del amor a Dios con el del amor al prójimo, contenido en el Libro del Levítico: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero, ahora el amor ya no es sólo un «mandamiento», sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro.

En un mundo donde a veces se relaciona el nombre de Dios con la venganza o incluso con la obligación del odio y la violencia, éste es un mensaje de gran actualidad y con un significado muy concreto. He ahí por qué Benedicto XVI deseó en su primera Encíclica hablar del amor, del cual Dios nos colma, y que nosotros debemos comunicar a los demás (cf. Deus caritas est, n. 1).

Jesús confirma la conclusión del doctor de la Ley y le dice: «No estás lejos del reino de Dios! » (Mc 12,34). De hecho, el reino de Dios consiste en reconocer que el amor hacia Dios es igual que el amor al prójimo. Pues si Dios es Padre, nosotros todos somos hermanos y hermanas y tenemos que demostrarlo en la práctica, viviendo en comunidad. « ¡De estos dos mandamientos dependen toda la ley y los profetas! » (Mt 22,4). ¡Sólo se llega a Dios a través del don total al prójimo! El primer mandamiento. El mayor y el primer mandamiento fue y será siempre: «amar a Dios con todo el corazón, con toda la inteligencia, y con todas las fuerzas» (Mc 12,30).

En la medida que el pueblo de Dios, a lo largo de los siglos, fue profundizando en el significado y en el alcance del amor a Dios, percibió asimismo que el amor de Dios sólo será real y verdadero, si se concreta en el amor al prójimo. De ahí que el segundo mandamiento que pide el amor al prójimo sea semejante al primero (Mt 22,39; Mc 12,31). «Si alguien dijese “¡Amo a Dios!”, pero odia a su hermano, es un mentiroso» (1Jn 4,20). «Toda la ley y los profetas dependen de estos dos mandamientos» (Mt 22,40).

Persona, mensaje y causa de Jesús son el comienzo del reino. «Cristo, por tanto, para hacer la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos» (LG 3); y la voluntad del Padre es que los hombres participen en la vida divina comunicada en el Hijo (LG 2). La convocación de los hombres en torno a Cristo como «familia de Dios» da origen a la Iglesia que es «el germen y el comienzo de este reino» (LG 5), pues toda la humanidad está llamada a formar parte del reino.

¿Qué es el reino, pues? Sobremanera un don de Dios imposible de conseguir por los esfuerzos humanos; es una gracia que viene de lo alto (Jn 3,3-5), pero afecta profundamente al modo de entender y vivir todo lo humano. Expresa el proyecto salvador de Dios en el mundo y a lo largo de la historia, y lo comprenden y viven aquellos que buscan hacer la voluntad de Dios con sincero corazón. Restituye a los pobres su dignidad ante Dios, y les da la buena noticia de que precisamente ellos son los privilegiados destinatarios del reino (Lc 6,20).

Sólo los que tienen corazón de niño (Mt 18,1-4) acogen el reino con alegría. Y es que el reino es un misterio acogido y vivido por los sencillos de corazón (Mt 11,25; Lc 10,25). Los que no acogen la persona ni la propuesta de Jesús entran en conflicto con Él, y le condenan a muerte para preservar sus intereses. La consumación del reino tiene que ver con la reunión de toda la humanidad como el único Pueblo de Dios. Los cristianos construimos el reino desde la comunidad cristiana al vivir en ella nuestro bautismo según la vocación concreta a la que cada uno hemos sido llamados.



La vivencia del reino en la sociedad actual será más efectiva si los cristianos estamos atentos a las búsquedas y alternativas, a las luchas por la justicia y a los valores nuevos, pues son sin duda signos del reino. El reino debe ser pedido al Padre día a día, en la oración, como lo decimos en el Padrenuestro: «Venga a nosotros tu reino», «El reino de Dios –dice san Pablo- es justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo» (Rm 14,17). La vida de los cristianos, en fin, ha de estar llena de gestos proféticos, que hablen anticipadamente de los bienes futuros en la vida eterna. El reino que esperamos nos implica más plenamente en este mundo (GS 22;32).

Volver arriba