El óbolo de la viuda



El profeta Elías vivió hacia el año 850 a.C., en el reino del norte, durante la gran apostasía de Israel. La catequesis nos lo presenta hoy como fugitivo de su tierra, escondido por temor al rey Ajab y a la reina Jezabel, y acogido por una viuda de Sarepta (no perteneciente a Israel sino a Fenicia, dado que Sarepta era ciudad entre Tiro y Sidón, o sea tierra de paganos). La hospitalidad dispensada por esta sencilla mujer al profeta merece su reconocimiento: «Ni la orza de harina se vació, ni la alcuza de aceite se agotó» (1Re 17,10-16).

Pertenecía esta viuda de Sarepta al gremio de las personas socialmente débiles e insignificantes y, además, era muy pobre, típico ejemplo de clase social «última». Y si con lo dicho no fuera ya bastante, su condición de no-israelita la hacía más lejana aún y poco digna de aprecio ante los hombres. El mensaje, pues, salta a la vista: es ella la que acoge al profeta y la que, por tanto, recibe la bendición de Dios. Jesús mismo citó el episodio (cf. Lc 4,25-26), y lo interpretó como prueba de que no por ser de Israel se agrada a Dios, sino por cumplir la voluntad de Dios, en este caso por ser hospitalario y misericordioso.

Se trata, por otra parte, de un mensaje con bien definido propósito, a saber: que nuestra fe de cristianos se fortalezca, de modo similar a como se robusteció la de aquella pobre mujer, y entendamos además lo que es honrar a los hijos de Dios, que al dejar la casa de Dios después de un servicio, o al leer la divina Palabra, tú mismo puedas ser bendecido por tu fe y por la honra que le des a un hombre de Dios.

El sentido del episodio lo podemos extraer de la cita que del mismo hace el propio Jesús en la sinagoga de Nazaret: «En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su patria» (Lc 4,24-26): el profeta a quien los suyos no escuchan tiene más crédito en tierras paganas. En este mismo orden de cosas, es posible establecer asimismo una comparación entre la viuda de Sarepta y la del evangelio de hoy, o sea la del óbolo en el Templo (Mc 12,41-44; Lc 21,1-4), para subrayar su gran generosidad. Y no sólo esto: la viuda, en fin, se contrapone asimismo a Jezabel, cuya insaciable avidez el autor sagrado condena (cf. 1Re 21,1ss).

Vengamos así al episodio del Evangelio: a la pobre viuda que echa en el arca de las ofrendas más que nadie (Mc 12,38-44). En el centro de la liturgia de la Palabra de este domingo, trigésimo segundo del tiempo ordinario, encontramos, efectivamente, a la viuda pobre, o más bien, nos encontramos ante el gesto que esa anciana mujer realiza al echar en el tesoro del templo las últimas monedas que le quedan. Un gesto que, gracias a la mirada atenta de Jesús, se ha convertido en proverbial: «el óbolo de la viuda» es sinónimo de la generosidad de quien da sin reservas lo poco que posee.

También a nosotros Jesús nos dice: Mirad bien lo que hace esa viuda, pues su gesto contiene una gran enseñanza; expresa la característica fundamental de quienes son las «piedras vivas» de este nuevo Templo, es decir, la entrega completa de sí al Señor y al prójimo; la viuda del Evangelio, al igual que la del Antiguo Testamento, lo da todo, se da a sí misma, y se pone en las divinas manos por el bien de los demás. Este es el significado perenne de la oferta de la viuda pobre, que Jesús exalta porque da más que los ricos, quienes ofrecen parte de lo que les sobra, mientras que ella da todo lo que tenía para vivir, y así se da a sí misma.



Es de notar que la liturgia coloca como segunda lectura la carta a los Hebreos, cuyo autor abrió un camino nuevo para entender el Antiguo Testamento como libro que habla de Cristo (Heb 9,24-28): lo hace mediante una cita del salmo 110,4 que hasta ese momento había pasado inadvertida: «Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec». Esto significa que Jesús no sólo cumple la promesa davídica, la espera del verdadero rey de Israel y del mundo, sino que realiza también la promesa del verdadero Sacerdote, cuya generosidad llega hasta darse a sí mismo por todos los hombres. La viuda del óbolo es, por eso mismo, reflejo del propio Cristo.

Al dar todo lo que tenía la viuda arriesga: elige al Señor, con un corazón grande, sin intereses personales, sin mezquindad ni medianías. También en la historia de la Iglesia se encuentran hombres, mujeres, ancianos, jóvenes, que hacen esta elección. Cuando nosotros escuchamos la vida de los mártires, cuando leemos en los periódicos las persecuciones contra los cristianos de hoy, pensamos en estos hermanos y hermanas que en situación límite hacen esta elección.

La Palabra hoy nos invita a hacer de nuestra vida un don, una entrega total, entender la alegría de dar, compartir, pero sobre todo, del darnos a nosotros mismos. Hacer de nuestra vida una ofrenda agradable a Dios. La Liturgia de la Palabra de este domingo nos ofrece, pues, en definitiva, dos viudas como modelos de fe. La de Sarepta (1Re 17,10-16) y la del óbolo en el Templo (Mc 12,41-44).

Muy pobres una y otra, es cierto; pero también ambas con gran fe en Dios. La primera aparece en el ciclo de los relatos sobre el profeta Elías, quien, durante un tiempo de carestía, promete que, si le escucha, no faltarán harina y aceite, accede y se ve recompensada. A la del óbolo, Jesús la distingue en el templo de Jerusalén, precisamente junto al tesoro, donde la gente depositaba las ofrendas. Jesús ve que esta mujer pone dos moneditas en el tesoro; entonces llama a los discípulos y explica que su óbolo es más grande que el de los ricos, porque, mientras estos dan de lo que les sobra, la viuda ha dado «todo lo que tenía para vivir» (Mc 12,44).

De ambos episodios bíblicos se puede sacar una preciosa enseñanza sobre la fe, que se presenta como la actitud interior de quien construye la propia vida en Dios, sobre su Palabra, y confía totalmente en Él. Nadie es tan pobre que no pueda dar algo. Y, en efecto, nuestras viudas de hoy demuestran su fe realizando un gesto de caridad: la una, hacia el profeta; y la otra, dando una limosna. De este modo demuestran la unidad inseparable entre fe y caridad, así como entre el amor a Dios y el amor al prójimo.

Quien presume de buenas obras es un necio que no sabe que nada bueno se puede realizar si Dios no lo concede. Y es Dios, no el hombre, quien determina lo que es una buena obra o un ejercicio de exhibicionismo pseudo-caritativo. Aquel que fue capaz de multiplicar los panes y los peces puede hacer lo mismo con las dos monedillas de una pobre viuda. La economía de Dios tiene en cuenta los latidos del corazón que ama, no el sonido del oro y de la plata que relucen. El Señor, que ha dado todo por nuestra salvación, limpie nuestro corazón para que le entreguemos todo, no solo lo que nos sobra.

Los centimillos de la pobre viuda se convierten así en elocuente símbolo de muchas cosas: esta viuda no da a Dios lo que le sobra, no da lo que posee, sino lo que es: su persona toda. Conmovedor episodio, sin duda, se encuentra dentro de la descripción de los días inmediatamente anteriores a la pasión y muerte de Jesús, el cual, como señala san Pablo, se hizo pobre a fin de enriquecernos con su pobreza; se ha entregado a sí mismo por nosotros todos, según Hebreos.

El Evangelio nos presenta hoy a Cristo como Maestro, y nos recuerda el desprendimiento a vivir. Desprendimiento, precisando, de las cosas materiales. Jesucristo alaba a la viuda pobre, a la vez que lamenta la falsedad de otros: «Todos han echado de lo que les sobraba, ésta, en cambio [la viuda], ha echado de lo que necesitaba» (Mc 12,44).

Quien no controla el desprendimiento de los bienes temporales vive sólo del propio yo, y así es imposible amar. En tal estado del alma no hay «sitio» para los demás: ni compasión, ni misericordia, ni atención para con el prójimo.



Desveló hace un tiempo el Vaticano que, durante el pontificado de Juan Pablo II, fue recibido en audiencia una de las más altas autoridades religiosas del judaísmo, el gran Rabino del Estado de Israel, Meir Lau. Este Rabino contó al Papa que, terminada la Segunda Guerra Mundial, una mujer católica se dirigió al párroco de su pueblo, para hacerle una consulta. Ella tenía a su cuidado, desde los días de la Guerra, a un pequeño niño judío que le habían encomendado, pues sus padres habían sido deportados a un campo de concentración. Los padres del niño, desaparecidos en el infierno nazi, habían previsto para él un futuro en la tierra de Israel. La mujer se encontraba ante una encrucijada y pedía al sacerdote católico un consejo.

El párroco tuvo una pronta y comprensiva respuesta: - «Se debe respetar la voluntad de los padres».

El citado niño judío fue, pues, enviado al naciente Estado de Israel, donde creció y se educó. Juan Pablo II encontró muy interesante la anécdota. Pero esta resultó aún más conmovedora cuando el gran Rabino le aclaró la identidad de aquellas personas: - «Usted, Santidad, era ese párroco católico. Y ese niño huérfano… era yo».

Historias como la del gran Rabino de Israel enseñan que la experiencia humana del amor tiene en sí un dinamismo que conduce más allá del interior de la persona, y que se experimenta cuando ese bien lleva a salir de uno mismo y a encontrarse de frente al misterio que rodea a toda la existencia.

Magnífico ejemplo también para el Domund el de la viuda del óbolo, sobre todo en ese crítico trance de dar limosna dándose uno mismo en ella, porque esa es la verdadera limosna. En realidad, lo es para tantas experiencias humanas de la vida, ya que todo bien experimentado por el hombre, va hacia el misterio que rodea al hombre mismo.



Benedicto XVI tiene escrito que «de tal deseo profundo, el cual también esconde algo enigmático, no se puede llegar directamente a la fe», pues al ser el hombre un buscador del Absoluto, lo hace experimentando gradualmente, como bebiéndolo a sorbos, el deseo del «corazón inquieto» del que san Agustín escribió en sus Confesiones. Él, san Agustín, fue quien afirmó que los hombres somos «mendigos de Dios» (Sermón 61,7-8).

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