Un publicano y un fariseo subieron al templo a orar

Dos hombres subieron al templo a orar

La oración vuelve a ser tema central en el Evangelio de hoy. Si Jesús nos recordaba hace siete días la necesidad de rezar «sin desfallecer», ahora, en cambio, nos avisa de que debemos rezar con humildad. Recordemos que en cierta ocasión dijo a los discípulos: «sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,8).

Al principio de la parábola cunde el ejemplo de dos que acuden al templo a orar. El uno es fariseo, es decir, aquel que teniéndose por justo y seguro de sí, desprecia a los demás, al publicano por ejemplo. Cree, equivocadamente por supuesto, que todo lo hace bien, con méritos suficientes ante Dios. No piensa que todo es don, que es mucho lo que ha recibido, más bien se siente con derechos.

«Como el fariseo -decía Benedicto XVI (24.10.2010)-, también nosotros podríamos tener la tentación de recordar a Dios nuestros méritos […] pero para subir el cielo, la oración debe brotar de un corazón humilde, pobre […] Nos reconocemos pequeños y necesitados de salvación, de misericordia; reconocemos que todo viene de Él y que sólo con su gracia se realizará lo que el Espíritu Santo nos ha dicho».

El Evangelio termina con la máxima: «Todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido». Y es que el otro ejemplo es un publicano, destacado por la humildad de esperar en Dios, y abrirse a su salvación. El publicano clama al Señor compasión, no piensa en salvarse por sus méritos, sino por la divina misericordia. Nos muestra que todos andamos necesitados de piedad, de mendigar la misericordia de Dios, porque un corazón humilde, que no alardee de sus propias virtudes, solo busca darle a Dios «el honor y la gloria por los siglos de los siglos».

Siempre que acudimos «al templo para orar», bueno será traer a la memoria que nos atañe directamente la parábola del fariseo y el publicano, que Jesús relata y el evangelista san Lucas nos refiere (cf. Lc 18, 9-14). Recordar a Dios nuestros méritos, lo que hace el fariseo, no dejaría de ser temeridad; una osadía. Para subir al cielo, la oración debe brotar de un corazón humilde, pobre, sencillo, confiado sólo en Dios. Así que nada de echar por delante méritos cuando todo es don. Nada de dar gracias a Dios, como si aquello que le agradecemos lo hubiéramos conseguido por nuestros méritos, sino siempre y en todo caso por el don que él nos ha hecho.

Aprende a orar con humildad

Nos reconocemos pequeños y necesitados de salvación, de misericordia: todo viene de él y sólo con su gracia se realizará lo que el Espíritu Santo nos ha dicho. Carta de Cristo, califica san Pablo a los Corintios, escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo.

Es la confianza que el Apóstol dice tener delante de Dios por Cristo: «No que por nosotros mismos -añade- seamos capaces de atribuirnos cosa alguna, como propia nuestra, sino que nuestra capacidad viene de Dios» (2Co 3,5).

La primera lectura y el salmo responsorial insisten en que la oración es tanto más poderosa en el corazón de Dios cuanto mayor es la situación de necesidad y aflicción de quien reza. «La oración del pobre atraviesa las nubes» afirma el Sirácida (Si 35, 17); y el salmista: «El Señor está cerca de los que tienen el corazón roto, salva a los espíritus hundidos» (Sal34,19).

También nos ofrece hoy la Palabra de Dios una luz de consoladora esperanza. Presenta la oración, personificada, que «no desiste hasta que el Altísimo lo atiende, juzga a los justos y les hace justicia» (Si 35,18). También este vínculo entre oración y justicia nos hace reconocer que el grito del pobre y del oprimido al instante encuentra eco en Dios, que quiere intervenir para abrir una vía de salida, para restituir un futuro de libertad, un horizonte de esperanza.

Esta confianza en el Dios cercano, que libera a sus amigos, es la que testimonia el apóstol san Pablo en la epístola de hoy, tomada de la segunda carta a Timoteo. Al ver ya cercano el final de su vida terrena, san Pablo hace un balance: «He competido en la noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe» (2 Tm 4, 7). «Pero el Señor —prosigue—, me asistió y me dio fuerzas para que, por mi medio, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todos los gentiles» (2 Tm 4, 17).

Asimismo recuerda hoy el Evangelio (cf. Lc 18,9-14) que necesitamos humildad para reconocer nuestros límites, nuestros errores y nuestras omisiones, a fin de poder formar verdaderamente «un solo corazón y una sola alma».

«¿Qué han de hacer los carnales? -se pregunta inquisitivo san Agustín en uno de sus célebres sermones-. ¿Qué han de hacer? ¿Perecerán? ¿No deben rogar a Dios? ¡Ni pensarlo! Tráeme acá al publicano del Evangelio; ven, publicano, ven, y aquí en medio, de pie, muéstrale a este auditorio tu esperanza, para que los flacos no pierdan la esperanza.

Sucedió, pues, que un publicano, juntamente con un fariseo, subió al templo a orar, y, rostro por tierra, desde lejos y golpeándose el pecho, decía: ¡Oh Dios!, sé propicio conmigo, que soy pecador. Y bajó éste a su casa más justificado que el fariseo aquel (Lc 18,10-14).

El que dijo: Sé propicio conmigo, que soy pecador, ¿dijo verdad o dijo mentira? Si verdad, luego era pecador, y fue oído y fue justificado. Entonces, tú, ciego a quien el Salvador devolvió la vista, ¿por qué dijiste: Sabemos que Dios desoye a los pecadores? Ya estás viendo cómo los oye. Así, pues, lava tu rostro interior, hágase en tu corazón lo que se hizo en tu cara, y verás que oye Dios a los pecadores» (Sermón 135,6-7).

El publicano solía salir de los arrendadores de impuestos, rentas o minas del Estado. El fariseo, en cambio, era persona que, afectando virtud, juzgaba severamente la conducta de los demás. Entre los judíos de la época de Jesús: era el miembro de una secta caracterizada por la estricta observancia externa de la Ley. Estamos ante el mero formalismo. Lo que ocurre es que importa poco o nada el porte externo. El fariseo oraba erguido. El publicado, por el contrario, ni se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo que de veras importa en casos así es humillar el corazón.

El fariseo y el publicano

«Dado que la fe no es propia de los soberbios, sino de los humildes -matiza con gran sabiduría en otro de sus sermones san Agustín-, a algunos que se creían justos y despreciaban a los demás, propuso esta parábola: Subieron al templo a orar dos hombres. Uno era fariseo, el otro publicano. El fariseo decía: Te doy gracias, ¡oh Dios!, porque no soy como los demás hombres. ¡Si al menos hubiese dicho «como algunos hombres»!

¿Qué significa como los demás hombres, sino todos a excepción de él? «Yo, dijo, soy justo; los demás, pecadores». No soy como los demás hombres, que son injustos, ladrones, adúlteros […] ¿Qué pidió a Dios? Examina sus palabras y encontrarás que nada. Subió a orar, pero no quiso rogar a Dios, sino alabarse a sí mismo; más aún, subió a insultar al que rogaba. El publicano, en cambio, se mantenía en pie a lo lejos, pero el Señor le prestaba su atención de cerca.

El Señor es excelso y dirige su mirada a las cosas humildes. A los que se exaltan, como aquel fariseo, los conoce, en cambio, desde lejos. Las cosas elevadas las conoce desde lejos, pero en ningún modo las desconoce. Escucha aun la humildad del publicano. Es poco decir que se mantenía en pie a lo lejos. Ni siquiera alzaba sus ojos al cielo. Para ser mirado rehuía el mirar él, no se atrevía a levantar la vista hacia arriba; le oprimía la conciencia y la esperanza lo levantaba.

Escucha aún más: Golpeaba su pecho. El mismo se aplicaba los castigos. Por eso el Señor le perdonaba al confesar su pecado: Golpeaba su pecho diciendo: Señor, seme propicio a mí que soy un pecador. Pon atención a quien ruega. ¿De qué te admiras de que Dios perdone cuando el pecador se reconoce como tal? Has oído la controversia sobre el fariseo y el publicano; escucha la sentencia.

Escuchaste al acusador soberbio y al reo humilde; escucha ahora al juez: En verdad os digo. Dice la Verdad, dice Dios, dice el juez: En verdad os digo que aquel publicano descendió del templo justificado, más que aquel fariseo. Dinos, Señor, la causa, veo que el publicano desciende del templo más justificado; pregunto por qué. ¿Preguntas el porqué? Escúchalo: Porque todo el que se exalta será humillado, y todo el que se humilla será exaltado.

Escuchaste la sentencia, guárdate de que tu causa sea mala. Digo otra cosa: Escuchaste la sentencia, guárdate de la soberbia. Abran, pues, los ojos; escuchen estas cosas no sé qué charlatanes y óiganlas quienes, presumiendo de sus fuerzas, dicen: «Dios me hizo hombre, pero soy yo quien me hago justo» ¡Oh hombre, peor y más detestable que el fariseo!

Aquel fariseo, con soberbia, es cierto, se declaraba justo, pero daba gracias a Dios por ello. Se declaraba justo, pero, con todo, daba gracias a Dios. Te doy gracias, ¡oh Dios!, porque no soy como los demás hombres. Te doy gracias, ¡oh Dios! Da gracias porque no es como los demás hombres y, sin embargo, es reprendido por soberbio y orgulloso, no porque daba gracias a Dios, sino porque daba la impresión de que no quería que le añadiese nada […].

Luego tú eres justo; luego nada pides; luego ya estás lleno; luego ya vives en la abundancia, luego ya no tienes motivo para decir: Perdónanos nuestras deudas. ¿Qué decir, pues, de quien impíamente ataca a la gracia, si es reprendido quien soberbiamente da gracias? (Sermón 115,2).

Oh Dios, sé propicio conmigo

La oración del humilde, del pobre, del sencillo de corazón, llega sin duda a Dios. En esta era de la informática, diríamos que utiliza el móvil, la llamada directa. ¿Y qué hace Dios? ¿Se queda impasible, desentendido, alejado? Ni mucho menos. El Señor ayuda y da fuerzas al desamparado.

La parábola de este domingo, pues, describe dos estilos a la hora de rezar: el del autosuficiente y el del humilde. Nos dice san Lucas que Jesús propuso esta parábola «a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás» (Lc 18,9). La tesis de la parábola, atrás fue descrita: «Todo el que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será, ensalzado» (Lc 18,14).  

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