José de Segovia ¿Fue Jack El Destripador un pastor bautista?
El pastor Gibson confesó al morir en la primavera de 1912 que fue él quien mató a dos de las chicas.
| José de Segovia José de Segovia
La identidad del autor de los asesinatos cometidos el otoño de 1888 en el barrio londinense de Whitechapel sigue siendo un misterio. Es curiosa la fascinación que produce todavía Jack El Destripador. No faltan sospechosos en la lista, pero uno de los más curiosos es un pastor escocés, John George Gibson, que estudió en la escuela de Spurgeon y acabó de pastor en una iglesia bautista de San Francisco, donde hubo otros dos crímenes en su congregación, después de que los dos primeros pastores se suicidaran y el anterior fuera disparado. Es la teoría del autor Robert Graysmith, que supuestamente descubrió quién podía ser el asesino del Zodiaco en San Francisco a finales de los años 60.
Aunque he andado por Londres toda mi vida, nunca había hecho la ruta del Destripador en Whitechapel. Como no soporto los guías de grupo, lo hice por mi cuenta, cargado de libros y mapas por unas calles en que ya no se ve ni una mascarilla. No se me ocurrió mejor paseo en tiempo de pandemia, para el día libre que tenía antes de predicar este domingo en la Iglesia Presbiteriana de Cambridge. Alguno pensará que poco se puede ver ya del siglo XIX en Londres, pero los ingleses guardan muy bien estos edificios históricos que se hubieran demolido en un par de décadas en cualquier otra parte.
Whitechapel era, probablemente, el peor barrio que había en la capital más grande del mundo de aquel entonces. Era una zona llena de inmigrantes –entonces judíos, ahora bengalíes–, donde la moralidad victoriana no había logrado erradicar el alcoholismo y la prostitución, los dos problemas que tenían las mujeres asesinadas en 1888 por este misterioso personaje conocido como Jack El Destripador.
Evangélicos sospechosos
Al lado del lugar del primer crimen está la estatua de William Booth (1829-1912), que fundó en este barrio el Ejército de Salvación. En estas tabernas y calles oscuras predicaba el Evangelio a los borrachos y prostitutas en la época de El Destripador. Mary Ann Nichols salió la madrugada del último día de agosto de 1888 de un pub donde hay ahora un restaurante indio, pero se puede ver todavía la moldura del frontal con dos sartenes que hacían referencia a su nombre, Frying Pan. Es aquí donde se gastaban el dinero en ginebra, la mayoría de estas mujeres que estaban separadas y vivían en pensiones, dedicadas a la prostitución.
El cuerpo de Nichols apareció en la callejuela que hay justo detrás de la estatua del General Booth. Lo encontró un policía a la puerta de un establo que había justo enfrente del antiguo edificio de ladrillo rojo y ventanas grandes que todavía existe. Las habitaciones del internado de aquel colegio son ahora apartamentos. Estaba muy oscuro por la noche en aquella época de luz de gas, pero a la mañana siguiente los policías estaban intrigados porque el cuerpo destrozado no estaba rodeado de sangre. La particular forma de matar del Destripador era un estrangulamiento antes de hacer ninguno de los cortes con los que mutilaba el cadáver. Esa es la razón por la que muchos han sugerido la posibilidad de que fuera incluso un cirujano.
En aquella época la poca gente que se atrevía a adentrarse por la noche en el sórdido mundo de Whitechapel era porque buscaban prostitutas. La mayoría querían aprovecharse de ellas, pero otros querían rescatarlas, como el Ejército de Salvación. No es extraño, por eso, que entre los sospechosos había evangélicos como el Dr. Thomas Barnardo. Este antiguo medico misionero en China había creado un hogar para niños pobres en Whitechapel, apoyado por el aristócrata filantrópico evangélico Shaftesbury. El médico estaba en una Asamblea de Hermanos. El Dr. Barnardo visitaba las pensiones para predicar a las prostitutas y ofrecer su casa para sus hijos.
¿Judío o masón?
El médico evangélico Thomas Barnardo era de origen judío y conocía a una de las víctimas del Destripador, la prostituta sueca Elizabeth Stride, muerta a la puerta del club fundado por socialistas judíos en 1884. Cuando la policía le llamó a reconocer su cuerpo, dijo que ella estaba entre las mujeres a las que predicaba el Evangelio en la cocina de la pensión donde vivía Stride tras su separación. La noche que asesinaron a Stride, murió de la misma manera otra mujer, Catherine Endowes. A la mañana siguiente apareció un trozo de su delantal ensangrentado en la escalera de una casa que todavía existe –la entrada es ahora una pequeña oficina, pero tiene la misma moldura arriba–, al lado de una pintada con tiza que decía: “Los Juwes son los hombres que no serán culpados de nada”.
La inscripción fue borrada inmediatamente, porque aunque la palabra “judíos” (Jews) está mal escrita, había mucho antisemitismo en el barrio. En 1888 había tres mil inmigrantes judíos en Whitechapel. Varios de los sospechosos de los crímenes lo eran. El principal periódico sensacionalista de la época, The Star, decía que “todos están de acuerdo en que es judío o de familia judía, ya que su cara tiene rasgos judíos”. Lo que era falso, ya que todos los testigos dicen que tenía la cara cubierta por una gorra como la que lleva Sherlock Holmes –cervadora la llaman–.
La película Asesinato por decreto (1979) une ambos personajes en una trama basada en el libro de 1976 de Stephen Knight, que da un sentido masónico a la pintada. El personaje que interpreta a Holmes –el ahora fallecido Christopher Plummer– descubre que “Juwes” no se refiere a los judíos, sino a Jubelos, Jubelas y Jubelum, los supuestos asesinos del maestro de la masonería conocido como Hiram Abif, que habían construido el Templo de Salomón y matado al principal arquitecto, para arrebatarle sus secretos. La historia se usa como una parábola en el tercer grado de la masonería, para llegar a ser “maestro”.
Hanbury Hall
El cuerpo de Annie Chapman, la segunda víctima de las cinco “canónicas” del Destripador –sobre las que no hay ninguna duda que fueron obra suya–, antes de Stride y Endowe, estaba a la puerta misma del Hanbury Hall. Allí estuvo la iglesia hugonote francesa desde 1719, pero a partir de 1740 era el predicador del Avivamiento, John Wesley, quien formó la iglesia de La Patente. En 1787 se convierte en lugar de reunión de la congregación luterana alemana –luego trasladada al lado de donde apareció la pintada, que estaba la iglesia donde fue pastor Dietrich Bonhoeffer en Londres, entre 1933 y 1935–, como recuerdan las placas que hay en ambos sitios.
En el siglo XIX Hanbury Hall fue una iglesia bautista, después metodista, finalmente salón de una parroquia anglicana, el año antes de los crímenes, donde Dickens hizo lecturas públicas. Y fue aquí, el mismo año de los asesinatos del Destripador, donde la ocultista Annie Besant y la hija de Karl Marx, Eleanor, organizaron la huelga de las trabajadoras de la fábrica de cerillas que comenzó el movimiento sindical en Gran Bretaña. Ahora puedes tomarte un café en medio de esta antigua capilla, como yo, para recordar todo lo que aquí ha pasado
La quinta y última víctima del Destripador, antes de desaparecer misteriosamente, es Mary Jane Kelly. Sobre ella gira la versión televisiva de 1983 con el ahora también fallecido Michael Caine como policía. Como las otras cuatro, era alcohólica y se dedicaba a la prostitución, pero era más joven que las otras, que estaban ya en la cuarentena. Las mutilaciones que sufrió eran mayores. Y ocurrió en una habitación cerrada, en vez de en la calle, como las otras. El escritor Mark Daniel atribuye su muerte a un fanático religioso.
¿El destripador bautista?
El gran misterio del Destripador es, por supuesto, su desaparición tras estos cinco crímenes el otoño de 1888. La explicación que da Robert Graysmith tiene que ver con un pastor escocés nacido en Edimburgo en 1859, John George Gibson. Estudió en la escuela para predicadores de Spurgeon en Londres y llegó a ser pastor en St. Andrews de 1881 a 1887. En diciembre del año 1888 viaja misteriosamente a Nueva York, donde se pierde su rastro por Nueva Jersey o Canadá –hay una localidad con el nombre de New Brunswick en ambos sitios, donde estuvo en una iglesia–, hasta llegar a ser el pastor bautista de la iglesia Emmanuel en San Francisco en 1894.
En el barrio de Mission estaba esta iglesia con la trágica historia de la muerte de sus tres pastores anteriores, dos suicidados y otro disparado. Su torre destacaba junto a la cinematográfica Misión Dolores, donde Hitchcok sitúa la imaginaria tumba de Carlotta Valdes en la película Vértigo (De entre los muertos, 1958). Como tantos devotos de esta obra maestra –considerada ahora como la mejor de la historia por críticos de todo el mundo, según la última encuesta del Instituto de Cine británico–, yo también he buscado la lápida que encontró James Stewart en el jardín de la Misión San Francisco de Asís, para escuchar del jardinero dónde estaba el lugar exacto en que Hitchcock la puso. Los crímenes de los que estamos hablando se sitúan en nuestra mente en ese ambiente onírico que tan bien refleja Vértigo.
Acababa de llegar Gibson de pastor a la Iglesia Bautista Emmanuel a finales de 1894, cuando dos chicas de esta congregación californiana fueron asesinadas al año siguiente, Blanche Lamont y Minnie Williams, apareciendo muertas en la propia iglesia. Eran jóvenes como Mary Jane Kelly y sus cuerpos estaban mutilados como las víctimas del Destripador, pero a diferencia de ellas, no eran prostitutas. Fue condenado por los asesinatos, el joven superintendente de la escuela dominical en la iglesia que estudiaba medicina, Theo Durrant, siendo ejecutado en la horca a principios de 1898.
¿Fanático religioso?
Según el periódico San Francisco News, el pastor Gibson confesó al morir en la primavera de 1912 que fue él, no Durrant, quien mató a las dos chicas. Es cierto que él negó siempre ser el asesino, pero la policía encontró el bolso de Lamont en el abrigo de Durrant, cuando la policía registró su casa y el encargado de una casa de empeños dijo que intentó vender uno de sus anillos, unos días después de su desaparición. Culpó a la prensa del sensacionalista Hearst de su condena –la manipuladora figura que inspiró a Orson Welles Ciudadano Kane en 1941–. Decepcionado con su iglesia, se convirtió al catolicismo en la prisión de San Quintín, aunque no quiso confesarse antes de ser ejecutado, porque se consideraba inocente. La defensa culpó al pastor del crimen.
Es muy poco probable que Gibson fuera Jack El Destripador. Coincide con la descripción física y pudo estar en Londres en esa época, pero si su desaparición es por su viaje a América, sus víctimas son cada vez más jóvenes y lo que es más importante, ninguna de las dos chicas de la iglesia tenía nada que ver con la prostitución. Durrant sugería que esa era la razón de la desaparición de la primera de ellas, pero no eran más que rumores y suposiciones suyas. Está claro que los crímenes de Whitehead tienen ese elemento en común. No eran sólo un claro ejemplo de “violencia de género”, sino particularmente de odio a la mujer que vende su cuerpo. Los estudiosos del caso tienden a pensar en un fanático religioso, pero probablemente debería tener alguna relación con la prostitución, para haber adquirido ese odio.
Lo que me lleva a pensar en la obsesión que hay en la Iglesia con el pecado sexual. Cuando se habla de la inmoralidad en la que vivimos, los únicos ejemplos en que se piensa son todos ellos relacionados con la sexualidad o la reproducción. Sin embargo, es obvio que la Biblia habla más de pecados como la codicia o la avaricia, que del pecado sexual. Y sin embargo, apenas se habla de ello. Se ha consagrado el actual sistema económico, basado en el interés propio, como lo más aceptable para el cristianismo, frente al comunismo, que se considera fuente de todos los males. La única ética que interesa es la que tiene que ver con la sexualidad.
“El oficio más viejo del mundo”
No hay duda de que la moralidad victoriana veía el sexo como la mayor indecencia. Se convirtió en tal tabú, que no se podía hablar de él. Es interesante observar que esta es la época del gran despertar evangélico con predicadores como Spurgeon en Londres, que hace referencia en uno de sus sermones a los crímenes del Destripador. A pesar de toda la influencia de la fe y moralidad cristiana, la sociedad británica no pudo acabar con lo que se ha llamado “el oficio más viejo del mundo”. Lo que me lleva a pensar si no hay algo de ingenuidad en las expectativas de algunos evangélicos que creen que pueden conseguir la abolición de la prostitución por la lucha contra “la trata”. Creo que son dos cosas distintas.
Es cierto que ahora hay un sector extremo del feminismo más opuesto que nunca a la prostitución, al que se han unido algunos evangélicos, para persuadir a las autoridades del mal de “la trata”. El movimiento, sin embargo, se ha escindido por aquellos que han querido convertirlo en una lucha por la prohibición de la prostitución y la penalización de sus clientes. Conviene recordar que entonces como hoy, hay mucha prostitución que no es organizada y nada tiene que ver con “la trata”. Las leyes victorianas fueron tan inútiles como “la ley seca” en Estados Unidos. Crearon una actividad clandestina todavía más peligrosa de lo que había antes, como demuestran los crímenes del Destripador. Estas mujeres no estaban en manos de proxenetas. Lo hacían voluntariamente, víctimas de la pobreza y el alcoholismo.
La respuesta cristiana a la prostitución, creo que no es fomentar leyes para la prohibición, sino ayudar a las mujeres que están envueltas en esa actividad. Entonces como hoy, algunos tienen una confusión entre legislación y moralidad, por la que creen que los problemas se resuelven con más leyes. Ese es el error de la actual política identitaria, que quiere proteger a las minorías blindándolas con legislaciones que impiden incluso la libertad de expresión, por considerar sus ofensas, “delitos de odio”. Si algo nos enseña el Evangelio, es que la ley no puede cambiar el corazón humano (Romanos 8:3-9).
¿Qué podría cambiarnos?
Cuando vemos la realidad de nuestra naturaleza, como criaturas caídas (Génesis 3), nos damos cuenta de que el cambio que creemos que ha habido en nuestra vida parece más ilusorio que auténtico. Es como si confundiéramos lo que nos gustaría con lo que verdaderamente somos. Ciertamente cuando miramos nuestro corazón (Jeremías 17:9) nos aterroriza pensar de lo que somos capaces. Y damos gracias a Dios, que otros no puedan ver lo que pensamos, porque nos avergüenza lo que hay en nuestra mente. Nos preguntamos entonces, ¿qué podrá cambiarnos?
En el famoso sermón del predicador escocés Thomas Chalmers (1780-1847) –fundador de la Alianza Evangélica–, El poder de expulsión de un nuevo afecto, dice: “Raramente, ninguna de nuestras malas costumbres o defectos desaparece por un proceso de extinción que venga por un mero razonamiento o la fuerza de una determinación mental”. A pesar de lo que el mundo cree, la educación y la disciplina no han cambiado a nadie. “La única forma de desposeer (al corazón) de un antiguo afecto es el poder para expulsarlo de uno nuevo”, observa Chalmers.
La lección que nos da el mal ejemplo de un pastor como Gibson es que, por muy excepcional que sean tus dones pastorales, o tu capacidad para exponer la Biblia, lo único que nos puede cambiar es el Espíritu de Dios (Romanos 8:3-9). Sólo Él produce el milagro de que una persona viva bajo el señorío de Cristo. El ser humano no puede cambiarse a sí mismo por su voluntad o el afecto de otros. Sólo el amor de Cristo puede hacer derretir nuestros duros corazones. Como no podemos cambiar a la gente, ni ellos pueden cambiarse a sí mismos, tenemos que encomendarlos al Amante último de nuestras almas. Lo que es imposible para nosotros, es posible para Dios (Lucas 18:27). Esa es nuestra única esperanza.