La cuestión de Dios: Freud vs. C. S. Lewis


Después de recorrer muchos escenarios, vuelve a una pequeña sala de Madrid (Arapiles, 16) –hasta el 13 de marzo–, un insólito diálogo en el despacho de Freud en Londres, poco antes de su muerte. En la obra del neoyorquino Mark St. Germain, el padre del psicoánalisis –conocido por su ateísmo–, invita al profesor de Oxford, C. S. Lewis –convertido al cristianismo–, para hablar de cómo un hombre inteligente puede creer en Dios...

Su encuentro imaginario, el mismo día en que el Reino Unido entró en la segunda guerra mundial, el 3 de septiembre de 1939, vendría motivado por las referencias irónicas a Freud, en "El Regreso del Peregrino" –donde aparece un petulante personaje llamado Segismundo, el verdadero nombre de Freud, hasta que a los 22 años, lo cambió por Sigmund–. La humanidad de los personajes y la honestidad de su conversación, hacen de esta reunión, un momento memorable.

No he visto nunca exponer con tanta claridad las ideas apologéticas de Lewis, como en esta obra que ha traído la inglesa Tamzin Townshend de Buenos Aires –donde ha sido dirigida con gran éxito, por Daniel Veronese–. Su compasión por un Freud, enfermo de cáncer, va unida a una lucidez tal, que hace una de las presentaciones más brillantes de la fe cristiana, que he visto sobre un escenario.

DUELO FINAL
El Freud que encontramos aquí, no es el del tono provocador y arrogante de sus obras más conocidas. Es el que está a punto de morir en su exilio de Londres, el 23 de septiembre de 1939. Tenía 83 años –mientras que Lewis estaba en los cuarenta–. Había tenido que dejar Viena, acosado por los nazis, que quemaron sus libros y calificaron sus teorías como pornográficas, exigiendo dinero como rescate por su libertad. Nadie podía imaginar entonces, que un día, utilizaríamos sus términos (ego, represión, complejo, proyección, inhibición, neurosis, psicosis) como parte de nuestro lenguaje.



Lewis moriría veinticuatro años después, el mismo día del asesinato de John F. Kennedy, el 25 de noviembre de 1963. Cuando este critico literario, quizás el más popular defensor de la fe cristiana en el siglo XX, comenzó a enseñar en Oxford, no tenía todavía treinta años –mientras que Freud estaba en la mitad de los sesenta–. Durante la segunda guerra mundial, sus charlas radiadas hicieron que su voz fuera una de las más conocidas, después de Churchill. Poco después aparecería en la portada de la revista Time, ganando el corazón de los americanos.

El padre del psicoanálisis libró una batalla continua, contra esa visión espiritual del mundo, que llamaba “la Weltanschauung religiosa”. Su visión atea de la vida, jugó un papel fundamental en la secularización de nuestra cultura. Esa era también, la perspectiva de Lewis hasta su conversión al cristianismo. Puede que Freud leyera alguno de sus primeros libros, como “La alegoría del amor” –sobre la literatura medieval y renacentista–, pero en la obra, alguien le ha hablado de la sátira que aparece en “El regreso del peregrino”.

ENCUENTRO IMAGINARIO
¿Se vieron alguna vez Freud y Lewis?, se pregunta el psiquiatra Armand M. Nicholi, profesor de Harvard, que lleva haciendo un seminario desde 1967, comparando a los dos pensadores. Su respuesta es que la hipótesis le resultaba tan tentadora, que piensa si podría ser Lewis el joven profesor de Oxford que le visitó cuando vivía en Hampstead, al noroeste de Londres, poco después de emigrar a Inglaterra.

Lo que sí, sabemos, es que durante la segunda guerra mundial, una joven llamada Jill Fluett escapó de los bombardeos de Londres, trasladándose cerca de la casa donde vivía el autor de “Crónicas de Narnia”, con la señora Moore, la madre de su amigo muerto en el frente –a quien prometió cuidar de ella, provocando multitud de rumores sobre la posible relación entre los dos, a pesar de la diferencia de edad, cuando Lewis estaba soltero–. Años después, Jill se casó con un nieto de Freud, Clement, que fue miembro del Parlamento. Un día, llamó para ir a comer a casa de Lewis, y presentarle su familia, pero esa misma tarde murió…



De aquel seminario de Harvard, salió el libro que ahora, publica Rialp (La cuestión de Dios: C. S. Lewis vs. Freud), pero también un documental de la televisión publica estadounidense (PBN), que inspiró la presente obra en el llamado “Off-Broadway”. Su autor, Mark St. Germain, la estrenó en Nueva York en el 2010 y ha sido representada en muchos países latinoamericanos, a partir de su éxito en Buenos Aires. La versión española es de Ignacio García May.

St. Germain hacía guiones para el programa de televisión de Bill Cosby en los años ochenta, pero últimamente, ha hecho diálogos maravillosos, como el que imagina a Hemingway y Scott Fitzgerald en el desaparecido hotel de Hollywood, El Jardín de Ala (Scott And Hem In The Garden Of Allah, 2013). Antes hizo una obra sobre un personaje poco conocido, pero apasionante, la doctora Ruth Westheimer, hija de judíos ortodoxos muertos en Auschwitz, que se unió a la Haganah en Jerusalén –la organización paramilitar judía que luchaba contra los británicos, hasta la fundación del estado de Israel–, convirtiéndose después, en la más conocida experta en sexualidad dela televisión norteamericana en los años ochenta (Dr. Ruth All The Way, 2012).

OBRA DE IDEAS
El duelo intelectual que interpretan los actores Helio Pedregal (Freud) y Eleazar Ortiz (Lewis), nos presenta a dos hombres opuestos, tanto en sus ideas, como en el momento vital en que se encuentran. Lewis es optimista y vitalista, mientras que Freud está desencantado y gravemente enfermo. Las emisiones de radio nos recuerdan que el mundo entero tiembla, ante el comienzo de la segunda guerra mundial. Suenan las alarmas antiaéreas y reina un estado de caos.



Hay diferencias generacionales, pero también la continua dicotomía entre fe y razón. Nos enfrentamos al dolor y a la necesidad del ser humano por comprender. Lewis cree que “Dios existe, que un hombre no tiene que ser un imbécil para creer en Él” y que los creyentes no son las personas “débiles mentales”, de las que habla Freud, ya que su creencia no es una “patética neurosis obsesiva”. Sin embargo, a este temperamental hombre del Ulster, le gusta la provocación. Le encanta el debate.

El autor de “Cristianismo básico” reconoce que cuando era estudiante en la universidad, devoraban los libros de Freud, para descubrir nuevas perversiones. A lo que el profesor de Viena responde irónicamente, que espera que las encontraran. Lewis añade sarcásticamente, que lo que pasaba, es que luego, competían para encontrar peores. La complicidad que se va creando, anuncia que el diálogo nos va a llevar a lugares sorprendentes…

Se habla de Tolkien y los Inklings, fantasía y realidad. Lewis cuenta su conversión, camino del zoológico, para mostrarle que no es un iluminado. Tiene frases brillantes, sacadas de sus libros. Su fe presenta grandes desafíos: “Cuestiono a diario, mis creencias. Y tengo que decir que nunca he conocido a un no creyente que emplease tanto tiempo en desacreditar la existencia de Dios. Si yo fuera psicoanalista, me intrigarían estos empeños tan constantes”.

¿NEUROSIS RELIGIOSA?
Lo maravilloso de la obra de St. Germain es que presenta los argumentos de la fe, sin que resulten amenazadores. Hay una humanidad y compasión en el encuentro, que hace que uno sienta simpatía por ambos. El no creyente escuchará la apologética de Lewis y el cristiano descubrirá detalles triviales, pero divertidos, del extravagante carácter de este profesor. Freud observa así, su resistencia a aprender a conducir –algo, que como muchos saben, yo también comparto–, cuando “es una habilidad que hasta los osos de los circos, demuestran poseer”…

Muchos no conocen tampoco, la peculiar manera que tenía Freud de entender la religión de su pueblo. Lewis le comenta el libro en que el padre del psicoanálisis conjetura que Moisés pudo ser un egipcio, que los judíos matan, por su insistencia en que los hombres sean circuncidados. Es la última obra que Freud publicó en vida, “Moisés y la religión monoteísta” (1939). Atribuye la creencia en un Dios único, a la religión de Amenhotep IV (Akenatón), explicando la religión de su pueblo, como un intento de “enterrar la culpa” de “matar al padre”.

Como Lewis le muestra, los argumentos que niegan la existencia de Dios, son totalmente reversibles. Si el creyente creyera que hay un Dios, porque quisiera tener un “padre en el cielo” que cuida de él, lo mismo se podía decir del no creyente que no quiere tener un padre que le juzgue y controle. Su liberación del padre no sólo puede ser la razón de la religión, sino también del ateísmo. El problema del no creyente, no sería entonces, intelectual, sino moral. No es que no podamos creer en Dios, ¡es que no nos conviene!

¡MUY RECOMENDABLE!
“El deseo de que no haya Dios, puede ser tan poderoso como la fe en que sí, exista”, observa Lewis: “incluso me atrevería a decir que la elección de no creer, puede ser la mayor evidencia de su misma existencia, puesto que uno tiene que ser consciente de aquello que está negando”. A la clásica respuesta de Freud sobre la existencia de los unicornios, Lewis le responde que si acaso desea ardientemente su existencia. Ya que un deseo, supone la satisfacción de este deseo, aunque no sea en esta vida.

Si el autor de “Sorprendido por la alegría” se considera “el converso más reacio de toda Inglaterra”, es porque “nada odiaba tanto como que me dijeran lo que tenía que hacer”. Es de ahí, de donde viene “la maravillosa atracción del ateísmo: satisface mi deseo que me dejaran en paz”. El Dios de la Biblia es un entrometido.

Lewis le explica a Freud por qué confía en los evangelios y cómo no es lógico decir que Cristo es simplemente otro maestro religioso, como Mahoma o Buda. Reconoce el problema del dolor, ante cuyos argumentos, choca la brutalidad del sufrimiento de Freud. Sus palabras resultan vacías, ante la crueldad de sus padecimientos. Frente a esa realidad última de Dios, no queda más que el silencio.

Las últimas palabras de Lewis, me conmueven profundamente. Después de disculparse, si le ha decepcionado, le dice, citando uno de sus escritos: “mi idea de Dios se transforma constantemente. El mismo la hace añicos, una y otra vez. Incluso así, siento que el mundo está lleno de su presencia. Está en todas partes, de incógnito. Y su misterio es muy difícil de descifrar…” Ya que como decía Barth, “cuando hablamos de Dios, no olvidemos que los que hablamos, somos nosotros”.

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