José de Segovia El gran inquisidor de Dostoievski
El hombre desesperado puede encontrar, frente a la muerte, la vida que está en Jesucristo. Esa fue la propia experiencia del escritor ruso, cuando estaba condenado a muerte junto a otros compañeros revolucionarios.
| José de Segovia José de Segovia
¿Qué ocurriría si Jesús volviera a la tierra y aterriza en Sevilla en pleno siglo XVI, justo después de un auto de fe? Eso se pregunta el escritor ruso Fiódor Dostoievski, que hace ahora 200 años de su nacimiento, en su relato El Gran Inquisidor, que está dentro de la novela Los Hermanos Karamázov.
La historia parte del momento en que Jesús, tras hacer unos milagros, es encarcelado por la Inquisición. La noche antes de su ejecución, recibe la visita de la máxima autoridad del Santo Oficio. Su entrevista con el Prisionero nos desvela, no sólo la esencia del catolicismo-romano, sino el carácter liberador del verdadero cristianismo.
“Este cuento bastaría para situar esta novela entre las creaciones mayores del siglo XIX”, dice el prestigioso dramaturgo Juan Mayorga: “Una y otra vez, filósofos y teólogos se han sentido interpelados por los argumentos del Inquisidor”.
El relato es mucho más que una denuncia de la Iglesia de Roma –a la que muestra especial inquina –, sino que contiene una de las más solemnes reflexiones sobre uno de los pasajes evangélicos que más presentes tuvo el escritor a lo largo de toda su obra: la triple tentación de Jesús en el desierto. En este texto, el autor toma partido por Cristo, frente a un cristianismo que tiene ya muy poco que ver con él.
¿Segunda venida?
“Desde luego, ése no era su descenso a la tierra, tal como aparecerá, según promesa suya al fin de los tiempos, en toda su gloria celestial, repentinamente”, dice Dostoievski. “No, quiso solo visitar a sus hijos por un momento, precisamente, donde crepitaban las hogueras de los heréticos”. Es “por su misericordia infinita”, que “desciende una vez más entre los hombres en la misma forma humana en que vivió entre la gente quince siglos antes”. Lo hace “donde la víspera, en presencia del rey, de cortesanos, de caballeros, de cardenales, de hermosísimas damas de la corte, ante la numerosa población de toda Sevilla, el cardenal Gran Inquisidor había hecho quemar poco menos de un centenar de herejes ad majorem gloriam Dei”.
Todos le reconocen. “La muchedumbre, arrastrada por una fuerza invencible, se dirige hacia Él, le rodea, se apelotona en torno a Él, le sigue”. Iván lo presenta a su hermano Aliocha, caminando “en silencio entre el pueblo, con una dulce sonrisa de infinita compasión”, ya que “arde en su corazón el sol del Amor” y “de sus ojos fluyen los rayos de la Luz”.
El Jesús de Dostoievski escucha los gritos de un viejo ciego, entre la muchedumbre, ¡que le salen de los ojos como unas escamas!, pudiendo ver. Y se detiene ante el atrio de la catedral de Sevilla, donde “entre llantos, introducen en el templo un pequeño ataúd blanco, abierto”, donde yace una niña de siete años, cubierta de flores, hija única de una madre que se arroja a sus pies. Repite entonces las palabras del Evangelio, y la niña se levanta sonriente en el féretro, mirando sorprendida a su alrededor.
El gran cardenal
Una figura observa la escena, cuando cruza la plaza en ese momento. Es el Gran Inquisidor. “Un anciano de casi noventa años, alto y erguido, de cara enjuta y ojos hundidos”. Para nuestra sorpresa, el cardenal no es un mero representante del “ejército de Roma”, con su “afán de poder para alcanzar únicamente sucios bienes terrenales”, como aclara Iván al final del relato. Es “un mártir torturado por un noble sufrimiento y lleno de amor por la humanidad”.
Lo doloroso del cuadro de Dostoievski –para el catolicismo-romano – es que no estamos ante una caricatura de cardenal, como el típico personaje pomposo, lleno de lujo y boato, sino ante una especie de Cisneros que “no lleva más que un viejo y tosco hábito monacal”. Es la Iglesia de Roma, digamos, en su mejor expresión. El cuadro sin embargo no puede ser más desolador.
Al hacer que detengan a Jesús, lo llevan arrestado al viejo caserón del Santo Oficio, donde le encierran en un estrecho calabozo. Al llegar la noche, se abre de pronto la puerta y aparece el Gran Inquisidor. Entra solo con un candil en la mano y contempla su rostro un largo rato, hasta decir: “¿Eres tú?”. Sin recibir respuesta, añade: “No contestes, calla, ¿qué podrías decir? Sé demasiado lo que dirías. No tienes derecho a añadir nada a lo que antes ya dijiste. ¿Por qué has venido a estorbarnos?” Le anuncia: “Mañana te condenaré y te haré quemar en la hoguera como al más vil de los herejes” y “el mismo pueblo que hoy te ha besado los pies, mañana mismo, a una señal mía, se lanzará a avivar las brasas de tu hoguera”.
Catolicismo romano
“El rasgo esencial del catolicismo romano” es, para Dostoievski, que “ahora todo se encuentra en manos del Papa”. Ya que tal y como dice el cardenal a Jesús: “Al marcharte, pusiste tu obra en nuestras manos”. Eso es “lo que prometiste, lo confirmaste con tu palabra”, puesto que “nos concediste el derecho de atar y desatar”. Por lo que “ahora, desde luego, no puedes ni pensar en quitarnos este derecho. ¿Por qué has venido a estorbarnos?”, dice el inquisidor.
Aquí está la esencia del catolicismo romano. Como muy bien observa la introducción a la edición clásica del gran especialista en literatura rusa, Augusto Vidal, la denuncia de Dostoievski no se refiere a una época concreta de la Iglesia católica. Lo que dice el escritor ruso es igualmente válido para el “programa liberal de la teología de la liberación”. Ya que como dice el personaje de Miúsov al padre Paísi en su visita al monasterio: “El socialista cristiano es más peligroso que el socialista ateo”. Porque, ¿qué es lo que tiene en común un católico conservador del Opus Dei con un cura guerrillero de la teología de la liberación? Para Dostoievski no hay lugar a dudas que es su idea de la Iglesia. Eso es lo que les une: “El rasgo esencial del catolicismo romano”.
Para el católico, la Iglesia es una “extensión de la Encarnación”. Cristo está tan unido a su Iglesia en la tierra, que su doctrina se convierte en su enseñanza, su tradición en una expresión de su mente y su acción en su actividad continua en el mundo. El católico ve la Iglesia como “sacramento viviente” para el mundo, sea por la magia de la Eucaristía o por la fuerza de la lucha revolucionaria. Pero, ¿qué es lo que se enseña el Nuevo Testamento?
Cristo y su iglesia
La Biblia describe al cristiano, no como el que forma parte de una iglesia o recibe un sacramento, sino como aquel que está unido a Cristo. Esa unión con Cristo nos libera, de hecho, de los sistemas religiosos del mundo (Colosenses 2:20). La fe cristiana en ese sentido no es una religión. Puesto que no es un sistema humano, unido a santuarios terrenales, regulaciones y ritos. No tiene siquiera su centro de autoridad en este mundo, sino que su centro está en Cristo, “sentado a la diestra de Dios” (Col. 3:1). Ya que Jesús no solamente murió y resucitó, sino que ascendió a los cielos. El cristiano por lo tanto es alguien que mira hacia arriba (v. 2), donde está Cristo.
La fe cristiana no es un ejercicio de espiritualidad interior, misticismo o entusiasmo visionario, sino la confianza en la aceptación de Dios por la obra de Cristo, que se sienta ahora victorioso a la diestra del Padre, tal y como anuncia el Salmo 110. La unión perfecta entre Cristo y su pueblo está ahora “escondida” a nuestros ojos (Col. 3:2). Lo que vemos en la tierra es una Iglesia que lucha en su fragilidad y humanidad, que lleva las marcas de su debilidad y humillación, como las siete iglesias de Apocalipsis. Al ver el Cuerpo de Cristo en la tierra, el mundo no puede ver la gloria de Dios, sino la vergüenza de la Cruz.
Un día, cuando Cristo vuelva, “nuestra vida se manifestará”, al ser “manifestados con Él en gloria” (Col. 3:3). Esto será una realidad, tanto individual como corporativa. El Cuerpo estará entonces en armonía con la Cabeza. Mientras tanto no podemos confundir a Cristo con nosotros –como hace Roma–, como si sus acciones fueran nuestros actos y nuestras palabras sus palabras. El Espíritu nos da la gracia y los dones de Cristo, pero no ha bajado a Cristo de los Cielos. No poseemos su Espíritu, como bien dice la tradición ortodoxa. Todo lo contrario, al pretender cosificar su gracia e intentar poseerla –como hace Roma–, buscamos a Cristo en un lugar equivocado.
Verdadera libertad
“La gente se alegra de verse conducida como un rebaño”, dice el inquisidor. “La gente se alegra de que les hayamos quitado encima ese don, la libertad, que tantos tormentos ha acarreado. ¿Sabes por qué hemos hecho eso? Por amor a la humanidad. La hemos visto tan flaca y desvalida, que hemos decidido aligerar su carga. Sin Ti –le explica el cardenal a Jesús–. Aquí está, no solo el conflicto entre el anhelo de libertad y el deseo de seguridad, sino por qué Jesús resulta finalmente un estorbo para la religión.
En el ejemplar del Evangelio según Juan que tenía Dostoievski se pueden leer todavía sus anotaciones personales manuscritas. Le regalaron este libro cuando era un joven revolucionario y le acompañó toda su vida, hasta su destierro en Siberia. En él están subrayadas las frases de Jesús que proclaman su divinidad. Ya que el escritor ruso conoce profundamente “el infierno” del hombre abandonado a sí mismo. Juzgó sin piedad las ideologías totalitarias de su época y rechazó toda utopía que prometiera la felicidad, la libertad y la igualdad en este mundo, como un “monstruoso engaño”.
No obstante, no todo es oscuridad, para Dostoievski. El hombre desesperado puede encontrar, frente a la muerte, la vida que está en Jesucristo. Esa fue su propia experiencia, cuando estaba condenado a muerte junto a otros compañeros revolucionarios. El escritor se volvió a uno de ellos, un ateo jacobino llamado Spesnev, y le dijo: “Hoy estaré con Cristo”. El pasaje más subrayado es de hecho el de la resurrección de Lázaro. En él Jesús dice: “Yo soy la resurrección y la vida; quién cree en mí, aunque esté muerto vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí no morirá eternamente. ¿Crees esto?” (11:25). En esa vida encontró Dostoievski la verdadera libertad, que nada ni nadie le pudo quitar. La cuestión es si la tenemos nosotros.