Las heridas que el tiempo no puede curar
No es cierto que el tiempo cure todas las cosas. La memoria es selectiva. Recordamos las cosas que queremos. Y las que no, las reprimimos, hasta que en el momento más inesperado salen a la luz. “Cinco minutos bastan para soñar toda una vida –decía Benedetti–, así de relativo es el tiempo”. La nueva serie documental de Netflix, “The Keepers”, muestra como unas mujeres pueden guardar los secretos de los abusos cometidos por un cura en Estados Unidos, que llevaron al asesinato en 1970 de una monja que sabía demasiado, Catherine Cesnik.
Las historias de abusos en la iglesia católica son algo ya tan conocido, que ha acabado creando cierta insensibilidad. Da igual cuántos libros y películas se han hecho sobre el tema –desde “La mala educación” (2004) de Almodóvar a la excelente “Spotlight”, premiada con los Óscars al mejor film y al mejor guión original de 2015–, la respuesta religiosa es siempre la misma. Manzanas podridas hay en todas partes, se nos dice, aunque estemos hablando de un millar de niños por nada menos que 249 curas, sólo en la archidiócesis de Boston.
Las estadísticas protestantes tampoco son para estar muy orgullosos, mientras que los creyentes se llenan la boca de los valores de la educación religiosa. A estas alturas, ¿a quién queremos engañar? Como dice el crítico del católico Irish Times, series como “The Keepers de Netflix destierra cualquier fe en la iglesia como institución, que pudiera quedar”. Muchas de estas mujeres se muestran sinceramente como creyentes. Acuden a la oración y a la meditación cristiana, pero se ven ya incapaces de traspasar la puerta de una iglesia.
LA CONSPIRACIÓN DEL SILENCIO
La serie de siete episodios de Netflix trata de un “verdadero crimen”, un asesinato sin resolver, cometido hace medio siglo en Baltimore, la primera diócesis católica de Estados Unidos. En un sitio como Maryland, los años 60, todos iban a la iglesia y la educación era fundamentalmente religiosa. Las monjas enseñaban en un instituto como el del Arzobispo Keough y los curas tenían una autoridad incontestable. El sexo era una cuestión tabú, sobre el que nadie hablaba. Como se ve en el documental, todo eran eufemismos y el silencio gobernaba todas las cosas, hasta que en 2002 la iglesia católica reconoció que 57 curas de la archidiócesis de Baltimore, eran culpables de abusos.
La pregunta que una y otra vez se repite a lo largo de la serie, es cómo pudieron mantenerse calladas, estas mujeres, tanto tiempo. Ya que no es hasta los años 90 que surgen las acusaciones contra el capellán del centro, Joseph Maskell, que era también capellán de la policía del condado de Baltimore y del estado de Maryland, además de la Guardia Nacional. Hermano de un policía, crea toda una red de abusos en base a secretos de confesión, que incluye un ginecólogo, curas y policías. Experto en psicología, utiliza un lenguaje religioso para manipular a sus víctimas. Murió de un infarto cerebral a los 62 años en 2001, dejando un largo reguero de víctimas desde su ordenación en 1965. Cuando surge el escándalo, era todavía párroco en Baltimore, donde la monja desapareció en 1969, siendo encontrado su cadáver dos meses después, ya en 1970.
Obviamente, no he estado en un colegio de monjas, pero Cathy Cesnik es el prototipo de maestra que uno siempre ha oído a hablar a las chicas que han estado en estos centros. Joven y atractiva, llena de simpatía y sensibilidad. Enseñaba literatura con una pasión y entusiasmo, que uno recuerda en pocos profesores a lo largo la vida. Su muerte inesperada debió ser algo brutal e inexplicable para aquellas adolescentes. No es extraño que el trauma dure hasta el día de hoy. Cesnik es la destrucción de la bondad y la belleza en un contexto sórdido de abuso, donde la religión está asociada a todo lo quieres dejar atrás, al salir de allí.
El primer sospechoso fue un jesuita amigo de la monja asesinada, Gerard Koob, que es ahora un pastor metodista de 77 años que vive en Nueva Jersey con su esposa. La policía le interrogó entonces, porque tuvo una relación romántica con ella durante un tiempo. La propuso casarse, dos años antes de su ordenación, pero ella le rechazó. Se hizo cura y siguieron siendo amigos, manteniendo una correspondencia amorosa. Tres días antes de la desaparición, él la llamó desde un retiro católico para decirla que todavía la amaba y estaba dispuesto a romper sus votos. Quedó libre de toda sospecha cuando demostró que había estado con otro cura en el cine esa noche, viendo la película “Easy Rider”. Tenía el recibo de la cena y entradas de la sala, pero además pasó dos veces la prueba del detector de mentiras.
VÍCTIMAS DE ABUSOS
Cuando aparecen en los años 90 las acusaciones sobre los abusos en la Escuela Secundaria Arzobispo Keough, había en la sociedad estadounidense un debate sobre el síndrome de falsos recuerdos que lleva a muchas denuncias infundadas en los años 80 –lo que en la subcultura evangélica toma la forma de la memoria de rituales satánicos que nunca existieron, sobre los que Amenábar hizo su película “Regresión” en 2015–. El testimonio anónimo de Jane Doe –como los norteamericanos llaman a las mujeres de nombre desconocido– provocó una avalancha de denuncias de chicas que estaban entonces en este instituto femenino, fundado en 1965, que luego se juntó con otro en 1988. Entre ellas, las dos mujeres que nos introducen la historia, Gemma Hoskins y Abbie Schaub, que investigan hoy la muerte de la monja.
Descubrimos la identidad de Jane Doe en el segundo capítulo, a la que seguirá Jane Roe –otro pseudónimo legal, conocido por la ley del aborto en Estados Unidos, bajo el que actúa la actual abogada Teresa Lancaster, –. Doe era Jean Hargadon Wehner, una atractiva rubia que es violada repetidamente, a la vez que mantiene una excepcional espiritualidad. La historia de su tragedia, su conmovedora fe y precioso matrimonio, te deja sin palabras. El título “The Keepers”, por cierto, viene de una conversación de ella con una de sus amigas, que no aparece en el documental. Dijo que eran “guardianes de los secretos”. Al director Ryan White le gustó también el nombre por su doble sentido de “los guardianes de la puerta”, como aquellas personas que están en la posición de autoridad y poder para decidir lo que se debe saber o no.
Lo que Jean vive es la reaparición de una memoria suprimida a partir del recuerdo de su confesión con un cura al que le cuenta los abusos que sufrió de niña, cuando visitaban a uno de sus tíos. Este sacerdote, Neil Magnus, enseñaba religión en Keough, cuando la pregunta por su nombre, mientras se masturba. Era más joven que Maskell, pero muere tempranamente en 1988, siendo cómplice de sus abusos. Aunque hay testimonios de violaciones por Magnus, la lista oficial de la iglesia católica en 2002, incluye 57 curas de Baltimore, entre ellos Maskell, pero no Magnus… ¡difícilmente, una manzana podrida! Como dice el personaje de “Spotlight”, estamos ante un mal estructural, que como una plaga, en vez de resolverse, lo que hace es extenderse al cambiar a los curas de destino.
Es terrible la manera en que se cubren los abusos. Uno siente la impotencia de las víctimas, que son puestas bajo sospecha, ante una iglesia que defiende al abusador, en vez de al abusado. Todo parece ser objeto de una enorme conspiración de silencio que abarca la religión, la justicia y el orden público. La serie de hecho acaba con la discusión de una ley que aumente el plazo de las posibles denuncias por abusos, pero que no puede llegar a ser votada, porque atenta contra “los derechos de la libertad religión y la separación iglesia/estado”. Como en el caso de “Spotlight”, es a raíz de los medios de comunicación que se decide exhumar el cadáver de Maskell, para hacerle la prueba del ADN, dos días antes del estreno de la serie de Netflix, difundida previamente a la prensa.
FALSOS RECUERDOS
El recuerdo reprimido –lo que la psicología llama amnesia disociativa– se empieza a estudiar extensamente en los años 70 y 80. Fue muy criticada en el contexto legal, porque a veces crea falsas memorias que se confunden con la realidad. La corroboración del recuerdo es un problema de las víctimas, que no siempre son el testimonio más fiable de un hecho. Desde el Titanic hasta el Holocausto, todo el mundo sabe la cantidad de versiones que hay de unos sucesos tan indudables como estos.
Según los supervivientes, todos iban en el último barco del Titanic. La Historia del Holocausto está llena de impostores que creían sus propias mentiras. Pensaban que de verdad habían estado en un campo de exterminio nazi, aunque no fuera así. Y ¿qué diremos de los testimonios evangélicos? Hay libros todavía en el mercado cristiano sobre una supuesta “reina de las brujas” en Inglaterra, o un rockero que decía ser un gran satanista, que hace tiempo se demostraron que están llenos de distorsiones y evidentes engaños, si no es la propia persona la que lo reconoce, como el niño que confesó recientemente que se había inventado que había muerto y vuelto a la vida.
El mundo cristiano se caracteriza por una credulidad alarmante. Las redes sociales están llenas de falsas historias y abundan siempre en los aspectos más dolorosos, como los engaños sobre la Iglesia perseguida. La aparición de Internet ha hecho que estas historias ya no están siquiera en el papel de libros o entrevistas. No se transmiten de boca a boca, como las “leyendas urbanas” de los 80, sino que están al alcance de cualquiera, como si fueran noticias. Se repiten en las redes por “conspiranoicos”, aduciendo las “pruebas” más estrafalarias. No estamos hablando aquí de personas que buscan publicidad, sino del trauma verdadero que supone un a abuso real.
LOS LABERINTOS DE LA MEMORIA
Esta es una serie que no sólo lucha contra las limitaciones y la presión de la memoria, sino también frente a ese enemigo implacable que es el tiempo. No sólo varios se han llevado los secretos a la tumba, sino que uno tiene que sentarse pacientemente ante individuos que tienen dificultad para recordar, mienten, o prefieren no pensar en lo que pasó hace cuarenta años. Hay valor, pero también cobardía. Sorprende el empecinamiento con el que estas señoras mayores –mezcla de “Miss Marple” y “Se ha escrito un crimen” con “Los misterios del padre Dowling”– mandan tarjetas a las antiguas alumnas (¡después de rezar por ellas!), pero también la ambigüedad de la verdad misma.
Aunque no he estado en colegios femeninos de monjas, sino mixtos y protestantes –los dos que hay en Madrid– conozco el tema de los abusos en otro ámbito, tanto de niños como adolescentes, a esa edad que te preguntas cuánto hay de mutuo consentimiento. Es una experiencia difícil de entender, para quien no ha vivido algo semejante. La serie me ha apasionado por lo tanto, al adentrarse en los tortuosos laberintos de la memoria. Aquellos que me conocen saben que el pasado es muy importante para mí. En cierta forma vivo en él. Creo como dice Faulkner en su “Réquiem por una monja” que “¡el pasado no está muerto!”, ya que “de hecho, no es ni siquiera pasado”.
El abusador es generalmente alguien que también ha sido abusado. En un sentido todos somos víctimas y agentes de maldad. La Iglesia entiende más la culpa que la vergüenza, pero el Evangelio no es sólo librarnos de la carga de la culpa, sino del poder de la vergüenza. Ambos cargó Cristo en la cruz. El ha cargado nuestra miseria sobre sus hombros. Y por su resurrección vence a la tiranía del mal.
Dios no es como Maskell. Te llama la atención, como se extraña una de las víctimas, que le sigan llamando “padre”. Dios no es ese Padre cruel e indiferente a nuestro dolor, sino Aquel que se compadece de nosotros. En Él hay gracia y misericordia (Hebreos 4:14-16). Toma nuestra vergüenza en la cruz y se identifica con nuestro sufrimiento. Un día ya no habrá más dolor, ira y desesperación, Hará todas las cosas nuevas por el poder de su resurrección, quitando cada lágrima.