José de Segovia El hogar perdido de Christopher Robin
Hace ya cien años que nació el hijo del escritor A. A. Milne. Su emocionante historia nos habla de la inevitable distancia entre padres e hijos.
| José de Segovia José de Segovia
Decía C. S. Lewis que “un libro que solo vale la pena leer de niño, no merece la pena leerse siquiera entonces”. Si crees que las historias de Winny de Puh no son más que cuentos infantiles es que no has visto más que los dibujos de Disney –donde se le conoce con el nombre inglés de Winnie Pooh–. Hace ya cien años que nació el verdadero Christopher Robin, hijo del escritor A. A. Milne. Su emocionante historia nos habla de la inevitable distancia entre padres e hijos, el dolor insuperable que nos acompaña toda la vida y la nostalgia del hogar perdido, que no encontramos en este mundo.
Uno de los primeros recuerdos que tengo de niño de mi madre, que perdí tempranamente, es cómo me leía el libro de Winnie Pu por las noches, antes de dormir. Era una edición de Bruguera publicada en Barcelona en 1968, que ahora tengo hecha hojas, aunque la volví a comprar de segunda mano. La portada era de la película de Disney –que tiene los derechos desde los años 60–, pero era el texto de Milne y las ilustraciones originales de Shepard de los libros de los años 20.
Yo también tenía un oso Teddy, como Christopher Robin –Edward se llamaba ese tipo de peluche en su versión británica, ya que el Teddy original era estadounidense–. Me lo regaló una señora en Escocia, cuando estaba en una casa de niños huérfanos de misioneros asesinados en África, que está ahora también hecha ruinas en Arbroath. Vino conmigo luego a Madrid. Dormía con él y lo tengo todavía en casa. El de Christopher Robin lo intenté ver en Nueva York, ya que está en la biblioteca de la ciudad, detrás de una vitrina con los otros peluches que inspiraron las historias desde que los donó la editora americana, pero estaban en restauración.
Infancia solitaria
Aunque el hijo del autor de estas historias se llamaba igual que el personaje de los cuentos, Christopher Robin, sus padres le conocían por el nombre de Billy Moon. Su madre hubiera preferido que fuera una niña. Puede que por miedo que tuviera que ir al ejército, como su padre, que quedó traumatizado por la Primera Guerra Mundial. Habían pensado el nombre femenino de Rosemary, pero al ver que era un niño, le empezaron a llamar Billy –aunque no fue bautizado como William, el nombre oficial de los que llaman popularmente Billy–. Como de niño no sabía pronunciar bien el apellido de Milne, se quedó con el nombre de Moon, que es como sonaba en sus labios infantiles.
Los padres eran capaces de disociar el personaje de la persona de Christopher Robin, pero no el gran público, que arruinó su infancia con la fama de sus historias. Usado como promoción de los libros, el niño fue explotado hasta la saciedad. La única que lo protegía era su niñera Olive, que el llamaba Nou. Su madre estaba traumatizada por el parto y el padre por la guerra. Aunque era hijo único, los dos se desentienden del niño de una forma difícil de comprender en una época como la nuestra, que idolatra a los hijos hasta extremos inimaginables. En esas clases sociales no era extraño marcharse seis semanas a Italia, como hacen sus padres, dejando el hijo a la niñera, justo después de nacer.
La familia vivía en Londres al principio, pero el síndrome “shell-shock” –como se le llamaba al trauma bélico tras la Primera Guerra Mundial– hacía que el padre no soportara los ruidos de la ciudad y se marcharan al campo. La granja Cotchford, cerca del bosque de Ashdown, al este de Sussex, es todavía lugar de peregrinación para los aficionados a las historias de Winnie Pu. Allí se cría con su niñera Christopher Robin, mientras la madre disfruta en Londres de los locos años 20 y su padre se recluye para intentar escribir. Es una infancia solitaria, pero acompañado del peluche que llama Winnie por el oso negro que vio en el zoo de Londres, procedente de Winnipeg, Canadá. Con él vivirá mil aventuras en el “bosque de los cien acres”.
Sobre padres e hijos
El carácter atormentado del padre, herido en la batalla de Somme, hizo que hubiera una distancia aún mayor de lo habitual ya entre padres e hijos. Su único vinculo emocional eran las historias de Winnie. Milne las crea recorriendo el bosque cercano con su hijo, una temporada que está sólo con él, al morir la madre de la niñera y su esposa estar en Londres. Aunque Daphne –como llamaban familiarmente a la madre, cuyo nombre original era Dorothy de Sélincourt– también daba voces a los peluches en su intento de conectar con su hijo.
El resentimiento de Christopher Robin contra sus padres le lleva al punto de querer hacer lo que más temían: se alista con 18 años en la Segunda Guerra Mundial. Antes pasa por la tortura del acoso escolar de un internado. Y en combate se cumple la mayor pesadilla de los padres: Christopher Robin desaparece en el frente. Sorprendentemente regresa, pero se casa con una prima, a pesar de la oposición de la madre. Visita a su padre cuando está enfermo, pero no volvió a ver a su madre, ni siquiera en su lecho de muerte. Él mismo tuvo una hija, pero nació ya con una enfermedad cerebral. Montó una librería, pero nunca aceptó los derechos de autor que le ofreció su padre por las historias de Winnie.
He escuchado una entrevista con él de la BBC en los años 70. Como su padre, tiene dificultad para expresar sus emociones, pero después de su muerte parece haberse reconciliado con su memoria, aunque no reconoce más madre que a su niñera. Es difícil ponerse en el lugar de tus padres. En el fondo son unos extraños para nosotros. No conocemos su vida más que a partir de tener conciencia de ellos, pero realmente son unos desconocidos para nosotros.
Regreso al hogar
Milne soñaba con un mundo sin guerras. Quería escribir un tratado pacifista desde que volvió de la Primera Guerra Mundial, pero no lo logró hasta el año 1934. Su esposa se muestra sarcástica ante su idealismo. Escribir contra las guerras le parece tan irreal como hacer “un libro contra los miércoles”. Eso no va a hacer que desaparezcan. Supongo que esa es la razón por la que no le gustaba el Antiguo Testamento. Milne dice que era “responsable del mayor ateísmo, agnosticismo e incredulidad”. Creía que “había vaciado más iglesias que el cine, las motocicletas y los campos de golf”.
La incomprensión de su padre sobre el Dios del Antiguo Testamento, imagino también que está detrás de la descripción que hizo un periódico de su hijo, después de su muerte, al considerarle “un dedicado ateo”. Si la fe es para muchos nuestro deseo de tener un Padre en los cielos que cuida de nosotros, su ausencia es, sin lugar dudas, la explicación psicológica del ateísmo de aquellos que han crecido desprovistos de una figura paterna que despierte algún afecto y atención por sus vidas. Historias como estas, nos hacen temer por nuestros hijos, ya que muchos padres estamos lejos de ser el padre que debiéramos ser.
El paso de la confusión a la amargura de Christopher Robin abre una puerta a la esperanza en la comprensión de la madurez, pero esta no llega a entender el dolor que explicaría el comportamiento de su madre, más allá de su aparente malicia. Para eso necesitamos un Padre mayor que el que tenemos en la tierra, Aquel que nos conoce mejor de lo que nos conocemos a nosotros mismos. Es Él quien nos formó en las entrañas del vientre de nuestra madre (Salmo 139:13), El que conoce nuestros gemidos indecibles y guarda nuestras lágrimas (Sal. 56:8).
El Dios del Antiguo Testamento no es esa figura terrible de la que habla Milne. Es Aquel a quien Jesús llama Padre y nos muestra que no es diferente a Él. Quien le ha visto a Él, ha visto al Padre, dice (Juan 14:9). En su seno encontramos el Hogar eterno que no hallaremos en esta vida, el consuelo y la alegría de la infancia perdida que no podemos recuperar, por grande que sea la nostalgia. “Hay más en la vida que globos y miel”, dice Robin a Pu, pero él le contesta: “¿Estás seguro?”. La fiesta está en la casa del Padre. En su jardín está el árbol de la miel y globos que se elevan hasta el infinito. Allí hasta Igore saltará de júbilo. Cuando nos preguntamos dónde está nuestro hogar, recordemos que en Cristo está el Camino a Casa (Juan 14:6).