La incertidumbre de la vida
Aquellos que hemos perdido a una madre tempranamente, tenemos siempre ese sentido de orfandad que vemos en la protagonista de la última película de Nanni Moretti, “Mia madre”. No obstante, fue cuando partió mi padre que sentí la desorientación del personaje que interpreta tan emotivamente, Margherita Buy. Esta es una historia de la que no puedo hablar impersonalmente. Me llega muy hondo. Como al director italiano, la muerte ha dado tal perspectiva a mi vida, que ya no puede ser como era. Nos muestra como dice la Biblia, que tenemos un problema (Romanos 6:23).
La madre de Moretti estaba enferma cuando rodaba la película “Habemus Papam” (2011). Se murió en la fase de montaje. Ella era profesora de latín y griego, como la anciana que hace en la ficción, Giulia Lazzarini. Lleva hasta su ropa en el hospital. Y el coche que conduce, es el suyo, así como los libros que llenan las paredes de su casa. Es cierto que no se llama Agata, como ella, pero la visitan sus alumnos, aun después de haber dejado de dar clase. Es por esas conversaciones que Moretti se dio cuenta que no conocía del todo, a su madre.
En un sentido supongo que nuestros padres siempre siguen siendo unos extraños para nosotros. El cineasta dice que tenía “una relación muy estrecha” con ella, pero como suele ocurrir, “no era el tipo de hijo que le dice todo a sus padres”. Hay cosas de las que nunca hablarías con ellos. Y ellos jamás te dirán. Por mucho que hayan cambiado las familias, un padre no es un “colega”, aunque lo aparente. Los hijos lo saben. Y no confunden la familiaridad con la intimidad.
UN CINE MUY PERSONAL
Aunque nació en Bolzano en 1953 –ya que su familia estaba pasando allí el verano–, su infancia transcurrió en Roma. Pertenece a la tradición comunista italiana, que entra en crisis a partir del 68. De ello habla su primer cortometraje en 1973, “La derrota”, siempre con ese humor que toma distancia de sí mismo, sin caer en la parodia. Yo le descubrí por dos asombrosas películas que hizo en los años ochenta, “La misa ha terminado” y “Palombella rossa”. En una es un cura que llega a una parroquia, para intentar cambiar las cosas, pero acaba en una profunda crisis, por la que no ve al final, el sentido de nada. Y la otra refleja su experiencia como jugador de waterpolo –estaba en un equipo de la primera división italiana en los setenta–, haciendo una sorprendente parábola sobre la desintegración de la izquierda.
Su fama llegó con “Caro diario” en 1993, un film en estado de gracia que confunde al autor con su personaje en tres episodios de marcado carácter autobiográfico. Su paseo por Roma en Vespa con la música de Keith Jarrett, acabando en el lugar donde mataron a Pasolini, es uno de los momentos mágicos del cine contemporáneo. Y su visita a los “Médicos” en el último capítulo, para acabar tomando un vaso de agua al día, es uno de los cuadros más divertidos de hipocondría que haya visto jamás. Así como la historia de los padres que viven pendientes de su hijo, mientras recorren las islas, no puede ser más representativa de una época en que el niño es “el rey de la casa”.
CRÓNICA DE UN DESENCANTO
La protagonista de esta película está haciendo una obra tan comprometida socialmente, que parece estar hecha a finales de los sesenta o principios de los setenta. Es un film típicamente europeo. Podría ser una historia de los hermanos belgas Dardenne o el trotskista británico Ken Loach. Trata del enfrentamiento de unos obreros con el empresario de una fábrica, que quiere reducir el personal. Lo interpreta además un extranjero, como es el italo-americano John Turturro, al estilo de Jane Fonda en la película maoísta de Godard, “Tout va bien” (1972). Su papel tragicómico recuerda una vez más, el cine de Woody Allen. El humor convive con el drama, sin llegar a lo grotesco, ni al sentimentalismo. Todo está contenido.
En una escena crucial de la obra, Margherita está respondiendo a las tópicas preguntas de los periodistas sobre su conciencia política, cuando escuchamos su monólogo interno: “No ceso de repetir la mismas cosas, pero en el fondo me siento confusa, no comprendo nada”. Es la sorprendente conclusión de Moretti, después de haber dirigido grandes movilizaciones sociales en Roma, para echar a Berlusconi, comparables al 15-M español. A sus 63 años, se ha desencantado de todo. Dice: “Tengo poquísimas certezas. Y a medida que me hago mayor, menos. No es algo de lo que presuma, simplemente constato una realidad.”
Es el desconcierto que provoca el desorden del mundo. Su lenguaje decepcionará a los idealistas que siguen intentando cambiar el mundo, pero llega a lo más hondo de aquellos que nos vemos dominados por la incertidumbre. Es la sensación de inadecuación que el director italiano describe con la palabra “mancante”. Es como que “algo nos falta”. Dice: “estamos desconcertados y desconectados, no nos sentimos en paz con nosotros mismos”. La mujer protagonista se enfrenta al difícil equilibrio entre el trabajo y la familia, que conlleva una cierta desconexión con su hija adolescente, como el final de una relación de pareja que ha emprendido tras su divorcio. Lo que la hace sentir que pierde el control de su vida.
Todo ello explica la desorientación que produce la pérdida de su madre. Es algo que te hace experimentar una enajenación por la que te sientes extraño a todo, ajeno al mundo. Revisas tu vida y te das cuenta que no hay refugios posibles, ante la conciencia de tu fragilidad. No hay nadie que nos defienda. La angustia que produce esa mortalidad, es diferente a la perdida de un hijo –como contó en “La habitación del hijo” (2001) –. Esa es algo “innatural”, que “resulta inaceptable”, pero en las historias que hace sobre ambos casos, “los protagonistas no son creyentes”. Y para Moretti, “esto de no creer en una vida después de la muerte convierte ambos lutos en algo mucho más difícil”.
TODO ES VANIDAD
Es la experiencia del Predicador de Eclesiastés que ante la realidad temporal de nuestra existencia, descubre que “todo es vanidad” (1:2). Ese es el sentido de la palabra en hebreo, no un concepto filosófico al estilo existencialista, sino una constatación de nuestra transitoriedad, lo efímero de la vida. El Cohélet se da cuenta que los esfuerzos que hagas para cambiar el mundo, son inútiles. “Lo torcido no se puede enderezar y lo que falta no se puede contar” (Ec. 1:5). El diagnóstico que hace la Biblia de la condición humana, no es pesimista, ni optimista, simplemente realista, como decía Grau.
Cuando me preguntan cuál es mi libro favorito de la Biblia, no sé muy bien qué contestar, como siempre que me piden que elija algo o alguien. Soy inseguro. Me cuesta escoger cualquier cosa. Aunque si me apuras mucho, acabaría diciendo como Packer, que Eclesiastés. La noticia de la retirada de la escritura, las conferencias, los viajes y hasta la lectura de este gran maestro de origen británico, pero afincado en Canadá, a los 89 años –a causa de la degeneración macular que sufre en el ojo derecho–, ha ido acompañada de un artículo sobre cómo encontró el gozo de la vida en Eclesiastés.
Siempre me ha llamado la atención, este libro de la Biblia. Aunque creo que no lo comprendí hasta escuchar a Grau, exponerlo cada mañana durante dos semanas, en un campamento de estudiantes evangélicos en los Pirineos. Luego, publicó los estudios en un volumen que nos dedicó a aquellos universitarios de principios de los años ochenta. Creo que aprendí más en aquellos días, escuchándole comentar las Escrituras o hablar de lo humano y lo divino, paseando por el monte, que en toda mi vida. Como Packer, yo puedo decir que a mí también, Eclesiastés me libró del cinismo.
¡GOZA DE LA VIDA!
Como escribió en otro de sus libros, Grau, la conclusión de Eclesiastés es en primer lugar: “¡goza de la vida!” Creo que fue ese vitalismo del pensador catalán, el que desafió para mí, el carácter pietista de un mundo evangélico que cada vez me resulta más asfixiante. No es esa la fe en que he sido educado y no veo la vida de esa manera. Entiendo y apruebo que a muchos cristianos les interesen sólo las cuestiones espirituales, pero yo no soy así. Eclesiastés me enseñó a ver la vida de otra manera, “debajo del sol”.
Dice Tim Keller que la fe que tiene sus raíces en el pensamiento judeo-cristiano, es la más materialista del mundo. Lo que quiere decir es que a diferencia del pensamiento griego y las religiones orientales, lo que busca no es escapar del cuerpo y la realidad física, sino la vida que viene del hecho de la resurrección de Cristo en la carne. Igual que Cristo resucitó, nosotros seremos también resucitados (1 Corintios 15:52). Es más, esperamos con Pedro, que el día que Él vuelva, no sólo renovará todas las cosas, sino que la justicia reinará en esa tierra nueva (2 P. 3:13).
No sólo esta tierra será la morada de Dios, al ser transformada, haciendo en ella, su domicilio permanente (Apocalipsis 21:3), sino que será llena de su gloria, como las aguas cubren el mar (Habacuc 2:14). No es la evasión del mundo, la solución a nuestros problemas, sino Dios mismo. Es a Él, a quien debemos recordar (Eclesiastés 12:1). Podemos alegrarnos, pero tenemos que saber que un día tendremos que dar cuentas de nuestra vida (Ec. 11:9). Será la hora de la verdad (12:14).
Como dice Chesterton: “El hombre debía dudar de sí mismo, no de la verdad de las cosas; pero ha sucedido exactamente lo contrario. Actualmente, la parte de sí mismo que el hombre proclama con orgullo es exactamente lo que no debiera proclamar: su propio yo. Y la parte que pone en duda es exactamente la parte de la cual no debería dudar: la razón divina.” Es allí, donde ha de estar nuestra certidumbre, no en nosotros mismos, sino en Él.