Homenaje póstumo a Manuel de Unciti “cura, misionero y periodista” Monseñor Del Río: “Manuel sintió como una primavera la llegada del Papa Francisco”
(José M. Vidal y Antonio Aradillas).- "El Señor es mi luz y mi salvación". Este lema, la lado de una gran foto de Manuel de Unciti, presidió la misa-funeral que celebró, ayer, en la parroquia madrileña de Nuestra Señora de la Esperanza, el arzobispo castrense, Juan Del Río. Arropado por una decena de sacerdotes y un buen centenar de familiares, amigos y discípulos del cura-priodista vasco.
"Manolo ha sido como nuestro padre y nuestra madre", reconocía, emocionado, Juan Cantavella, profesor de medios de comunicación del CEU-San Pablo. Y allí estaban muchos de sus "hijos". A lo largo de los años, pasaron por la residencia Azorín para comunicadores, que dirigía Unciti, unos 300 alumnos. Hoy, profesionales curtidos, repartidos por medio mundo.
Allí estaban, con sus mujeres e hijos. Una larga lista: Faustino Catalina, Pepe Lorenzo, Eloy García, Álvarez Gundín, Pedro Ontoso, Homero Valencia, Jesús Serrano, Juan Caño, Miguel Ángel Velasco, Alfonso Blas...Acompañados por otros muchos amigos sacerdotes, como José María Gil Tamayo, flamante secretario general de la CEE, Juan Mari Laboa, Pedro Miguel Lamet, el paulino Maroño o Antonio Aradillas, entre otros.
Entre todos se celebró una misa sencilla y emocionante en la iglesia cuadrangular de los agustinos, presidida por un gran Cristo. En la homilía, monseñor Del Río, alabo "al amigo, al cristiano, al magnífico y fiel sacerdote que se nos fue". Uno de los puntales de esa generación de curas-periodistas, entre los que el prelado citó a Martín Descalzo y al Padre Gago.
"Sacerdotes -dijo el arzobispo castrense- que vieron el atrio de los gentiles en los púlpitos de los medios de comunicación". Entre ellos, Unciti, el cura "que os inculcó los valores en la residencia Azorín".
Como buscador de la verdad, Manuel Unicti solía decir que "la verdad duele". Y monseñor Del Río recordó "los momentos de incomprensión que vivió y que, como siemrpe, comienzan dentro de casa, pero aún así siempre permaneció fiel". Quizás, por eso, añadió el prelado, "sintió como una primavera la llegada del Papa Francisco".
También glosó el arzobispo su vocación misionera, con 35 años en las Obras Misionales. "Sabía que su fe era misionera. Su visión de la Iglesia no era una glesia de campanario, sino la de una madre con los pechos abiertos para amamantar a todos sus hijos".
Su cáliz de madera
Oro momento emotivo fue el de las ofrendas. Sus alumnos-amigos llevaron hasta el altar varios símbolos de su vida. La estola y su último caliz de madera; la concha del peregrino, porque "siempre fue camino para los demás"; fotos de la residencia Azorin, "la casa de todos"; ejemplares de las revistas 'Iluminare' y 'Pueblos del tercer mundo' que él creó; algunos de sus libros, como 'Teología en vaqueros' o 'La gran aventura', y la homilía que pronunció en sus bodas de oro sacerdotales.
Al final de la eucaristía, la emoción subió un tono más, con la despedida de Juan Cantavella. Comenzó reocordando que Manolo había sido para mucho de los presentes padre-madre "exigente en los estudios como un padre y preocupado por la comida y por la chicas con la que salíamoss como una madre".
Dijo también de él que siempre fue un hombre "seguro, independiente, indómito, que nos formó como personas, como periodistas y como cristianos". Un sacerdote "de los pies a la cabeza, seguro de su vocación, de la que nunca le vimos dudar".
Recordó también Cantavella que Unciti "fue crítico con la Iglesia, sin callarse lo que consideraba que debía comunicar". Sufrió la sincomprensiones de la institución, pero pudo assitir a la llegada de la primavera de Francisco, aunque, al referirse a ella, solía decir en voz baja: "Ya están tardando las reformas". La emoción recorría la iglesia y, desde su foto, Manolo miraba a los presentes con su sonrisa de buena persona, de extraordinario maestro de periodistas, de cura comprometido, de profeta incomprendido. ¡Descanse en paz!
Así vivió la ceremonia Antonio Aradillas
Las palabras bíblicas "el Señor es mi luz y mi salvación, ¿quién me hará temblar?" salmodiaron el comentario- homilía de la celebración de la Eucaristía en memoria-sufragio de Manolo Unciti, en la parroquia de Santa María de la Esperanza -Ciudad de los Periodistas-, de Madrid, el día 31 de enero. La celebración estuvo presidida por don Juan del Río, arzobispo castrense, con la participación de una veintena de sacerdotes diocesanos y de Órdenes y Congregaciones Religiosas, dedicados al mundo de la comunicación como periodistas, con asistencia de más de doscientas personas de la profesión, sobre todo en su calidad de conviventes de la "Residencia Azorín", fundada y sostenida por Manolo, preferentemente para la capacitación de profesionales de la información religiosa.
Manolo Unciti, aseveró el arzobispo oficiante de tan familiar y piadosa ceremonia litúrgica, fue símbolo del reducido grupo de sacerdotes periodistas que en los tiempos tan inclementes de la Iglesia española, matrimoniada con la política y otros intereses, mantuvieron evangelizadoramente la esperanza, entonces inescrutable, de que, pese a todo, algún día habría de verdear la primavera pascual, de la que por fin, ya hoy hay claros indicios de hacerse presente de la mano del Papa Francisco.
La certeza de consagrarse al servicio de la proclamación de la verdad, desde los respectivos medios de comunicación social, con la limpia y brillante convicción de que "el Señor es la luz y la salvación verdaderas", y no los pingües y facilones carrerismos en esta vida y, por lo visto y prometido, también en la otra, no hicieron temblar a esos periodistas, algunos de ellos explícitamente descalificados por la jerarquía eclesiástica. A Manolo le salvó además su calificación de misionero al frente de las "Obras Misionales Pontificias", junto con la condición de padre-madre que ejerció en la "Residencia Azorín, por la que pasaron más de doscientos alumnos
El diagnóstico, histórico y pastoral, correcto y sangrante, fue plenamente compartido por los concelebrantes, no pocos de los cuales fuimos anatematizados con descalificaciones públicas y privadas y, en algunos casos, hasta con el aditamento canónico de la suspensión "a divinis" y, en la práctica, también "a humanis".
Desde el presbiterio, y escuchando las amistosas y valerosas palabras arzobispales, dispuse de tiempo y ocasión para descubrir que el oficiante no necesitaba papeles. Que sus palabras eran suyas de verdad. Que no hablaba al dictado de lo que otros le hubieran sugerido o escrito, descubriendo felizmente que el tono con el que las pronunciaba -un tanto tartésico por su origen onubense y jerezano-, era exactamente el mismo con el que suele expresarse en su convivencia normal.
Un tanto, o un mucho, me molestó, por ya obsoletos imperativos litúrgicos, que tuviera que seguir aceptando las molestias ingrávidas que ha de ocasionar el uso de la mitra y del solideo en la concelebración eucarística, sobre todo entre amigos. Me volvió a molestar, y a encocorar, la comprobación de que en el presbiterio todavía no cupiera la más remota posibilidad de integrarse algunas mujeres entre los concelebrantes.
La "luz", la "salvación" y la absoluta carencia de "temores y temblores" siempre y todos anti religiosos, de los que en plenitud participa y disfruta ya nuestro amigo Manolo contribuirán a que la primavera no vuelva a tornarse invierno o estío en la Iglesia de Cristo.
ENVÍO:
Desde aquí, un recuerdo cariñoso y respetuoso para mi paisano pacense Gil Tamayo, secretario y portavoz de la Conferencia Episcopal, a quien, al lamentar que raras veces visitaba yo nuestra tierra, le referí, que precisamente en aquellos tiempos, carentes de primavera eclesial, los Muy Ilustres Señores Canónigos de la Santa Iglesia Catedral de Badajoz, me dirigieron una carta colectiva en la que tuvieron a bien declararme "hereje".