Antonio Aradillas Robo de bebés: la responsabilidad de la Iglesia
(Antonio Aradillas).- La "cosa", por decirlo de alguna manera monstruosamente comercial, no ha hecho nada más que comenzar. O, mejor, re-comenzar. Como todo -casi todo- se sabe hoy en la vida, y además con documentos, testigos y testimonios fehacientes, se rumoreaba en ciertas esferas y ámbitos familiares y sociales, que durante largas y tenebrosas épocas más o menos recientes, y aún actuales, la compraventa de niños en España resultaba ser notoriamente frecuente.
Pero nadie se decidió a dar los pasos precisos para su conocimiento público, por tener que transitar estos por la documentada denuncia. Y es que a los españoles nos distinguen y definen las quejas, pero no precisamente las denuncias. Es cuestión de formación, es decir, de deformación, dado que la educación, si lo es de verdad, y en cualquier parte y forma de la convivencia, superará cuantos riesgos e incomodidades personales supondría la denuncia, siempre y cuando el pueblo-pueblo sea el beneficiario de la desaparición de sus causas y efectos.
Y en afer -asunto o negocio- de tan transcendental importancia como el relacionado con los niños, y más con la compraventa de los mismos, son muchas las personas que se formulaban, y todavía formulan "a quienes corresponda", preguntas de singular relieve social, familiar, político, ético y convivencial, que reclaman insobornables respuestas, por exigencias elementales de su condición de personas y, a mayor abundamiento, como hijo/ a de Dios
¿Es posible que, con o sin sigilo sacramental, con responsabilidades jerárquicas, no estuviera al corriente de cuantas compraventas- negocios, se efectuaran en la Iglesia y en sus aledaños? ¿Acaso ningún penitente /a llegó siquiera a dudar acerca de la licitud de algunas de las "operaciones" comerciales, que tramitaban amigos, familiares o vecinos relacionadas con la aparición "por obra y gracia del Espíritu Santo", de un niño o niña, en los hogares en los que jamás se percibió antes señal o signo alguno de presencias infantiles más o menos inminentes? ¿Es posible que "religiosamente" no se comentaran los extraordinarios "prodigios" que patrocinaban santos o santas, con la fecundidad- infecundidad de padres o madres, y aún de las peregrinaciones- visitas especializadas, misas, limosnas o promesas, encomiendas y encargos "sobrenaturales"?
Siendo tan frecuentes estos insólitos "milagros" en hogares "cristianos" ¿es explicable que de los mismos no tuvieran fieles y detalladas referencias, sacerdotes, capellanes y obispos, tan interesados en favorecer el bien de la comunidad y, por tanto, de los medios y su legitimidad, para ser estos aplicados, sin problemas de conciencia y dándole gracias a Dios, por la mediación de sus santos /as, y aún de quienes participaron directamente en actividades tan sucias y "terrenales", como las del precio estipulado en la denominada "donación"?
A estas alturas, nadie puede creerse que en la Iglesia, con preeminente inclusión de su jerarquía, se ignoraran los procedimientos seguidos para que en unas familias "cristianas" floreciera el don de la fecundidad, mientras que en otras tan solo echaran flores las lágrimas, las desesperanzas, las soledades y, acaso, las letanías y los rezos.
Obispos, sacerdotes, religiosos/as y laicos, estuvieron inequívocamente informados de los trapicheos y compadreos, que se cocinaban en instituciones y organismos, con conocimiento y asentimiento de sus "Venerables Padres Superiores", sin tener que verse obligados a recurrir a santos y a santas, que jamás podían contar con medios tan efectivos como para echar a volar desde los campanarios parroquiales bandadas de cigüeñas portadoras de niños, como otros tantos "regalos", o premios, para familias estériles, pero siempre "pudientes".
Y lo más grave era, y es, que la solución del "robo de niños" se efectuaba con la seguridad de que así se le aportaba un bien a la Iglesia, además de cumplir con la obra de misericordia por antonomasia, que significaba arrancarle del seno de las madres "pecadoras", fruto tan preciado que, educado en la fe, llegaría a ser y actuar, en su día, como hijo de Dios. Esta creencia y convencimiento superaba en piedad y en religión a cualquier derecho humano.
Es hora ya de que, con humildad, humanidad, justicia y evangelio, obispos, curas e Iglesia en general, entonen y lamenten el penitencial canto del "¡mea culpa¡" -"¡por mi grandísima culpa"¡- de letanías infinitas y reparadoras.
La Iglesia y su jerarquía, a título institucional y personal, estuvo informada, y hasta intervino, en estas operaciones comerciales, con promesas de salvación en esta vida y en la otra.