Lo que importa - 49 Cristianos, ¡uníos…
…para prender fuego también al hombre hodierno!
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Pero, si lo miramos desde la altura o desde la diáspora de los tiempos modernos, cuando cada cual parece pensar y andar a su bola, convirtiendo en piedra filosofal o de sabiduría sus propias ensoñaciones y apetencias, se nos muestra como un personajillo, incluso de ficción para algunos, que ciertamente ocupa un lugar en la historia, pero que ya está completamente finiquitado. ¿Razón? Porque sus seguidores parecemos habernos quedado embobados, sumidos en una esperanza de contenidos imaginarios, contemplando su vigorosa figura, figura sin embargo reducida a la condición de un taumaturgo prestidigitador, que ya nada aporta al bagaje científico y técnico, tan suspicaz y crítico, de nuestro tiempo.
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Todo ello sucede porque hay un profundo astigmatismo en la visión cristiana de la vida y, además, el hombre de nuestro tiempo se ha instalado cómodamente en su aguda miopía. Defectos ambos de visión muy perniciosos, porque el primero deforma la realidad y el segundo no logra percibirla. Astigmatismo porque, seducidos por lo sublime, los cristianos llevamos dos mil años extasiados ante la figura “transfigurada” de Jesús sin prestar la atención debida a su mensaje, a su auténtica obra de salvación. En otras palabras: adoramos a Jesús, pero no lo seguimos. Hora es de salir de los templos, de guardar bajo siete llaves en un relicario todo lo sagrado, para echarse a andar por los caminos polvorientos de la vida actual a fin de anunciar, como es debido, la “buena nueva” del amor fraterno incondicional y de las bienaventuranzas evangélicas como preciosa y sumamente apetecible forma de vida.
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“La mies es mucha”, porque las necesidades tanto del más humilde pesebrero, que se entrega en cuerpo y alma a quien abastece su pesebre sin ver más allá de sus propias narices, hasta las del más acerado agnóstico o ateo, que se anega en su propia nihilidad, claman por la razón de ser de una vida humana cuyo sentido de trascendencia se les escapa por completo. El poder, el aplauso y el dinero son la trinidad de nuestro tiempo, dioses todos ellos más de barro que los del olimpo pagano. En este contexto, la “trascendencia”, además de incomprensible, le parece al hombre de hoy no solo lejana, sino también ajena. ¿Cómo admitir que sigue habiendo vida en los despojos que son inhumados o introducidos en un horno crematorio? La evidencia canta que la muerte se lo lleva todo por delante y que esta vida no es más que un baile que da juego solo mientras dura. Pero, el “que me quiten lo bailao” solo puede consolar a los tontos.
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Hay una razón profunda en el hecho mismo de “ser” para entender, o al menos vislumbrar, que lo que es puede sufrir muchas transformaciones, pero jamás ser aniquilado. El cristianismo sitúa la creación de todo ser en el mismo Dios, razón por lo que todo lo creado lleva aparejada a su entidad la eternidad. Aunque hayamos nacido hace 10 o 100 años, por el simple hecho de existir todos hemos sido revestidos de eternidad. Hay trascendencia (del tiempo) en nuestras vidas: igual que en el ser de Dios existimos antes de nacer, también existiremos en él tras la muerte, existencias consubstanciales a nuestra condición de criaturas divinas.
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En nuestro tiempo es preciso, para despejar sus nieblas y eliminar sus náuseas, dirigir una mirada, limpia de intereses espurios, a Jesús de Nazaret. Pero no para hincarnos de rodillas ante él, que es lo que llevamos haciendo dos mil años, sino para seguir sus pasos de total entrega al reino de Dios, a cuyos postulados de amor fraterno debemos atenernos en todo cuanto somos y hacemos. Necesitamos no perder de vista nunca la norma áurea del cristianismo: “vende cuanto tienes, dalo a los pobres y ven y sígueme”. No es extasiándose ante Jesús como se vive el cristianismo (no vale lo de “Señor, Señor” de Mt 7:21), sino siguiendo las claramente perceptibles huellas de Jesús (Lc 9: 57-62).
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Cuanto precede viene a cuento de que estamos en la Semana de oración por la unidad de los cristianos. Digamos, ante todo, que el cristianismo es de suyo indivisible en cuanto forma de vida a tenor de los mandatos evangélicos formulados por Jesús de Nazaret. O se siguen, o no se siguen. Quien los sigue, aunque no esté bautizado ni sea miembro de una parroquia o de una diócesis, ni se sienta por tanto sometido a su jurisdicción, es realmente cristiano. Más aún: todo ser humano lo es por el hecho irrefutable de ser hijo de Dios, aunque su conducta deje mucho que desear, como se narra con diáfana claridad en la parábola del “hijo pródigo”. La ruptura o desunión entre unos y otros no puede fraguarse en el ser, por muy impactante y escandalosa que resulte en el obrar, cuando se rompe el espejo de la trascendencia y, cual cerdo en pocilga húmeda, el hombre retoza en una piscina llena de las inmundicias que excreta la trinidad del hombre moderno que entre todos hemos engendrado.
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Deberíamos ser conscientes de que la unidad, por la que rezamos de forma especial esta semana, no es una unidad dogmática (toda definición empobrece inexorablemente la condición humana, tan extraordinariamente rica y variada de suyo), ni tampoco jurídica (toda sociedad férreamente estructurada es forzosamente sectaria), sino evangélica, la unidad de una forma de vida a imitación de la vida de Jesús. Jesús no nos salva por su muerte y resurrección como justiprecio por el pecado de un solo hombre (todo eso no es más que fábula teológica), sino por su vida entera, por esculpir en su piel, en sus huesos, en su carne y en su sangre una forma de vida de total y absoluta entrega a sus semejantes. Jesús salva a cada uno de sí mismo al convertirlo en comunidad, es decir, al transforma el “yo”, egoísta y encumbrado, en un generoso y humilde “nosotros”; transubstancia el grano de trigo y de uva, que somos cada cual, en pan de vida y en bebida de salvación, es decir, en eucaristía, convirtiéndonos a todos en miembros de un mismo cuerpo cuya cabeza es él mismo.
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Los cristianos asombraremos e iluminaremos nuestro mundo cuando seamos capaces de caminar de la mano, latir al unísono y emplear todo nuestro caudal de fuerza en remplazar el odio que nos domina por el amor que necesitamos; en convertir la impresionante maquinaria que maneja la guerra en herramientas de paz; en dar cobijo y saciar el hambre de cuantos deambulan por la vida como almas en pena sin tener siquiera donde caerse muertos o algo que llevarse a la boca. A la hora de pedir a Dios que nos dé unidad, dejémonos de pamplinas, de conferencias magistrales y de plegarias teatrales para poner manos a la obra en la viña del Señor, la riquísima y reconfortante obra de implantar en nuestras vidas las bienaventuranzas evangélicas. Seguro que solo así daremos al moribundo cristianismo de nuestro tiempo el aliento vital que necesita no solo para mantenerse en pie, sino también para vigorizarlo e inyectarle la fuerza arrolladora que es de suyo, fuerza sanadora y fuente de esperanza también para el descreído hombre de este siglo.