"Dios está siempre en el enfermo contra la enfermedad, en la víctima, contra lo victimario, en la esperanza contra la angustia" Pedir por el Papa
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"Sin oración no es posible la fe, como no es posible que sin agua dé fruto una finca, según dijera la santa de Ávila. El problema no está en orar. El problema está en cómo orar"
"No tiene sentido “pedirle” que rompa esas leyes, anulando la autonomía y haciendo milagros para suplir lo que nosotros no podemos o no queremos hacer. Tampoco tiene sentido informarlo o convencerlo"
"¿Tiene sentido pedir y, si no lo tiene, vale la pena orar? Estas dos preguntas son muy distintas. A la primera es preciso reconocer que no parece tener sentido. En cambio, sí lo puede tener y lo tiene la segunda"
"¿Tiene sentido pedir y, si no lo tiene, vale la pena orar? Estas dos preguntas son muy distintas. A la primera es preciso reconocer que no parece tener sentido. En cambio, sí lo puede tener y lo tiene la segunda"
| Andrés Torres Queiruga, teólogo
Confieso que me siento muy incómodo cada vez que leo en los periódicos o escucho en la televisión una llamada a pedir por el Papa. O por la unidad de las iglesias, por el cese del hambre en África, por el fin de las masacres en Palestina, por la paz en Ucrania... Obviamente, lo que me extraña no es que se pidan oraciones. Los problemas nos preocupan a todos, como personas que no queremos renunciar a nuestra humanidad. Por supuesto, también a los que, hombres o mujeres, nos sentimos y queremos vivir como personas cristianas. Y ciertamente no podemos dejar de pensar en Dios a la vista de todo eso. En Él y en su presencia creemos como centro de nuestra vida y criterio último de nuestra conducta.
Orar es, pues, normal. Pensar en Dios y entrar de manera consciente en esa relación, tan difícil y misteriosa como normal y espontánea, que es la oración. Sin ella no es posible la fe, como no es posible que sin agua dé fruto una finca, según dijera la santa de Ávila. El problema no está en orar. El problema está en cómo orar.
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Los titulares de la prensa y las llamadas de los pastores parecen dejarlo claro: orar sería, o sería casi siempre, pedir. Y la pregunta nace por sí misma: ¿pedir que o para que? ¿Para que Dios cure el Papa o acabe con la guerra? ¿Es preciso informarle de lo que está pasando o convencerlo para que actúe y ponga remedio? Pero el Maestro de Nazaret, en la única ocasión en que habló de manera expresamente crítica acerca de este tema en los evangelios, fue claro y explícito: “Y al orar, no os perdáis en palabras como hacen los paganos, creyendo que Dios los va a escuchar por hablar mucho. No seáis como ellos, pues ya sabe vuestro Padre lo que necesitáis antes de que vosotros se lo pidáis” (Mt 6,7-8).
Así, las cosas ya no son tan claras. Los que vivimos en una cultura que ha pasado por la Ilustración, hemos descubierto que todo cuanto pasa en el mundo obedece a leyes propias, sean las propias de la naturaleza o las decisiones de la libertad humana. Es pues dentro del mundo y atendiendo a sus leyes, como se puede modificar algo, para mejorarlo o modificarlo. Por eso estudiamos las causas de las enfermedades o de los terremotos, y buscamos remedios más o menos eficaces. Y por eso la cultura actual es muy celosa de la autonomía humana. No queremos que nadie fuerce o suplante nuestra libertad.
Los cristianos viven, vivimos, como todos en ese mundo y tuvimos la suerte de escuchar al Vaticano II, proclamando. “Si por autonomía de la realidad terrena se quiere decir que las cosas creadas y la misma sociedad disfrutan de leyes y valores propios, que el ser humano debe descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima la exigencia de esta autonomía” (Gaudium et spes, n. 36).
La oración se realiza en este mundo, dentro de nuestro tiempo y se dirige al Dios anunciado por Jesús. Por lo primero, no tiene sentido “pedirle” que rompa esas leyes, anulando la autonomía y haciendo milagros para suplir lo que nosotros no podemos o no queremos hacer. Por lo segundo, tampoco tiene sentido informarlo o convencerlo. Y aquí está el punto y salta de nuevo la verdadera pregunta: ¿entonces, tiene sentido la oración de petición? No, claramente no, si eso significa continuar con la rutina de rogarle a Dios que cure al Papa, sin tener en cuenta las críticas más elementales que hoy vienen a la cabeza de cualquiera. ¿Que pasaría si lo cura? Entonces, ¿por qué a él y no a los millares y millones de enfermos, que también son hijos suyos? Y ¿si no le cura, ¿donde están su amor y su poder infinito? Repito de nuevo: ¿Tiene sentido pedir y, si no lo tiene, vale la pena orar?
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Estas dos preguntas son muy distintas. A la primera es preciso reconocer que no parece tener sentido. En cambio, sí lo puede tener y lo tiene la segunda. Desde la fe en el Dios anunciado por Jesús, pienso que no solo es así, sino que abre una puerta de luz que anima a la confianza, llama al compromiso y asegura la esperanza. Pueden sonar a meras palabras, si no se llenan con la idea del Dios que, creando por amor, piensa únicamente en el bien de su creatura.
Como ya en el siglo II había dicho san Ireneo, su gloria consiste en apoyarnos y ayudarnos en nuestra realización lo más auténtica, plena y feliz posible. Algo que, como bien habían subrayado Schelling y Kierkegaard e incluso llamó la atención aprobadora de Sartre, sólo resulta posible ante Alguien que, actuando desde su plenitud, puede respetar la libertad y la autonomía de aquellos a quienes les está dando todo su ser.
Por eso Dios crea creadores y, expresado desde la fe, trae a la vida hijos y hijas, a los que desde siempre y sin excepción acompaña, apoya y ayuda en el camino de la realización más plena posible en la historia y en la esperanza de la realización definitiva, pese al mal inevitable por las leyes de la finitude natural y de las resistencias de la libertad humana.
Es en este marco donde se inscribe la oración auténtica, con su sentido verdadero. Ante la enfermedad del Papa o de la nuestra o cualquier ser humano, no se trata de reprimir la expresión del deseo o ahogar la compasión. Pero no para expresarlas alimentando la actitud desmovilizadora de una petición que, dejándole encargada a Dios la solución, permite quedar tranquilos y marcharse a casa. Sino de asumirlas activamente, sabiéndonos acompañados en nuestra preocupación y fortalecidos en nuestro deseo para sintonizar con su llamada incansable en el fondo más auténtico de todo corazón humano. Llama a colaborar en su trabajo de llevar adelante su lucha contra el mal inevitable en un mundo finito, donde Él está siempre en el enfermo contra la enfermedad, en la víctima, contra lo victimario, en la esperanza contra la angustia.
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Soy muy consciente de que, tras siglos de decir el contrario, todo esto puede sonar a discurso pío o a especulación teológica. Pero invitaría a traspasar tópicos y volver a las palabras originarias que hablaban en el nombre de Dios. A las voces de los profetas, en favor de los huérfanos y de las viudas, de los esclavos y de los extranjeros. A la Buena Noticia de Jesús, anunciando que, incluso cuando no se cree con la cabeza, Dios cree en el hombre que visita al enfermo, viste al desnudo, da pan al hambriento. No solo apoya y anima, sino que se identifica con el enfermo, con el pobre o con la víctima: “a mí me lo hicisteis”.
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