Lo que importa – 47 Dolorosa denuncia doméstica
Lo óptimo y lo pésimo
Somos lo que somos en una grandísima parte no por nosotros mismos, sino por lo que nos prestan o regalan los demás. Todas nuestras potencialidades no solo son un don suyo, sino también están alimentadas por ellos. ¿Qué otra cosa es, si no, la cultura, esqueleto y cincel de la vida de cada cual? De ahí que todo hombre que se encarame a un pedestal y pretenda aplastar bajo sus pies a sus semejantes no es más que un vulgar y despreciable necio. Hablo de una verdad de fuerza gravitatoria casi infinita, capaz de afrontar cualquier empresa y alcanzar las más osadas metas. Cierto que cada uno no valemos un pimiento por nosotros mismos, pero unidos a otros lo mismo podemos restaurar Notre Dame, construir la Sagrada Familia y levantar pirámides que viajar a Marte. Es de sobra conocida la lección del atribulado padre inglés, desesperado por las riñas constantes de sus siete hijos, cuando dio a cada uno de ellos un palito para que lo partieran, cosa que todos hicieron con suma facilidad, pero fracasaron estrepitosamente cuando intentaron hacerlo con los siete palitos atados en un haz.
La trágica trayectoria de la humanidad, desde sus remotos inicios hasta hoy mismo, no se debe a ningún maldito demiurgo que nos mire con mal ojo ni a ningún muñeco de cartón piedra tentador, sino a nuestro maldito afán de individualidad depredadora, cuando, siendo realmente nada, nos creemos eternos y todopoderosos. El único mal que padecemos, que merece tal nombre, está solo en nuestra mente como ambición desmedida de posesión y dominio. Ni siquiera la cruda constatación de la muerte nos persuade de nuestra propia futilidad e insignificancia. ¡Qué enorme frustración es para las mentes claras y los corazones generosos contemplar la chapuza de quienes se lanzan a pozos por cuyas paredes no pueden gatear! ¿Cómo es posible que, estando tan dotados, nos volvamos tan desalmados y crueles que solo vayamos dejando despojos tras nosotros? Es posible porque el poder y el dinero nos ciegan por completo.
Pues bien, si de estas consideraciones generales, válidas para todos los hombres, cualesquiera que sean su situación y sus creencias, saltamos a las comunidades religiosas a las que se refiere esta reflexión, las clavijas chirrían con mucho mayor estruendo, pues el desaguisado resulta más irracional e incomprensible, e incluso escandaloso. ¿Cabe en cabeza humana que, en una comunidad religiosa, dos frailes o dos monjas ni siquiera se saluden y hasta puede que se desprecien y se odien? La cosa me parece tan grave o más que hacer un voto de castidad para cebarse después en la pederastia. Tras dejarlo todo para seguir las huellas de Jesús y vivir a fondo la comunidad fraternal universal que propugna su mensaje, ¿cómo puede un religioso menospreciar a un miembro de su misma comunidad y no compartir con él absolutamente sus haberes y su tiempo?
A nivel general, es posible que, al igual que ocurre muchas veces con la Iglesia católica, la congregación religiosa se comporte como una madrastra insatisfecha, que mueve a capricho sus peones, encajen o no en la jugada de conjunto. Tal sucede cuando se piensa que la institución pesa mucho más que sus miembros, reducidos a la condición de vulgares esclavos por mor de una obediencia desenfocada y sumamente peligrosa cuando no se ejerce con la debida responsabilidad. Si bien todo ello es ciertamente grave, me parece que lo es mucho más todavía que el religioso tome su congregación como un refugio o un búnker para contemplar sin agobios el azaroso devenir del mundo, ajeno incluso a los sinsabores y problemas de sus hermanos de profesión y no digamos a los de los fieles a los que debería servir con celo. ¡Qué enorme contradicción y desengaño (“corruptio optimi, pessima”) es ver una comunidad religiosa desangelada, fría, distante, en la que sus miembros se ignoran e incluso se desprecian! Obviamente, no se entra en una congregación para granjearse una personalidad o un nombre, sino para convertirse en un fray o en una sor, predispuestos al servicio incondicional a los propios compañeros y al resto de la humanidad. A fin de cuentas, los institutos religiosos no son en sí mismos más que formas de vida pretendidamente cristiana en las que se sublima el servicio a los demás como quintaesencia de la propia condición de frailes y monjas.
La consagración a Dios pasa inexorablemente por compartir la propia vida con los hermanos, comenzando por los que uno tiene más cerca, es decir, por los miembros de la propia comunidad. Lejos de mí sugerir siquiera a los superiores religiosos cómo deben organizar sus congregaciones, pero no estaría demás que fomenten el espíritu de mutua ayuda entre los miembros de cada comunidad y que, a la hora de asignar nuevos destinos, tengan en cuenta las preferencias de los destinados y su encaje psicológico y misional en la nueva comunidad. En esto conocerán que sois mis discípulos, en que os amáis los unos a los otros (Jn 13:35). Los Superiores nunca deberían perder de vista que sus comunidades deben ser, aprovechando la circunstancia de la fiesta litúrgica de mañana, una auténtica "Epifanía" de la Iglesia, preciosa fiesta cristiana a la que dan paso las Cabalgatas de Reyes de esta noche.
Viví largo tiempo con los dominicos, años positivos por el aprendizaje y la propia proyección personal, pues fueron años en que a uno se lo preparaba para realizar una gran obra de salvación a base de saber mucha teología para poder encauzar debidamente las vidas ajenas por las sendas evangélicas. Pero ni la docencia ni la dirección espiritual recibidas hicieron hincapié alguno en que se trataba de una gran obra colectiva, alimentada y promovida por una vida realmente comunitaria, en la que uno debería aprender a compartir con los demás hermanos cuanto es, cuanto aprende y el mismo fluir diario de la vida. Vida de comunidad, de todos juntos en pro de una única obra misional de salvación, la del propio Jesús. Mis viejas frustraciones de entonces y mis limitados conocimientos actuales me hacen sospechar que todo sigue siendo igual en nuestros días, pues parece que tampoco hoy se valora como es debido la vida en común, base necesaria para la gran obra de misión y para formar la eucaristía en la que Jesús comparte su cuerpo y su sangre. Ahí queda la denuncia, hecha con dolor y lanzada seguramente como saeta al viento, de una de las mayores causas seguramente por las que hoy la vida consagrada parece hacer aguas, cuando mi propia perspectiva es una pugna permanente por la gran comunidad humana, la de la Iglesia realmente universal, en la que el espíritu de compartir debe ser esqueleto y motor eucarísticos de la vida cristiana.