Lo que importa – 2 Digamos valor en vez de gracia o salvación…
... contravalor en vez de pecado o condenación


En este blog ya me he referido muchas veces al maestro Chávarri, en cuyo sistema de pensamiento sobre valores y contravalores encuentro todo un océano de posibilidades para entender mucho más a fondo el ser que somos, ciñéndonos a la realidad, en vez de acudir a elucubraciones filosóficas y menos a fábulas como las de quienes hablan de la vida humana como materia apetecible o juguetes de pimpampum para las dos supuestas fuerzas poderosísimas que gobiernan el mundo, las del bien y del mal. Advirtamos de paso que ni siquiera quienes más ascos hacen a las explicaciones religiosas sobre el desencadenante de la calamitosa situación en que vivimos han sido capaces de sacudirse de encima dichas fuerzas. ¿Es acaso nuestra historia el desarrollo de una enconada disputa entre Dios y el Diablo por detentar el poder supremo, una especie de guerra fría perenne, aunque muy caliente en determinados momentos?

Valor y contravalor, bien entendidos y orquestados en un sistema de pensamiento como el de Chávarri, vienen a significar con mayor fuerza y claridad, sin necesidad de apelar a especulaciones o a mitos, cuanto vulgarmente entendemos por bien y mal en lo que a nuestra propia vida se refiere. Estamos, pues, ante una explicación razonable y muy clarificadora de cuanto nos ocurre como seres humanos, que ahonda en lo que realmente somos mucho más que cualquier otro supuesto religioso o que cualquier otro sistema filosófico conocido, y que nos presenta un panorama francamente creíble y esperanzador. Espero que basten las pinceladas que siguen para darnos cuenta de su enorme alcance para entender quiénes somos y qué hacemos en este mundo los seres humanos, tras sacudirnos de encima la mayor de las pesadillas que nos atormentan, la de pertenecer a una especie de seres vivientes condenada de antemano al dolor y al fracaso, sin más remedio posible que obligar al hombre-dios, Jesús de Nazaret, a derramar su sangre de forma afrentosa y espantosa.

No nacemos siendo buenos o malos, en un paraíso de bondad o en una ciénaga de maldades, sino en un mundo en continua evolución, y como seres humanos, sometidos a un irrenunciable dinamismo vital responsable. Nacemos, por así decirlo, a medio hacer, inacabados, como simiente llamada a transformarse en árbol a lo largo del tiempo que dura la vida. Nacemos como inmensa potencialidad, como boca famélica, como seres de gran envergadura que necesitan para alimentarse y crecer frondosos medios (Chávarri los llama “praderas”): los medios natural-cósmico, histórico-social y metahistórico. En ellos hay millones de seres que se nos ofrecen como alimento (valor) o como veneno (contravalor), según la relación valiosa o disvaliosa que establezcamos con ellos. En el lenguaje común y en la cultura popular, incluso la ilustrada, hablamos continuamente de solo un puñado de supuestos valores como de algo absoluto y selecto, pero la verdad es que no son tales. Valor es únicamente la relación positiva que el hombre establece con cualquiera de los millones de seres que pueblan los medios mencionados. No se trata, pues, de un puñado de valores, sino de millones, tantos como relaciones valiosas podemos entablar con seres que están ahí o que han sido modificados e incluso creados por nosotros mismos. No hay valores cristianos, democráticos o españoles, sino simplemente valores. De ahí que no necesitemos “educación en valores”, como hoy denuncian quienes quieren reflejar la degradaciòn humana de la "sociedad devaluada" en que vivimos, sino alimentarnos de ellos.

De lo dicho se deduce que cuanto somos y la dinámica de nuestra propia historia se concretan en relaciones valorativas, que son valiosas cuando desarrollan y mejoran nuestra forma de vida y “disvaliosas”, en el caso contrario. Vivir consiste en relacionarse permanentemente con los seres, para bien o para mal, para crecer o decrecer, para vivir o morir. Nos encontramos, pues, en un universo de valor o de contravalor, de bien o de mal, pero sin paraísos perdidos, sin perversos ángeles caídos tentadores y sin inauditos infiernos como destino. El balance de nuestra vida es el resultado de las relaciones que mantengamos con los seres que lo pueblan, satisfactorio cuando son relaciones valiosas y frustrante en el caso contrario. Solo el valor (la relación valiosa) nos salva del abismo del contravalor: del deterioro y de la autodestrucción, del único infierno posible en que se concreta la degradación de la envergadura entitativa que recibimos al nacer. El enorme sufrimiento que hay en el mundo, ese gran misterio que no acertamos a explicarnos y frente al que muchas veces nos rebelamos, no es más que el resultado lógico de alimentarse de contravalores.

Estamos, pues, ante una forma de pensar muy luminosa, convincente y esclarecedora, ante un sistema que da perfecta cuenta y en profundidad de lo que realmente somos, de la apasionante aventura de nuestro existir y de la posición que ocupamos en el mundo. Se esfuman así muchos de los misterios que nos intrigan y se nos abre un camino transitable, muy bien iluminado. La razón nos muestra como libro abierto en el que cada uno va escribiendo una historia concreta que forma parte de la historia común, cuya entidad dependerá de la calidad de los valores con que nos alimentemos o de la calaña de los contravalores que cultivemos. Nuestro poderoso mundo interior, el medio natural cósmico en que vivimos, el medio social-histórico que nos envuelve y el medio metahistórico que nos proyecta más allá de nosotros mismos nos ofrecen enormes posibilidades para escribir una bonita historia de vida siempre abierta a mejoras o un nauseabundo relato de desconcierto y sufrimiento.

Vivir viviendo o vivir muriendo, ese es nuestro problema, según uno se alimente de valores o de contravalores. No hay vuelta de hoja, pues en eso se concreta el bien o el mal que supuestamente nos zarandean como comparsas de una tragedia que se desencadena allende nuestras propias fronteras. La responsabilidad de lo que lleguemos a ser en la vida es solo nuestra. No somos víctimas de nada ni de nadie, sino dueños absolutos del destino que el hecho de vivir pone a nuestro alcance. Ciertamente, Dios forma parte de la trama y actúa en este escenario, pero solo como el gran valor que consuma la vida humana, es decir, como gracia y salvación. En cambio, su imaginario supuesto oponente radical, el Diablo, solo lo hace como un fantasma, cual macho cabrío al que con suma facilidad endosamos nuestras equivocaciones o hacemos responsable de los contravalores que libremente cultivamos.