Lo que importa – 69 Sancte Francisce, ora pro nobis

Santidad consubstancial de lo humano

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Dejando de lado los complejos procesos canónicos para reconocer o proclamar que un creyente es “santo” porque no viene al caso, lo que está ocurriendo estos días en el escenario del Vaticano bien pudiera ser de por sí un proceso similar, más expedito y hermoso que el canónico, para proclamar que el cuerpo que lo ha ocupado y ha sido venerado con gran unción y devoción por fieles e infieles bien merece la consideración y valoración de tal. De ahí el título de nuestra reflexión de hoy, que pretendemos que sea profundamente teológica y rigurosamente evangélica. Está a la vista, con cristalina transparencia, que la vida de nuestro querido papa Francisco ha sido no solo modélica, sino también heroica, dos requisitos esenciales para la canonización eclesial. En cuanto a la necesidad ineludible de un milagro, ¿cabe imaginar uno mayor que, frente a su vida y su prédica, algunos agnósticos y ateos sientan conmoverse los cimientos de sus ignorancias para dejarse penetrar por la luz evangélica? ¿Acaso no requiere eso mayor densidad divina que dar la vista a un ciego, la vida a un moribundo e incluso resucitar un muerto?

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Sabemos que la Biblia proclama que solo Dios es santo, razón por la que toda otra santidad debe ser participación de esa misma santidad. De ello se deduce que todo lo que es Dios y cuanto se mueve en torno a él es santo, pues de otro modo sería imposible ser y estar en ese entorno. De ahí que nada sea más cierto para la mente de un verdadero creyente que no solo los cristianos, sino también todos los seres humanos somos santos debido a que nos movemos en el único ámbito posible en el que uno puede moverse, en el de Dios, por mucho que parezcan desmentirlo tantos comportamientos inhumanos. También los monstruos traidores, tan miserables como Judas, y los crueles genocidas que en el mundo han sido y lamentablemente siguen siendo, pues a todos ellos los ampara la absoluta gratuidad divina que nos ha regalo nuestro ser y que nos regalará un digno destino. Un solo condenado por toda la eternidad desmontaría por completo nuestro montaje de naipes mental sobre lo que normalmente se entiende por salvación.

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A nadie debería resultarle extraño, y mucho menos escandaloso, que yo mismo me haya pasado años implorando cada día la ayuda divina para el papa Francisco en su difícil tarea de gobernar la Iglesia de Jesús, tarea enormemente difícil por las complejidades de las culturas en que debe encarnarse (o inculturarse, como ahora se dice), y que este lunes de Pascua haya comenzado a implorar a Dios que ayude a su sucesor, sea quien sea, primero en el proceso de su elección y después en el cumplimiento de su específica misión, para que pueda llevar a buen puerto las importantes reformas emprendidas por el papa Francisco y otras muchas más, también necesarias y urgentes, para que la Iglesia ilumine y aliente realmente a los hombres de nuestro siglo.

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Resulta divertido el vulgar pasatiempo de consumir ríos de tinta y dejar afónicas tantas voces exhibiendo quinielas de papables y especulando, en clave política, si el nuevo papa será de derechas o de izquierdas, cuando la verdadera clave del asunto es la religiosa, que apunta directamente al corazón, sin que ni siquiera permita jugar con el hecho de que lo tengamos situado en “la parte izquierda del pecho”, pues misión suya es regar abundantemente todo el cuerpo. Digamos que, si la izquierda se abroga una cierta sensibilidad por el partir y compartir eucarísticos, la derecha podría exhibir la productividad que hace que haya algo que partir y compartir. Quede constancia de que, tanto en mi vida como en mi pensamiento, prefiero contar con ambos brazos, el izquierdo y el derecho, reconociendo que ser manco limita las posibilidades de acción y resulta un incómodo fastidio. En fin, naderías humanas que pretenden convertirse en algo a base de torcidas derivas interesadas.

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Yendo a lo que importa, en honor a esta serie de reflexiones, digamos que hoy no tengo el mínimo empacho en pedirle a Francisco que ruegue por nosotros, pues, del débil pecador que se confesaba con candorosa humildad, ha pasado a ser el valeroso protector que muchos confesamos y proclamamos que siempre ha sido y que, a fortiori, ahora sigue siendo a mayor abundamiento. “Sancte Francisce, ora pro nobis”, tarde lo que tarde la maquinaria vaticana en proclamar que también tú eres santo, calidad y cualidad que disfrutan cuantos merodean por los cielos y cuantos diablillos nos movemos todavía por la tierra. Ojalá que llegue pronto el día en que los cristianos reconozcamos en serio que Dios habita en todo ser humano y que lo hace, además, de forma clamorosa en los "pobres", entendiendo por tales quienes carecen de bienes necesarios para la vida o son víctimas de distintas formas de expolios.

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Tras ti, Francisco, querido amigo santo, has dejado un mundo roto y dolorido por los muchos intereses torvos que han hecho y siguen haciendo de él un perverso escenario trágico. Tú bien que lo sabías y bien que te enfrentaste a todo ello, razón por la que también tú has muerto en una cruz de zancadillas, descalificaciones y condenas de aquellos que, más que contradichos por tu forma de ser y proceder,  se han visto interpelados, en sus convicciones mentales, al estilo evangélico practicado por el mismo Jesús, por una forma de vida pretendidamente cristiana, aunque se revistieran de vistosas sotanas. Te han recriminado escasa formación teológica y acusado de herejía por tu atención pastoral a los divorciados vueltos a casar y tu acercamiento a los homosexuales y a los musulmanes.

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Digamos, en cuanto a tu formación teológica, que tu catequesis ha sido un profundo y bello acercamiento al mensaje salvador de Jesús de Nazareth, que es lo que debería hacer toda teología que se precie. En cuanto a los divorciados vueltos a casar, digamos que tienen tanto o más derecho a comulgar que aquellos cuyos matrimonios declara nulos la Iglesia, porque los divorcios son razonables en un contexto humano en que desaparece el amor, su único vínculo, mientras que las anulaciones eclesiales, si somos consecuentes, resultan esperpénticas y monstruosas, porque amanceban a los padres (convivir sin estar realmente casados) y deslegitiman a los hijos, nacidos fuera de un matrimonio declarado inexistente (no es cuestión de detenernos ahora en exponer las profundas y sólidas razones teológicas y psicológicas que avalan tan reaccionaria y audaz exposición). En cuanto a los homosexuales, digamos que el papa Francisco ha abierto en la Iglesia una puerta para empezar a estudiar y comprender en serio el maravilloso mundo de la sexualidad humana en toda su potencialidad, muy lejos de ser el abominable campo en que el fantasma Satanás juega sus partidos en casa. Finalmente, en cuanto a los musulmanes, convengamos simplemente, al margen de cuestiones muy punzantes, en que adoran al único Dios que puede existir, concíbase como se conciba y trátese como se trate, lo cual crea un hermoso campo de maniobras conjuntas para ambas creencias, la suya y la nuestra.

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Volviendo a lo que hoy nos interesa, míranos, pues, querido santo amigo, con la dulzura y la compasión que tanto te han caracterizado, para que podamos comprender a fondo y valorar como es debido la hermosa joya de la fe cristiana que decimos profesar, a fin de que nos impregne su alegría consubstancial y seamos capaces de embarcarnos en alas de una gratuidad que no guarda nada de lo que tiene para sí. Ayunos de certezas y seguridades y sobrecargados de dudas mientras dura nuestro peregrinaje, nos consuela ver reflejado en el espejo de Dios que siempre has sido, querido y venerado papa Francisco, el auténtico rostro divino de la bondad, el perdón, la misericordia, la solidaridad y el amor, que a nadie excluye ni defrauda y que a todos conmueve y alienta. Bendito seas.

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