Liberarse de los apegos para quitar tanto sufrimiento del mundo
Hay mucho sufrimiento en el mundo, muchas circunstancias que causan dolor y que no se pueden evitar como la muerte, la enfermedad o los desastres naturales que llegan de manera repentina e impredecible. Hay otros sufrimientos que provienen de la libertad humana y que, a veces, se pueden evitar o llegar a superarlos, corrigiendo los propios errores o apelando a la conversión de los demás para superar esos conflictos o divisiones.
Pero hay sufrimientos que son más sutiles, que no se notan tanto y que pueden incluso causar más sufrimiento que todo lo anterior, pero que dependen exclusivamente de nosotros evitarlos. Me refiero a todos los apegos que surgen en el corazón y que no distinguen entre cosas, personas, sentimientos, situaciones, pero que nos atan y esclavizan y nos impiden la felicidad profunda, aquella que “nada ni nadie nos puede quitar” (Jn 16, 22).
Cualquier apego nos hace sufrir inmensamente. No importa si el objeto de este apego es algo grande o pequeño. Si es una persona o una cosa. Si es una situación o un punto de vista. Si es una mentalidad o una tradición. Lo cierto es que los apegos nos atan, nos esclavizan y no hay otra solución más que decidirnos a romper con aquella atadura para poder ser libres.
A lo largo de todo el evangelio encontramos ese llamado a la libertad y al cambio: “Cristo nos liberó para que fuéramos realmente libres” (Gál 5, 1) Pero, ¿somos conscientes de nuestros apegos? ¿Nos damos cuenta de la cantidad de energías que gastamos inútilmente cuando nos aferramos a cualquier cosa por valiosa que ella parezca? ¿Por qué no somos capaces de dejar que la vida fluya libre de egoísmos y creernos que la verdad triunfa por encima de toda manipulación propia?
No es fácil emprender ese camino. Tenemos muchas justificaciones para defender aquello a lo que estamos apegados. Supone un trabajo serio de reconocimiento del propio corazón y de darle nombre a todo apego para enfrentarlo y liberarnos. Pero no es una tarea imposible. Desde nuestra experiencia creyente con más fuerza hemos de emprender ese camino. Y no sólo por no sufrir personalmente sino por aprender a amar al estilo de Dios mismo. “Ustedes hermanos fueron llamados para gozar de la libertad; no hablo de esa libertad que encubre los deseos de la carne; más bien, háganse esclavos unos de otros por amor” (Gál 5, 13). El amor no tiene nada que ver con el apego, ni la posesión. De nada ni de nadie. Menos de las personas a las que se ama. Y en este punto también hay un camino largo por recorrer para que el amor sea auténticamente libre. Porque el amor no es búsqueda propia. Es ser capaces de reconocer al otro con su diferencia e imprescindible libertad. Aceptar que sea distinto, que se desarrolle según su propia ley y no según nuestros deseos. Respetar que existan otras presencias, otros ideales, otros planteamientos, otros sueños. Dejar que cada uno sea verdaderamente libre y sólo en ese horizonte de verdadero desprendimiento y respeto mutuo amar, servir, entregar, agradecer, compartir y caminar con otros/as.
La libertad se conquista cada día en la medida que nos desprendemos de los apegos. Un corazón libre de apegos es capaz de amar de manera auténtica. Y personas así son las que hacen posible que haya menos sufrimiento en el mundo.
Pero hay sufrimientos que son más sutiles, que no se notan tanto y que pueden incluso causar más sufrimiento que todo lo anterior, pero que dependen exclusivamente de nosotros evitarlos. Me refiero a todos los apegos que surgen en el corazón y que no distinguen entre cosas, personas, sentimientos, situaciones, pero que nos atan y esclavizan y nos impiden la felicidad profunda, aquella que “nada ni nadie nos puede quitar” (Jn 16, 22).
Cualquier apego nos hace sufrir inmensamente. No importa si el objeto de este apego es algo grande o pequeño. Si es una persona o una cosa. Si es una situación o un punto de vista. Si es una mentalidad o una tradición. Lo cierto es que los apegos nos atan, nos esclavizan y no hay otra solución más que decidirnos a romper con aquella atadura para poder ser libres.
A lo largo de todo el evangelio encontramos ese llamado a la libertad y al cambio: “Cristo nos liberó para que fuéramos realmente libres” (Gál 5, 1) Pero, ¿somos conscientes de nuestros apegos? ¿Nos damos cuenta de la cantidad de energías que gastamos inútilmente cuando nos aferramos a cualquier cosa por valiosa que ella parezca? ¿Por qué no somos capaces de dejar que la vida fluya libre de egoísmos y creernos que la verdad triunfa por encima de toda manipulación propia?
No es fácil emprender ese camino. Tenemos muchas justificaciones para defender aquello a lo que estamos apegados. Supone un trabajo serio de reconocimiento del propio corazón y de darle nombre a todo apego para enfrentarlo y liberarnos. Pero no es una tarea imposible. Desde nuestra experiencia creyente con más fuerza hemos de emprender ese camino. Y no sólo por no sufrir personalmente sino por aprender a amar al estilo de Dios mismo. “Ustedes hermanos fueron llamados para gozar de la libertad; no hablo de esa libertad que encubre los deseos de la carne; más bien, háganse esclavos unos de otros por amor” (Gál 5, 13). El amor no tiene nada que ver con el apego, ni la posesión. De nada ni de nadie. Menos de las personas a las que se ama. Y en este punto también hay un camino largo por recorrer para que el amor sea auténticamente libre. Porque el amor no es búsqueda propia. Es ser capaces de reconocer al otro con su diferencia e imprescindible libertad. Aceptar que sea distinto, que se desarrolle según su propia ley y no según nuestros deseos. Respetar que existan otras presencias, otros ideales, otros planteamientos, otros sueños. Dejar que cada uno sea verdaderamente libre y sólo en ese horizonte de verdadero desprendimiento y respeto mutuo amar, servir, entregar, agradecer, compartir y caminar con otros/as.
La libertad se conquista cada día en la medida que nos desprendemos de los apegos. Un corazón libre de apegos es capaz de amar de manera auténtica. Y personas así son las que hacen posible que haya menos sufrimiento en el mundo.