La Palabra de Dios es viva y eficaz
Poco a poco la Sagrada Escritura comienza a ser más cercana para el pueblo católico. Pero aún hace falta un esfuerzo mayor para que todo creyente descubra la vida que brota del texto sagrado y aprenda a interpretarlo y a hacerlo “alimento sólido” (Hebreos 5, 12) de su experiencia espiritual. Un papel determinante deberían jugar los sacerdotes en la homilía de la celebración dominical. Hablar de lo que dicen los textos, con la propiedad de quien sabe interpretar la Sagrada Escritura, sería una formación muy importante para el pueblo de Dios. No es que la homilía sea para hacer una clase de Sagrada Escritura pero si ha de comentarse el texto con calidad y verdadero conocimiento. Ahora bien, la cercanía con la Palabra de Dios excede ese espacio. Ha de ser fundamento de la oración personal, de la oración comunitaria, del discernimiento espiritual, de la acción pastoral de la iglesia. Esa centralidad le viene de ser el testimonio privilegiado del Dios que se nos ha revelado en la historia, testimonio inspirado por el Espíritu Santo y escrito por los autores bíblicos.
Por tanto, los libros sagrados nos transmiten la palabra de Dios encarnada en lenguaje humano. Eso quiere decir que los autores sagrados no actuaron como títeres sino que “usaron sus propias facultades y medios”, según nos dice la Constitución dogmática Dei Verbum (Sobre la Divina Revelación), uno de los documentos centrales del Vaticano II. Por esta razón tenemos que entender lo que los escritores sagrados quisieron decir a través de su lenguaje y eso, en otras palabras, supone acercarnos a los “géneros literarios” que emplearon, a lo que significaban sus palabras en ese tiempo, en esa cultura, en ese contexto. Así lo expresa la Dei Verbum 12: “Para entender rectamente lo que el autor sagrado quiso afirmar en sus escritos, hay que atender cuidadosamente tanto a las formas nativas usadas de pensar, de hablar o de narrar vigentes en los tiempos del escritor sagrado, como a las que en aquella época más solían usarse en el trato mutuo de los hombres”. Lógicamente ese acercamiento a la exégesis o interpretación del texto, ha de hacerse con el espíritu con el que fue escrito y que nos permite vivir la comunión eclesial y la transmisión de ese testimonio que excede en mucho al texto escrito.
Lo anterior nos permite hacer algunas afirmaciones. En primer lugar, no podemos referirnos a la Sagrada Escritura para fundamentar lo que queremos afirmar como si la Biblia fuera un libro para “demostrar” nuestra fe. La pregunta pertinente para acercarnos a la interpretación bíblica es ¿qué quiso decir este texto para el momento en que fue escrito y qué quiere decir para nuestro momento? ¿Qué significaban esas palabras para ese tiempo y qué pueden significar para nosotros? Esa respuesta “facilista” que nos lleva a decir que las cosas deben ser así porque la Biblia lo dice, no es correcta. Nuestra fidelidad también se juega en no hacerle decir al texto bíblico lo que no dice. En segundo lugar, no podemos olvidar que toda la Sagrada Escritura es para nosotros libro inspirado pero la centralidad de Cristo ha de ser criterio para interpretar todos los libros y, con mayor razón, el Antiguo Testamento. A veces parecemos más seguidores del Antiguo Testamento que del Nuevo y, lo que es peor, tenemos que hacer unas interpretaciones muy a conveniencia cuando intentamos explicar muchos hechos y acontecimientos que allí están escritos –con sentido para ese tiempo- pero que no corresponden a la novedad traída por Jesucristo.
Finalmente, es muy importante mantener ese equilibrio entre el sentido orante de la Palabra de Dios y su acercamiento apropiado, como ya hemos señalado. De hecho la Palabra de Dios es esa “Palabra de Dios, viva y eficaz, más cortante que espada de dos filos que penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos; discierne los pensamientos y las intenciones del corazón y no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia” (Hb 4, 12-13). Y cumplirá su misión en la medida que nos acerquemos con corazón abierto e inteligencia suficiente: “Así será mí palabra que sale de mi boca, no volverá a mí sin haber hecho lo que yo quería y haber llevado a cabo su misión” (Is 55,11). Que en este “mes de la Biblia”, nuestro acercamiento a la Sagrada Escritura renueve nuestra experiencia de fe y nos comprometa más con el seguimiento de Jesús.
Por tanto, los libros sagrados nos transmiten la palabra de Dios encarnada en lenguaje humano. Eso quiere decir que los autores sagrados no actuaron como títeres sino que “usaron sus propias facultades y medios”, según nos dice la Constitución dogmática Dei Verbum (Sobre la Divina Revelación), uno de los documentos centrales del Vaticano II. Por esta razón tenemos que entender lo que los escritores sagrados quisieron decir a través de su lenguaje y eso, en otras palabras, supone acercarnos a los “géneros literarios” que emplearon, a lo que significaban sus palabras en ese tiempo, en esa cultura, en ese contexto. Así lo expresa la Dei Verbum 12: “Para entender rectamente lo que el autor sagrado quiso afirmar en sus escritos, hay que atender cuidadosamente tanto a las formas nativas usadas de pensar, de hablar o de narrar vigentes en los tiempos del escritor sagrado, como a las que en aquella época más solían usarse en el trato mutuo de los hombres”. Lógicamente ese acercamiento a la exégesis o interpretación del texto, ha de hacerse con el espíritu con el que fue escrito y que nos permite vivir la comunión eclesial y la transmisión de ese testimonio que excede en mucho al texto escrito.
Lo anterior nos permite hacer algunas afirmaciones. En primer lugar, no podemos referirnos a la Sagrada Escritura para fundamentar lo que queremos afirmar como si la Biblia fuera un libro para “demostrar” nuestra fe. La pregunta pertinente para acercarnos a la interpretación bíblica es ¿qué quiso decir este texto para el momento en que fue escrito y qué quiere decir para nuestro momento? ¿Qué significaban esas palabras para ese tiempo y qué pueden significar para nosotros? Esa respuesta “facilista” que nos lleva a decir que las cosas deben ser así porque la Biblia lo dice, no es correcta. Nuestra fidelidad también se juega en no hacerle decir al texto bíblico lo que no dice. En segundo lugar, no podemos olvidar que toda la Sagrada Escritura es para nosotros libro inspirado pero la centralidad de Cristo ha de ser criterio para interpretar todos los libros y, con mayor razón, el Antiguo Testamento. A veces parecemos más seguidores del Antiguo Testamento que del Nuevo y, lo que es peor, tenemos que hacer unas interpretaciones muy a conveniencia cuando intentamos explicar muchos hechos y acontecimientos que allí están escritos –con sentido para ese tiempo- pero que no corresponden a la novedad traída por Jesucristo.
Finalmente, es muy importante mantener ese equilibrio entre el sentido orante de la Palabra de Dios y su acercamiento apropiado, como ya hemos señalado. De hecho la Palabra de Dios es esa “Palabra de Dios, viva y eficaz, más cortante que espada de dos filos que penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos; discierne los pensamientos y las intenciones del corazón y no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia” (Hb 4, 12-13). Y cumplirá su misión en la medida que nos acerquemos con corazón abierto e inteligencia suficiente: “Así será mí palabra que sale de mi boca, no volverá a mí sin haber hecho lo que yo quería y haber llevado a cabo su misión” (Is 55,11). Que en este “mes de la Biblia”, nuestro acercamiento a la Sagrada Escritura renueve nuestra experiencia de fe y nos comprometa más con el seguimiento de Jesús.