Tiempo para crecer en el amor
En estos tiempos en que las experiencias espirituales se multiplican y la gente busca con mucho interés “algo” o “alguien” que le ayude a equilibrar su vida, a encontrar sentido, a ser más feliz (muchísima gente está acudiendo a terapias alternativas, a maestros espirituales, a técnicas de relajación), se le plantea a la experiencia cristiana el desafío de mostrar su capacidad de transformar a los seres humanos y de hacerlos mejores personas, de manera que hagan de este mundo un verdadero hogar para todos y todas.
¿Qué nos pueden aportar los evangelios para nuestra mayor realización? ¿Cómo vivirlos para que den sus mejores frutos? En ellos vemos que Jesús rechaza todo lo que signifique poder, riqueza o manipulación religiosa para actuar en este mundo. Su fuerza es el amor de Dios en su corazón y hacer de ese amor el centro de su vida.
¿Cómo se hace para que Dios sea el centro de nuestra vida? Al menos en la experiencia cristiana, por el misterio de la encarnación, esta realidad es muy concreta: Dios se hace presente en la medida que vemos su imagen en todas las personas y nos acercamos a ellas con el respeto, comprensión y aceptación como lo haríamos con Dios mismo.
El cristianismo apunta alto cuando de amar a los semejantes se trata: “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?” (Mc 3, 33) contesta Jesús ante la insistencia de sus familiares que lo buscan cuando él está con la multitud. En otras palabras él está diciendo que para el cristiano, todo ser humano debe ser un hermano y esto con todas las consecuencias. Difícil tarea porque las relaciones -de familia, amistad, compañerismo- son fuertes pero al mismo tiempo son frágiles: los seres humanos somos limitados y nos equivocamos con facilidad. Todos hemos ofendido y herido a otros. Por lo tanto, también a todos nos han ofendido. El cristiano está llamado no a NO cometer errores en las relaciones, pero SI a tener la humildad suficiente para pedir disculpas o para perdonar todas las veces que sea necesario. Para ser capaces de perdonar es necesario hacernos la pregunta ¿Quién puede decir que no ha ofendido a los demás? Responder con sinceridad nos orienta a reconocer, como dice el evangelio, que muchas veces nos convertimos en jueces de “la paja del vecino sin percibir la viga que tenemos en nuestro propio ojo” (Mt 7, 3). Las justificaciones nos sobran a la hora de excusar nuestros errores pero no encontramos razones cuando de perdonar a los otros se trata. Así se destruyen familias, se dejan de hablar los hermanos, se rompen las amistades, todo esto por no aceptar que efectivamente se cometió un error pero que también todos tenemos derecho a corregirlo y comenzar de nuevo. Sorprende ver como los seguidores de otras experiencias espirituales buscan la armonía con el cosmos, con los animales, con los demás. Sería absurdo que los cristianos no fuéramos pioneros en esas actitudes. Para nosotros no es sólo buscar la armonía. Es el encuentro con Dios mismo lo que esta en juego.
Muchos propósitos se podrían hacer pero tal vez basta escuchar el querer de Dios y entusiasmarnos por realizarlo: El sólo quiere “que practiques la justicia, que SEPAS AMAR y te portes humildemente con tu Dios” (Mi 6, 8).
¿Qué nos pueden aportar los evangelios para nuestra mayor realización? ¿Cómo vivirlos para que den sus mejores frutos? En ellos vemos que Jesús rechaza todo lo que signifique poder, riqueza o manipulación religiosa para actuar en este mundo. Su fuerza es el amor de Dios en su corazón y hacer de ese amor el centro de su vida.
¿Cómo se hace para que Dios sea el centro de nuestra vida? Al menos en la experiencia cristiana, por el misterio de la encarnación, esta realidad es muy concreta: Dios se hace presente en la medida que vemos su imagen en todas las personas y nos acercamos a ellas con el respeto, comprensión y aceptación como lo haríamos con Dios mismo.
El cristianismo apunta alto cuando de amar a los semejantes se trata: “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?” (Mc 3, 33) contesta Jesús ante la insistencia de sus familiares que lo buscan cuando él está con la multitud. En otras palabras él está diciendo que para el cristiano, todo ser humano debe ser un hermano y esto con todas las consecuencias. Difícil tarea porque las relaciones -de familia, amistad, compañerismo- son fuertes pero al mismo tiempo son frágiles: los seres humanos somos limitados y nos equivocamos con facilidad. Todos hemos ofendido y herido a otros. Por lo tanto, también a todos nos han ofendido. El cristiano está llamado no a NO cometer errores en las relaciones, pero SI a tener la humildad suficiente para pedir disculpas o para perdonar todas las veces que sea necesario. Para ser capaces de perdonar es necesario hacernos la pregunta ¿Quién puede decir que no ha ofendido a los demás? Responder con sinceridad nos orienta a reconocer, como dice el evangelio, que muchas veces nos convertimos en jueces de “la paja del vecino sin percibir la viga que tenemos en nuestro propio ojo” (Mt 7, 3). Las justificaciones nos sobran a la hora de excusar nuestros errores pero no encontramos razones cuando de perdonar a los otros se trata. Así se destruyen familias, se dejan de hablar los hermanos, se rompen las amistades, todo esto por no aceptar que efectivamente se cometió un error pero que también todos tenemos derecho a corregirlo y comenzar de nuevo. Sorprende ver como los seguidores de otras experiencias espirituales buscan la armonía con el cosmos, con los animales, con los demás. Sería absurdo que los cristianos no fuéramos pioneros en esas actitudes. Para nosotros no es sólo buscar la armonía. Es el encuentro con Dios mismo lo que esta en juego.
Muchos propósitos se podrían hacer pero tal vez basta escuchar el querer de Dios y entusiasmarnos por realizarlo: El sólo quiere “que practiques la justicia, que SEPAS AMAR y te portes humildemente con tu Dios” (Mi 6, 8).