La felicidad viene sin tropiezos
lisa y llana
pero suele marcharse
a trompicones.
Estoy junto al Ebro
plácidamente
y a mi lado un niño
juega con su pistola de agua
el juego eterno de la vida
y la muerte
(donde el agua es la vida
y la tierra la muerte).
Yo me rindo por si acaso
mientras adviene un ocaso
varado
de aguas iluminadas.
Mi corazón late cercano
cercado
mas mi alma traspira lejanías.
El aire es aura que reflota
en silencio
y el silencio es un pentagrama
flotante
en el que las aguas escriben
sus líquidos sonidos.
El niño acompaña ahora
apaciguado
al padre pescador
que apenas pesca.
En los azulejos del cielo
refulgente
emerge una redonda luna
lechosa
sobre el fogón solar.
Yo vuelvo sobre mis pasos
laciamente
a mi cuarto menguante.
Demoraré este estado
iridiscente
de ánimo y de ánima
sorbiendo una cerveza rubia
con limón amarillo
en el bar de la esquina.
Así doy esquinazo a la tristura
oscura
prolongando este estadio
de luz
este día y esta estadía
blanca.
Pero salgo a la calle
y resuenan los ecos
a lo lejos
de una procesión de la muerte
que baila resucitada
al compás de la música
el incienso
y los tambores siniestros:
es el broche final
a un domingo de ramos
de palmeras y olivos.