La novedad finiquita en esclerosis.

Y novedosa fue la predicación de Cristo que derivó en cristianismo, que a su vez se fragmentó luego en católicos, luteranos, anglicanos, baptistas, coptos, ortodoxos... 

Una religión lleva en su esencia ser proselitista. Toda religión que se precie ha de arracimar multitudes de creyentes. Gracias a Pablo de Tarso y poco menos que nada al resto de apóstoles, el cristianismo fue religión de multitudes a poco de nacer. La propagación del Evangelio fue desde el principio obligación institucional. Y si quería expandirse, tenía que salir del reducido ámbito del pueblo judío.  

El citado súper apóstol vio claro que aquello que propalaban los primeros discípulos, era una maravillosa novedad entre los judíos y novedad mayor entre los paganos: un salvador, un hijo de Dios encarnado, al fin el mesías, un hombre muerto y resucitado por liberar a los hombres de la degradación, un compendio de profecías cumplidas, una predicación del amor entre los hombres todos iguales ante Dios, un Dios único padre misericordioso… ¿Había algo parecido en el Imperio Romano?

La nueva religión superaba con creces viejas estructuras religiosas excesivamente groseras, pegadas a las debilidades humanas o claramente trasunto de las necesidades y conflictos del hombre. No pretendía la naciente ser “otra más”. Una religión totalmente espiritual y, sobre todo, monoteísta.

Cierto es que, en sus elementos externos, venía a ser un compendio de todas las religiones existentes en ese momento. Muchos de los elementos literarios o rituales eran extraídos de los cultos circundantes, pero el mensaje interno era distinto, tanto en lo referente a la convivencia humana como en la relación del hombre con dios, que era “otro dios”. Traía consigo una novedad que las superaba.

Novedad… o novedades. Religión del amor, religión de la salvación mistérica, religión del Dios que se hace hombre, religión sin ídolos, religión de la intimidad que se acerca a Dios por medio del gran mediador que era a la vez el mismo Dios, religión de la igualdad, de la vivencia comunitaria... religión, en definitiva, donde prima el amor.

Todo muy bello con los “peros”, máculas y tachas que iría amontonando su propia historia. A su vera, aquellos que veían el otro lado, el lado oscuro de las creencias que portaba el nuevo credo. Desde el principio hubo gentes que pensaban por su cuenta y pusieron puntos sobre algunas íes del cristianismo galopante… y rampante.

Cuando leemos los escritos de Celso (siglo II) o de Porfirio (S. III, éste sólo conocido por las recensiones de Eusebio, su detractor) advirtiendo a sus conciudadanos del virus que se estaba incubando en las mentes crédulas de la sociedad, parece que estuviera hablando del presente de la Iglesia. En este continuum de la credulidad, poco ha cambiado el hombre.

A la par que la credulidad se extiende entre las masas, propiciada por las castas interesadas en la pervivencia de la misma, siempre hay personas clarividentes que saben alzar una crítica ponderada y justa, a la par que global, de todo el tinglado urdido por la casta. En el pasado y en el presente. Y, curiosamente, muchos de ellos después han visto corroborado lo que decían incluso por pensadores o teólogos cristianos.

Quizá sea pronto para salir del tenebroso mundo de las credulidades –de todos los tipos, no sólo las religiosas— considerando la larga marcha evolutiva del ser humano: ¿qué son 4, 5 ó 6.000 años de creencias religiosas constatadas frente a los 300.000, 100.000, 50.000 ó 25.000 años de evolución considerando los distintos tipos de homínidos? La diferencia está en que algunos “hómines sapientes” ya están cobrando conciencia del sesgo evolutivo de este nuevo “homo”, todavía sin nombre y sustituto del "homo crédulus".

Hemos citado dos pensadores “paganos” encarados al primer cristianismo, ése que hoy dicen en los más fervorosos que era el auténtico. También religiones tan espirituales como la cristiana –la judía y la musulmana— han puesto en la picota credulidades obligadas como si de una provocación se tratara.

Recordemos el dogma de la Trinidad, por el que los musulmanes tratan a los cristianos de politeístas, aunque también reprueban ese “misterio” de “Dios hecho hombre”, absurdo por no decir paradoja insostenible. Siglos tardaron en ponerse de acuerdo ¡los mismos cristianos! sobre la doble naturaleza de Jesús.

A este respecto, el filósofo y místico islamista Al Ghazali (1059-1110) decía que no lograba entender de qué hablaban los cristianos cuando predicaban el misterio de Jesucristo y la teología de la salvación. Y dejaba en evidencia a los monofisitas, nestorianos, ortodoxos y un largo etc. diciendo de sus controversias que eran “manifestaciones incomprensibles, tal vez de pura necedad y pobreza de espíritu”.

Los argumentos e invectivas de tiempos tan pasados, por más que proferidos ayer, siguen teniendo la misma actualidad que los dogmas que domingo tras domingo recitan, hoy, los convictos de credulidad, aunque hoy la religión cristiana ya no es lo que era.

Si vamos expurgando cometidos y pre-ocupaciones hasta llegar al resumen de su actividad, vemos que ésta termina en burocracia administradora de ritos y predicación de moralidad, las más de las veces psicología barata. Cuando se engolfan en explicaciones teológicas, los fieles cierran las espitas auriculares de sus entendederas.

En este asunto de la credulidad y quizá en demérito nuestro, los discursos, explicaciones, peroratas o argumentos sólo sirven para quien los enuncia, por lo cual este predicar en desierto no parece otra cosa que vodevil verbal o juegos de palabras para diversión de quien las dice. Eso dicen de lo que decimos.

Digamos en nuestro descargo que siempre hay un afán profiláctico en “advertir” que no es sano para la mente dejarse llevar por credulidades sacras. ¿Pensarán alguna vez los muy convencidos creyentes el porqué de quienes les aconsejan, si son pacíficos, o se les enfrentan, si son belicosos?

He pasado un buen rato hojeando escritos de San Agustín (BAC 53, tomo VII Sermones). Cuánta verborrea sobre la nada y cuánta pérdida de tiempo para quien pretende, todavía hoy, extraer esencias agustinianas.

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