Va de anécdota monjil.


¿De qué madera son algunas monjas? ¿Por qué criterios se rigen? ¿Cómo asimilan las gracias y desgracias ajenas? ¿Alguien que vive en este mundo puede entender los criterios “humanos” –si es que les queda alguno—con que miran la realidad?

Las preguntas responden a la siguiente anécdota que da pie a este exordio.

Trío de hermanas, Ángela, casada, Pilar, con pareja de hecho y Sor Consuelo, monja. Las tres se llevan bien, cada una en su sitio y Dios... más en el hogar de una que en el de las otras.

La primera de las hermanas, Ángela, tiene 63 años y está casada con Carlos, 62 años; los hijos ya han “volado” de casa. En esta familia dual la convivencia se reduce a una soledad compartida. Discrepancias mutuas. Reproches. Manías. Silencios, muchos silencios. Posiblemente deseos, lógicamente no desvelados a nadie, de separación.

Pilar, de 48, soltera civil pero comprometida con su pareja de hecho, trabaja de jefa de grupo en El Corte Inglés. No tiene ni problemas económicos ni afectivos.

Por su parte Sor Consuelo, de 57 años tiene los principios muy claros y sabe lo que quiere en esta vida. No duda de su misión. No es monja contemplativa y vive compartiendo y consolando a diario los problemas y miserias de la gente pobre. Pero la familia es la familia: la monja lleva muy mal la deriva de ambas hermanas. El Dios que está con ella tampoco puede consentir lo que ella ve. Aún así, ciertos temas ni se tratan.

La relación entre las tres hermanas, como digo, es buena. Ángela, la desventurada y sufriente esposa, y Pilar, la pervertida concubina, se ven con frecuencia; comen juntas cuando el trabajo lo permite; su comunicación es fluida, frecuente y cordial. Por circunstancias lógicas, con Sor Consuelo, la monja, se ven menos. Además, el status monjil parece que es un muro para compartir intimidades.

Viendo la deriva de la convivencia familiar entre Ángela y Carlos, Pilar, la hermana menor, “interpreta” una nueva y "se teme" la separación que ve venir. En una de sus espaciadas conversaciones telefónicas expresa sus temores a Sor Consuelo. La lejanía física o los muros conventuales aumentan todavía más el eco estruendoso de las elucubraciones y la monja comienza a padecer.

Para una “esposa de Cristo” el matrimonio es un sacramento: así se lo han enseñado, así lo ha vivido, así lo concibe. Indisoluble. Hay que salvar el vínculo pase lo que pase y se haga lo que se haga. No es concebible una separación canónica: no hay causas evidentes para ello, ni tribunal alguno se avendría a declarar nulo tal matrimonio, después de 37 años de convivencia (¿puede haber alguna causa real para ello partiendo de los supuestos con que adornan tal sacramento? Ninguna).

Para Consuelo, la monja, sería una tragedia espiritual, por familiar, tal separación, “porque además –dice con suma candidez-- me llevo muy bien con Carlos, que es una buena persona”. Incluso la separación o invalidación canónica vendría a ser un trauma inaguantable.

Uno podría imaginar el tenor de sus oraciones:

¡Al menos mi familia, Dios mío, que se mantenga unida! ¡Que el virus social que nos corroe no alcance a mis allegados!


Pues... no. No son ésas las preces y éste es el asunto que da pie a la anécdota. Sor Consuelo alivia su angustia con otra monja, íntima suya y le refiere lo que sucede en su propia familia.

“Esto pasa, esto acontece, así están las cosas en mi familia, mi hermana y mi cuñado, mucho me temo... Te voy a confesar algo que llevo tiempo pidiéndole a Dios: he rezado, he pedido insistentemente a Dios que uno de los dos, ella o él, no importa quién, contraiga una enfermedad grave.”


Finalidad clara: para que uno tenga necesariamente que cuidar del otro y no se produzca el fatal desenlace (el divorcio, que no la muerte).

La monja confidente se quedó estupefacta. Ni siquiera ella, siendo del estamento, ha podido comprenderlo. Ante tal declaración no supo qué responder ni qué pensar.

Pues ni yo. ¿Qué decir? Ahí queda la anécdota, siniestra anécdota. Y arriba las preguntas para que alguien las conteste.
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