Un filósofo del siglo II.
Celso, al que Orígenes quiso hundir en la miseria.
| Pablo Heras Alonso.
Alguna vez nos han echado en cara el pretender mostrarnos como sabios –nunca más lejos de nuestro ánimo-- cayendo, por lo tanto, en la vanidad y en el engreimiento, con pecado de soberbia incluido. Y lo han hecho al tratar los asuntos relacionados con Dios y su Cristo (su “Ungido” como gustan traducir). ¿Por qué sólo hablan así cuando de discutir “sus asuntos” se trata? ¿Por qué hay que ser sabios, inteligentes, razonantes, investigadores… en las cosas de la vida, en el trabajo, en el afán de encontrar la verdad y no en aquello que más podría afectar al hombre, su felicidad eterna?
Y, como argumento, esgrimen palabras del Maestro 1º, el profeta Jesús, y del maestro 2º, Pablo de Tarso. “Si no os hiciereis como niños…”, “…porque has ocultado estas cosas a los sabios de este mundo…” (Mat. 11, 38 y 13, 25), “…sino que Dios ha escogido lo necio del mundo, para avergonzar a los sabios…” (I Cor. 1, 27)… O sea, como niños, no saber nada y admitir todo.
Podría responder con argumentos que ya tienen suficiente impronta secular, pero me voy a remitir a un filósofo del siglo II en su breve obra “Discurso verdadero contra los cristianos” (1) que, según dicen, se ha conservado “gracias” a su refutación por Orígenes… Es decir, Orígenes recoge lo que Celso dice y refuta las aserciones de Celso. Extractándolos, se ha podido hacer una recensión de textos que han conformado tal “Discurso…”.
Ésta y otras obras de Celso sufrieron la misma suerte que infinidad de escritos de autores clásicos que no concordaban demasiado con la nueva fe. Ya sabemos por numerosas fuentes el expolio de obras, destrucción de bibliotecas y quema de libros ejercidos a conciencia por los nuevos puristas, los cristianos.
Al reconocer que tales hombres son dignos de su dios, muestran bien claramente que no quieren ni saben conquistar sino a los necios, a las almas viles y sin apoyos, a los esclavos, a las pobres mujeres y a los niños.
Escuchad a sus doctores: “Los sabios –dicen los cristianos—repudian nuestras enseñanzas, ensoberbecidos e impedidos como están por su propia sabiduría”. ¿Qué hombre en su sano juicio puede dejarse captar por doctrina tan ridícula?
Así califica estas afirmaciones Celso: ridículas, dignas de risa a la par que extravagantes y extrañas a lo que es el hombre. A fuerza de repetirlas, primero se las han creído ellos mismos y luego las han aplicado a los demás, captándolos a carretadas. Pero, curiosamente, no han aplicado esas máximas a ellos mismos, pletóricos de esa pretensión de explicar a Dios con tomos y más tomos de Teología…
Por la misma razón, Santo Tomás y sus tomazos de Summa Theológica son una inmensa contraposición a las palabras del Maestro. En cambio los demás, los que piensan un poco en la cantidad de tonterías filosóficas como tales obras contienen, son “necios”, son “los sabios de este mundo”. Pero Celso continúa: sabio
¿Qué mal hay en ser un espíritu culto, en amar los conocimientos bellos, en ser sabio y en ser tenido por tal? ¿Será eso un obstáculo al conocimiento de dios? ¿No serán otras tantas ayudas para alcanzar la verdad?
Continúa Celso con una imagen bien gráfica que ayudará a entender el proceder de los predicadores de la fe:
¿Qué hacen los charlatanes y los saltimbanquis? ¿Acaso se dirigen a los hombres sensatos para inculcarles sus tosquedades? No, pero si atisban en alguna parte un grupo de niños, de mozos de flete o de gente grosera, es allí donde implantan sus reales, estacionan sus industrias y se hacen admirar.
Basta contemplar la multitud que la abraza para despreciarla. Los maestros de los cristianos ni buscan ni encuentran discípulos sino entre hombres sin inteligencia y de espíritu obtuso.
Esto que Celso dice de los inicios del cristianismo, sucede también hoy. El cristianismo ha encontrado caldo de cultivo entre gentes sin instrucción, incapaces de pensar por su cuenta y sin el más mínimo espíritu crítico. Se nutre de “los pobres de este mundo”… pobres en todos los sentidos. Y todos esos, los primeros cristianos esclavos y campesinos arruinados, así como los oprimidos de la sociedad de nuestros días, se sentían y se sienten halagados y sumidos en la inmensa alegría de que Dios los hubiera escogido precisamente por su estulticia. Es decir, por no pensar en lo que pueda ser él; por no discutirle; por no dudar de la inmensa farsa con que los heraldos de Dios les engatusan.
Una nueva comparación de Celso que ilustra el modo de proceder de los apóstoles de la fe:
En esto se asemejan bastante a los sabios empíricos [se refiere a los sanadores] que prometen restituir la salud a un enfermo a condición de no llamar a los verdaderos médicos por miedo a que éstos revelen su ignorancia. Se esfuerzan por desacreditar a la ciencia: “Se dejan agitar, dicen; sólo yo los salvaré; los médicos vulgares matan a los que se vanaglorian de curar”.
Aunque hoy “ya no cuela” y las enfermedades se atienden donde corresponde, todavía hay crédulos que rezan por la salud de sus familiares o la suya propia; que confían en que se produzca un “milagro” (y todos los milagros son “sanitarios”); se realizan peregrinaciones a Lourdes o a Fátima… y no es sólo por venerar a tal o cual Virgen; sobreabundan las oraciones y súplicas por los enfermos… Confesión… Sermones donde demuestran que los males humanos tienen curación en la palabra de Dios, en la confianza en Dios, en la comunión, en las prácticas cuaresmales… Más o menos lo que el domingo pasado se decía en el Evangelio: “¿Quién pecó, él o sus padres?”.
Mucho tiempo pasó hasta que la ciencia, sacudido el yugo de la credulidad, logró hablar por su cuenta. Y entonces la astrología bíblica cedió el paso a la astronomía; la alquimia, a la química; las rogativas se trocaron por la previsión meteorológica y los planes hidrológicos; la intercesión de determinados santos [ver este ENLACE http://santojudastadeo.wordpress.com/2008/04/04/santos-protectores-contra-las-enfermedades/ ] por la consulta al especialista; la psicología y la psiquiatría dieron atención médica a las enfermedades del alma (pecados capitales y demás)…
Piensen, si la imparcialidad les asiste, en las palabras de Celso, filósofo del siglo II:
Se esfuerzan por desacreditar a la ciencia… … ¿No se diría que están ebrios quienes, entre sí, acusan a las personas sobrias de estar borrachas, o miopes a quienes quisieran persuadir a otros miopes de que quienes ven en realidad no ven nada?
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(1) Discurso verdadero contra los cristianos, Alianza Ed., Madrid, 1989.