Qué gigantesca es la Iglesia Católica.

Desde la cúpula del Vaticano la imagen de la plaza produce verdadero asombro. Veo en la foto diecinueve parcelas con enormes espacios traseros llenos de una multitud de pie. Dos de esas parcelas especialmente vistosas: dominaba el color rojo, ocupando algo así como media hectárea. Impresionaba. Era el reducto de los cardenales que ocuparán los noticiarios de los próximos días, encerrados “con llave”.

Había otras áreas donde dominaba el blanco, miembros todos del entramado rector; al lado, otras franjas donde dominaba el color negro,  color  diplomático ante un evento necrológico. Y más atrás, la comparsa o cortejo innumerable de testigos que luego propagarán que estuvieron allí, que mostrarán como recuerdo imborrable  los fotogramas del evento, incluso relatarán  la pasión lacrimógena de lo gran emotivo que fue todo.

Lo dicho es sólo fenomenología de lo acontecido. El asunto cardinal trasciende estos eventos y conduce a la reflexión de qué pueda ser la Iglesia Católica. Porque, a la vez, me viene al pensamiento mi última estancia en ese pueblo de Castilla de apenas 40 residentes, dejado durante medio mes de la mano de Dios, perdón, de los representantes de Dios. ¿Qué tiene en común esta comunidad católica con lo visto en el Vaticano? Ni en el fondo ni en la forma ni en el contenido de la fe ni en la transmisión del mensaje ni en la burocracia tienen algo en común.

¿Tiene sentido el organigrama vaticano y católico en general en relación al credo que se pretende difundir y al sustento espiritual de los bautizados? ¿Sentido? Ninguno. ¿Se necesita tanto cardenal, tanto obispo, tantas curias, tantos arzobispados, tantos edificios religiosos para ir de pueblo en pueblo a bautizar, celebrar funerales o presidir eventos religiosos cuando no folklóricos? ¿Dónde , de qué y para qué viven la mayor parte de esos encumbrados próceres, diferenciados por colores y adminículos varios, que exhiben con oronda prosapia?

La alta organización de Iglesia Católica es un monstruo de enorme cabeza que parece vivir sólo para vivir, para auto alimentarse. Con razón la mayor preocupación de los rectores de la Iglesia ha sido siempre las finanzas. Alguien dijo que de sacerdotes hacia arriba, todos miran su barriga. Necesariamente han de velar por la continuidad.

La fe sin sustento tampoco puede vivir. Y ya no se vislumbra posibilidad alguna de que todo este tinglado se reduzca y menos que se desmorone. El asunto medular es que los monstruos también se rigen por el primer instinto de todos los vivientes, cual es preservar la integridad personal para seguir viviendo. Y eso hace la Iglesia Católica.

El Anuario Vaticano ofrece estadísticas dignas de consideración. No importa el año de donde se tomen los datos, porque ante la magnitud de los números, en poco difieren unos años de otros. Parroquias en el mundo, 221.702; fieles bautizados, 1.390 millones; sacerdotes, 307.730;  Obispos, 5.353; cardenales, 252. De edificios religiosos, catedrales, templos, ermitas, monasterios, casas de oración, hospitales, universidades, escuelas y colegios,  y similares, así como de propiedades de edificios, casas y pisos, sólo obtengo datos parciales. De todos es sabido que la Iglesia es la inmobiliaria mayor del orbe. ¿No es todo esto gigantesco y colosal? Es la Plaza de San Pedro, monumentos e individuos, ¡pero multiplicado por equis!

En la consideración de tales números, resulta realmente difícil entender si tanto gentío y tantas propiedades sirven al fin específico de lo que una religión pretende. Más bien todo ello es una rémora, un lastre, un pesado fardo, o eso, un monstruo que sólo vive para su propio sustento.

Y no puedo por menos de extrapolar ambas situaciones, la Plaza de San Pedro y el villorrio de mis amores. El evangelio:  “A los pobres siempre los tendréis entre vosotros” (Marcos, 14.7).  Pues eso, el conglomerado rector de la Iglesia Católica, el staff,  es un dispendio monumental de pobres. 

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