Nos digitalizamos. ¡Qué bien! Nos damos infinidad de posibilidades de conexión, de encuentro, de acompañamiento, de accesibilidad. Nos acompañamos en el duelo, en la enfermedad, en diferentes formas de sufrimiento. Hacemos digitalmente lo impensable.
Nos digitalizamos. ¡Qué desafío! Lo carnoso se queda en la habitación, encerrado, o en el despacho. El encuentro desencarnado, los sentidos mermados, el "ir a" anulado, como también el "venir de". Tantas cosas se hacen en el instante (o en diferido) en un no lugar, en un no tiempo, todo iluminado por pixeles y pasado por el filtro de lo plano. Durará poco en plano, porque enseguida vendrá la presencia tridimensional fuera de la pantalla con entidad aún por explorar e imaginar, de la mano del metaverso.
Nos digitalizamos. ¡Qué miedo! La ética tendrá que ir en primera línea, de la mano de la psicología, preguntándose permanentemente qué humaniza y qué deshumaniza, qué mundo construimos queriendo o sin querer, dándonos cuenta o a cierra ojos. El visuocentrismo al que asistimos, sin cabeza ni corazón, nos pueden desencarnar, destemporalizar, des-espaciar.
Desparramados en el espacio y el tiempo en un no lugar y un no momento, habremos de hacernos preguntas sobre qué significa ahora "estar presente", "encarnarse", vivir un encuentro, celebrar un sacramento, dar un abrazo y coger una mano.
Pensemos ya, que no es pronto, mientras nos digitalizamos a velocidades insospechadas de la mano de la tecnocracia.