¿Celibato sí o no?
. El celibato sacerdotal y su acentuado cuestionamiento en estos últimos tiempos, jamás podrá ser conceptuado como tema tabú. Reflexionar y emitir la opinión sobre el mismo deberá ser mucho más y mejor considerado por la Jerarquía y sus alrededores que su escueta aceptación y silencio. Cualquier mecanismo o forma de actuación jerárquica que prohibiera u obstaculizara su consideración y debate, y aún su disidencia, ejercería su autoridad indebidamente. Para ésta y para tantas otras reflexiones en la iglesia siempre habrá lugar y ocasión.
. El celibato sacerdotal y su vigencia no forma parte de ninguna verdad que pueda afectar al dogma de la Iglesia El celibato no es de derecho divino. Es parte de su disciplina -“lex eclesiástica”- y, por tanto es, o puede, ser cambiante. El deseo de muchos, o de pocos, de que se produzca tal cambio, para sí o para otros, es aspiración tan legítima y tan eclesial como el de otros de que tal disciplina actual perdure sin cuestionamiento y reformación alguna. La historia de la Iglesia testifica el recorrido fluctuante -“iter”- de la disciplina celibataria en sus sacerdotes y, a la vez, es testigo de cómo en la Iglesia oriental, celibato y sacerdocio no se contraponen entre sí y de cómo también en la misma Iglesia occidental o latina se registran hoy excepciones a la ley. Sería ocioso y hasta ultrajante pensar que los sacerdotes casados en la Iglesia pertenecen a ella en condiciones precarias o que, por el hecho de no ser célibes sean menos santos o estén inhabilitados de aspirar a ser algún día canonizables. Respecto a emitir un juicio acerca de la vigencia legal, huelga recordar que la ley, y más en la Iglesia, estará por definición, al servicio de la persona y de la colectividad, y no al revés…
. Son varias las teorías que pretenden explicar la existencia y la inexcusable legalización del celibato en los sacerdotes católicos en tan largos y sacramentales períodos de tiempo. La influencia de la vida de los ascetas y monjes pudo haber influido en la expansión al clero. Los preceptos del Antiguo Testamento sobre la impureza ritual a evitar antes de los actos de culto, también pudo haber sido determinante. Pudo haber sido definitiva la razón de la “disponibilidad por el Reino de Dios”, lo que incluirá “plena libertad para estar siempre y por oficio al servicio de la comunidad” sin ataduras y compromisos de ninguna clase, como en el caso hipotético del matrimonio, si bien tal razón no parece cohonestar con el pensamiento expuesto por el Apóstol San Pablo en sus Cartas Pastorales a sus discípulos Tito y Timoteo, en las que les exige a los obispos, diáconos y presbíteros que sean “maridos de una sola mujer”. Tampoco la misma razón se muestra placentera, patente y testimonial en la mayoría de los casos sacerdotales que, aun cuando no se registren en sus vidas defecciones reconocidas, en su compromiso “súper” o “para” matrimonial prevalecen el bien de sus propios familiares, el dinero, el estatus social o el incienso…
. En el orden de razones veraces que en cierto sentido hicieron comprensible la vigencia de la ley del celibato sacerdotal se encuentra la programada intención de la Jerarquía de evitar la despatrimonialización a la que se expondría la Iglesia si los ministros del altar se casaran, con la posibilidad de que sus hijos fueran sus principales beneficiarios. No pocos comentaristas de la historia, basados en tal razonamiento, subrayan que precisamente por eso se alentó y se alienta el desafecto constitucional en la Iglesia hacia la mujer, “puerta del infierno” según Tertuliano o, a tenor del adoctrinamiento de Clemente de Alejandría, “toda mujer debería sentirse avergonzada, con sólo pensar que es mujer”. Comportamientos y doctrinas jerárquicas ferozmente antifeministas no tienen otra explicación que la del salvaje rebajamiento integral de la mujer con el fin de provocar y mantener en el sacerdote una actitud de xenofobia que consoladoramente le inste a recitar la plegaria hebrea: “Bendito seas, Señor, porque no me has hecho pagano, mujer e ignorante”.
. En el panorama del virilismo litúrgico que vive la Iglesia, en el que la mujer es cristiano de segunda categoría, permanentemente exorcizada y descubriendo que tan sacrosanta y salvadora institución está regida en exclusiva por hombres que además son célibes, no solamente ellas, sino los mismos hombres tendrán que sentirse radicalmente incómodos. Hoy comienza ya a ser perceptible el convencimiento científico de que la relación hombre-mujer contribuye de modo decisivo, la mayoría de las veces, a la madurez, a la integración, al desarrollo total y a la valoración positiva del cuerpo, obra preclara de Dios. La luz de las ciencias antropológicas, a la vez que la de la fe, documentada y aplicada con humildad y sabiduría humana y divina, habrán de contribuir a resolver uno de los problemas que la reclaman con mayor urgencia, al menos en la formulación de que el celibato sea opcional y no vinculado por naturaleza legal -“conditio sine qua non”- al ejercicio del ministerio sacerdotal.