Curias Diocesanas
Parte de las barreduras, basuras y sordideces que en la “sacrosanta Curia Romana” se generan y almacenan, y que ahora se descubren gracias al carisma profético del Papa Francisco, se corresponden, y son patrimonio, de sus depositarias homónimas de las curias diocesanas y archidiocesanas. Hay quienes documentalmente advierten que hasta las superan “con la debida proporción y respeto”, lo que resulta explicable, entre otras razones, porque la cercanía de los afectados era, y es, superior y directa, porque las hipotéticas defensas eran, y son, imposibles e impensables, por el desvalimiento en el que ascética y canónicamente habrían de hallarse los “súbditos”- clérigos y laicos- , amenazados con castigos eternos y reproches y “penas” eclesiásticas y, sobre todo, por la incapacidad absoluta que sociológica y “religiosamente” se le suponía al infractor, de reclamar y exigir justicia -humana y divina- ante Dios y ante los hombres.
. Al Código de Derecho Canónico, en sus variadas versiones, ediciones e interpretaciones, es obligatorio achacarle responsabilidades muy serias, por su escasa teología y, por supuesto, nada, o poco, evangélic, y en disonancia flagrante con el Espíritu Santo.
. Los obispos, como tales, eran y son definidos por el cortejo de derechos y privilegios, específicos de otros cargos públicos, políticos y administrativos, del Estado o de las empresas y sociedades al servicio de los intereses personales o de grupos, que justifican su existencia y actividad. Ex gobernadores civiles, hoy delegados del Gobierno, y tantas autoridades máximas y representantes provinciales o regionales – en la actualidad, algunas de ellas, “demarcaciones autonómicas”, actuaban con las responsabilidades y atuendos propios de los “poncios romanos”, con sobrenombres de Pilato en las esferas diocesanas o archidiocesanas.
. La “patente” que el propio Código de Derecho Canónico , configurado al dictado de la jerarquía y de los expertos en leyes así lo confirma, al conferirle e a la figura del obispo, en las acepciones académicas tres y cuatro del diccionario de la RAE, haciendo explícita e innegable referencia a “título o despacho para el goce de un empleo o privilegio”, y a “cédula que dan algunos cofrades o sociedades a sus individuos para que conste que lo son y para el disfrute de privilegios o ventajas de ellas”.
. Hoy por hoy, no me encuentro con humor para referir, con nombres y apellidos, comportamientos y reacciones “episcopales” concretas, exactamente idénticas a las protagonizadas por cargos similares, o paralelos, en la Administración del Estado o de empresas privadas. Esto no obsta para que no deje de reseñar la gravedad entrañada en los términos “pastoral” y de “intérpretes oficiales de la voluntad del Señor”, con los que se pretendiera fundamentar las decisiones, sustantivadas no pocas de ellas tan solo por nombramientos y títulos antievángelicos.
. El recurso al Código de Derecho Canónico, como esquema de la verdadera Iglesia de Cristo, personal y colectivamente, y con expresa mención para la presencia y actividad en la misma, de la jerarquía y del resto del pueblo de Dios, carecería de lógica y de evangelio, siendo superada por los códigos y ordenamientos legales de la mayoría de los Estados, al servicio de la colectividad y teniendo en cuenta el bien común.
. Destaco muy convencidamente la gravedad entrañada en la ausencia de la mujer en el organigrama de responsabilidades eclesiales, con cuanto ella podrá significar en la reforma- refundación que hoy se demanda, en sintonía con las urgencias y necesidades del pueblo de Dios.
. Ejercer de obispos, solo o predilectamente “a las horas de oficina”, y a la de “hacer bolos” en inauguraciones, recepciones, actos oficiales, solemnidades, procesiones y “funciones”, sagradas o no, ni es pastoral ni sensato. Incongruente, ingenuo y gravísimo error es pensar que en la Iglesia ni cabe ni se ejerce la política, o que la calificación de “eclesiástica” no la pervierte por definición y con derivaciones infaliblemente nefastas.
. Al Código de Derecho Canónico, en sus variadas versiones, ediciones e interpretaciones, es obligatorio achacarle responsabilidades muy serias, por su escasa teología y, por supuesto, nada, o poco, evangélic, y en disonancia flagrante con el Espíritu Santo.
. Los obispos, como tales, eran y son definidos por el cortejo de derechos y privilegios, específicos de otros cargos públicos, políticos y administrativos, del Estado o de las empresas y sociedades al servicio de los intereses personales o de grupos, que justifican su existencia y actividad. Ex gobernadores civiles, hoy delegados del Gobierno, y tantas autoridades máximas y representantes provinciales o regionales – en la actualidad, algunas de ellas, “demarcaciones autonómicas”, actuaban con las responsabilidades y atuendos propios de los “poncios romanos”, con sobrenombres de Pilato en las esferas diocesanas o archidiocesanas.
. La “patente” que el propio Código de Derecho Canónico , configurado al dictado de la jerarquía y de los expertos en leyes así lo confirma, al conferirle e a la figura del obispo, en las acepciones académicas tres y cuatro del diccionario de la RAE, haciendo explícita e innegable referencia a “título o despacho para el goce de un empleo o privilegio”, y a “cédula que dan algunos cofrades o sociedades a sus individuos para que conste que lo son y para el disfrute de privilegios o ventajas de ellas”.
. Hoy por hoy, no me encuentro con humor para referir, con nombres y apellidos, comportamientos y reacciones “episcopales” concretas, exactamente idénticas a las protagonizadas por cargos similares, o paralelos, en la Administración del Estado o de empresas privadas. Esto no obsta para que no deje de reseñar la gravedad entrañada en los términos “pastoral” y de “intérpretes oficiales de la voluntad del Señor”, con los que se pretendiera fundamentar las decisiones, sustantivadas no pocas de ellas tan solo por nombramientos y títulos antievángelicos.
. El recurso al Código de Derecho Canónico, como esquema de la verdadera Iglesia de Cristo, personal y colectivamente, y con expresa mención para la presencia y actividad en la misma, de la jerarquía y del resto del pueblo de Dios, carecería de lógica y de evangelio, siendo superada por los códigos y ordenamientos legales de la mayoría de los Estados, al servicio de la colectividad y teniendo en cuenta el bien común.
. Destaco muy convencidamente la gravedad entrañada en la ausencia de la mujer en el organigrama de responsabilidades eclesiales, con cuanto ella podrá significar en la reforma- refundación que hoy se demanda, en sintonía con las urgencias y necesidades del pueblo de Dios.
. Ejercer de obispos, solo o predilectamente “a las horas de oficina”, y a la de “hacer bolos” en inauguraciones, recepciones, actos oficiales, solemnidades, procesiones y “funciones”, sagradas o no, ni es pastoral ni sensato. Incongruente, ingenuo y gravísimo error es pensar que en la Iglesia ni cabe ni se ejerce la política, o que la calificación de “eclesiástica” no la pervierte por definición y con derivaciones infaliblemente nefastas.