Esclavos de Superficialidad
.”Frivolidad” y “superficialidad” son términos que académicamente nacen, se desarrollan y expresan contenidos idénticos o similares. El auténtico sentido que tienen, y que pueden trasmitir quienes hagan uso de ellos para iniciar y mantener la convivencia en sus territorios respectivos, coinciden unánimemente con los de “ligereza”, “veleidad”, “insustancialidad”, “vaciedad” y “estupidez”. “Esclavitud” –“dicho de una persona que carece de libertad por estar bajo el dominio de otra”- configura una heredad incompatible con la condición radical inherente a los seres humanos.
Y los manaderos de la “esclavitud de la superficialidad” son muchos, con el bochornoso reconocimiento, por muy benevolentemente que se quiera calificar, los medios de comunicación social son hoy los instrumentos de la educación- información de los que se sirve la técnica para sustituir a otros, como los libros, el diálogo y las relaciones familiares y sociales, con prolija mención para la televisión, cuyo planteamiento y programación responden en exclusiva a motivaciones económicas, al dictado del mínimo esfuerzo y de satisfacciones innobles.
De entre sus áreas subrayamos las siguientes:
. La profusión de espacios y páginas deportivas y sociales constituye y moldea formas de ser, de pensar y de actuar de multitud de personas, cuyas conversaciones y comportamientos se ajustan con minuciosidad “religiosa” a los de sus mitos. Estos los suplantan con esclavitud rigurosa, gozosos de repetir sus imágenes y norma de vida.
. En las parcelas- apartadijos de la política, “la esclavitud de la superficialidad” es endémica, despiadada y salvaje. Con toda clase de argumentos, diríase que los políticos de “profesión” viven de eso. Sus discursos son siempre los mismos. Lo son sus promesas, en cuya simple y leve formulación es fácil y obligado descubrir la carencia de seguridad por su parte. Los políticos, por serlo, no saben hablar. Se hablan a sí mismos y a algunos – pocos-, de los suyos. Truenan o mugen. Depende. Ultrajan e injurian a sus “contrarios”. La opinión pública, y los responsables- irresponsables de la colectividad, debieran ejercer la sagrada función de impedir que los aspirantes a formar a los pueblos e inspirar sus instituciones, desvaríen de esa manera, con su repercusión directa e irracional en la malcrianza de sus administrados.
. En la televisión jamás se dialoga. Por mucho que se pretendan así determinados espacios, el diálogo se ausenta desde la primera intervención de sus participantes y presentadores/as, hasta la última. En televisión el diálogo es espectáculo. Su programación debiera insertarse en los espacios más frívolos. Lo que más atrae, y suscita mayor interés de los hipotéticos televidentes, es la retahíla de improperios con los que se obsequian entre sí, las reacciones de sus adversarios, su capacidad de aguante o el alboroto de su vocerío en redundante consonancia con el tono de sus cuerdas bucales.
. Los espacios religiosos y asimilados que se le reservan a la Iglesia participan en gran proporción del diagnóstico de “esclavos de la superficialidad” aplicado a los anteriores. Sus protagonistas –sacerdotes y obispos- apenas si saben hablar, y menos con el lenguaje con el que hoy se entiende la gente, y con el que hacen uso los jóvenes. El tono de voz es inextricablemente litúrgico, con la más remota posibilidad de diálogo, aunque este, por otra parte, se recomiende y se exalte en la Iglesia. Con la excelsitud, singularidad y misterio con que actúan los “celebrantes”, al diálogo se le cierran las puertas de la común-unión con Cristo Jesús y con el resto del pueblo de Dios. La religión –toda religión- jamás generará esclavos, y menos prohijará la insustancialidad vaporosa y el misterio. La religión –la Iglesia- es palabra –Verbo- y, por tanto, es diálogo.. Enseñar a hablar con Dios, y con los demás, es “evangelio”. Es la única fórmula humana y cristiana. De hechos como estos, procede la esencial necesidad de los “celebrantes” de vivir y convivir con el pueblo, depositario de palabras esenciales.
Y los manaderos de la “esclavitud de la superficialidad” son muchos, con el bochornoso reconocimiento, por muy benevolentemente que se quiera calificar, los medios de comunicación social son hoy los instrumentos de la educación- información de los que se sirve la técnica para sustituir a otros, como los libros, el diálogo y las relaciones familiares y sociales, con prolija mención para la televisión, cuyo planteamiento y programación responden en exclusiva a motivaciones económicas, al dictado del mínimo esfuerzo y de satisfacciones innobles.
De entre sus áreas subrayamos las siguientes:
. La profusión de espacios y páginas deportivas y sociales constituye y moldea formas de ser, de pensar y de actuar de multitud de personas, cuyas conversaciones y comportamientos se ajustan con minuciosidad “religiosa” a los de sus mitos. Estos los suplantan con esclavitud rigurosa, gozosos de repetir sus imágenes y norma de vida.
. En las parcelas- apartadijos de la política, “la esclavitud de la superficialidad” es endémica, despiadada y salvaje. Con toda clase de argumentos, diríase que los políticos de “profesión” viven de eso. Sus discursos son siempre los mismos. Lo son sus promesas, en cuya simple y leve formulación es fácil y obligado descubrir la carencia de seguridad por su parte. Los políticos, por serlo, no saben hablar. Se hablan a sí mismos y a algunos – pocos-, de los suyos. Truenan o mugen. Depende. Ultrajan e injurian a sus “contrarios”. La opinión pública, y los responsables- irresponsables de la colectividad, debieran ejercer la sagrada función de impedir que los aspirantes a formar a los pueblos e inspirar sus instituciones, desvaríen de esa manera, con su repercusión directa e irracional en la malcrianza de sus administrados.
. En la televisión jamás se dialoga. Por mucho que se pretendan así determinados espacios, el diálogo se ausenta desde la primera intervención de sus participantes y presentadores/as, hasta la última. En televisión el diálogo es espectáculo. Su programación debiera insertarse en los espacios más frívolos. Lo que más atrae, y suscita mayor interés de los hipotéticos televidentes, es la retahíla de improperios con los que se obsequian entre sí, las reacciones de sus adversarios, su capacidad de aguante o el alboroto de su vocerío en redundante consonancia con el tono de sus cuerdas bucales.
. Los espacios religiosos y asimilados que se le reservan a la Iglesia participan en gran proporción del diagnóstico de “esclavos de la superficialidad” aplicado a los anteriores. Sus protagonistas –sacerdotes y obispos- apenas si saben hablar, y menos con el lenguaje con el que hoy se entiende la gente, y con el que hacen uso los jóvenes. El tono de voz es inextricablemente litúrgico, con la más remota posibilidad de diálogo, aunque este, por otra parte, se recomiende y se exalte en la Iglesia. Con la excelsitud, singularidad y misterio con que actúan los “celebrantes”, al diálogo se le cierran las puertas de la común-unión con Cristo Jesús y con el resto del pueblo de Dios. La religión –toda religión- jamás generará esclavos, y menos prohijará la insustancialidad vaporosa y el misterio. La religión –la Iglesia- es palabra –Verbo- y, por tanto, es diálogo.. Enseñar a hablar con Dios, y con los demás, es “evangelio”. Es la única fórmula humana y cristiana. De hechos como estos, procede la esencial necesidad de los “celebrantes” de vivir y convivir con el pueblo, depositario de palabras esenciales.