JERARCAS Y JERARQUÍA
Los males de la Iglesia en la actualidad son muchos. Y graves. Y además, y si antes apenas si eran conocidos por el pueblo, por imposibles tapujos, -se decía que en evitación de “escándalos”-, los medios de comunicación social no se privan hoy de proclamarlos, hasta con delectación anticlerical y fruición volteriana. La reflexión sobre los males, -que no sobre lo que pudiera haber “escandalizado” el hecho de publicarlos-, podría ser de provecho para todos.
. La causa-razón de la mayoría de estos males responde fundamentalmente a la misma jerarquía eclesiástica. Su concepción y ejercicio abocan a agravar la situación en la que los males tienen su acomodo. El lenguaje popular, y el diccionario, definen el término “jerarquía” como “asociación de diversos grados y estamentos dentro de un escalafón, o graduación de personas, valores o dignidades”. Otra acepción es la de “los diversos coros angélicos”, cosa que no viene al caso.
. La práctica literalidad de la definición de “jerarquía” eclesiástica, reconocida y encarnada en sus protagonistas, necesariamente rechazará cualquier otra clase de ejercicio, por muchos que el “Doctor Jerárquico” –el Pseudo Dionisio- aplicara y alargara su doctrina en el medievo. Los aditamentos y las interpretaciones “religiosas”, amañadas por la teología en las diversas etapas de la historia eclesiástica, y al dictado, bendiciones y “Nihil Obstat”, precisamente de la propia jerarquía, apenas si se aplicaron para su verdadero destino, que no podría ser otro que el servicio del pueblo.
. Partiendo del diccionario, y de la definición y ejercicio de la jerarquía, resultaría prácticamente imposible asumirla y ejercitarla de modo distinto al que hoy lo hacen sus protagonistas. Los obispos ni saben ni quieren “pastorear” de otra manera. Así fueron elegidos y “formados”, con la convicción de ser esta la voluntad de Dios. Habría que creer en portentosos milagros, y en una fuerza especial del Espíritu, para llegar a la conclusión de que, por muy religiosamente que se nos presente, pueda ser hoy otro el comportamiento de nuestra jerarquía.
. Esto no obstante, la jerarquía lo fue de verdad, y en consonancia con los postulados evangélicos, sobre todo porque partía de la comunidad y se vivía en exclusiva a su servicio. Los conceptos dominio, intocable, santa, incuestionable, conservadurismo, jerarquización –social o eclesiástica-, institucionalización del poder, clasificación funcional, rigidez, obediencia total, divinización de la autoridad- por aquello de que “toda autoridad viene de Dios”- , concepción vertical y monárquica, absolutismo, cargo, autarquía… y otros que acompañan y escoltan a la jerarquía y a los jerarcas, de por vida, y “en el nombre de Dios”, hoy por hoy “pasaron a mejor vida”, de la mano de la reflexión teológica y con cierta anuencia de la pastoral.
. Cuanto se establezca y se mantenga con apoyo de los funcionarios, por muy eclesiásticos que sean, difícilmente la jerarquía estará al servicio del pueblo y de Dios. Dios es comunidad. En Cristo Jesús es “común-unión”. Es carisma, mucho más que institución. La Iglesia es anti-modelo de cuanto hoy se registra y sublima como poder y ejercicio de la autoridad en el mundo universo. El cristianismo es religión profética y esta condición le hace diferente –adversa- y refractaria al mando, al dominio y al mangoneo. Basada en el seguimiento de Cristo, este jamás ejerció su autoridad en otros esquemas distintos a los evangélicos, muy en contradicción con los que se llaman y dicen jerárquicos.
. Insisto en que la verdadera gravedad del problema radica en que nuestros obispos, los más representativos del estamento jerárquico, ni están preparados, ni lo estarán, para asumir y entrenarse en conformidad con las demandas de los tiempos nuevos, a la vez que de los tiempos de la primitiva Iglesia. Pero ni ellos ni nosotros tenemos hoy otra opción. Los obispos –todos los obispos- no son hoy modernos ni actuales. No están elegidos por el pueblo, lo que es fuente y origen de multitud de males y problemas, a cuyas noticias tenemos ya acceso. Pese a sus limitaciones, la democracia –también en la iglesia-, es antídoto contra el perverso y el corrupto por el poder en todas las esferas y estamentos eclesiales, por muy pontifical que sea, con insidiosos, e inhonestos, mayordomos, o sin ellos. En la primitiva Iglesia hasta se permitía, y se urgía, que, cuando fuera menester, los laicos denunciaran a sus propios obispos.
. La causa-razón de la mayoría de estos males responde fundamentalmente a la misma jerarquía eclesiástica. Su concepción y ejercicio abocan a agravar la situación en la que los males tienen su acomodo. El lenguaje popular, y el diccionario, definen el término “jerarquía” como “asociación de diversos grados y estamentos dentro de un escalafón, o graduación de personas, valores o dignidades”. Otra acepción es la de “los diversos coros angélicos”, cosa que no viene al caso.
. La práctica literalidad de la definición de “jerarquía” eclesiástica, reconocida y encarnada en sus protagonistas, necesariamente rechazará cualquier otra clase de ejercicio, por muchos que el “Doctor Jerárquico” –el Pseudo Dionisio- aplicara y alargara su doctrina en el medievo. Los aditamentos y las interpretaciones “religiosas”, amañadas por la teología en las diversas etapas de la historia eclesiástica, y al dictado, bendiciones y “Nihil Obstat”, precisamente de la propia jerarquía, apenas si se aplicaron para su verdadero destino, que no podría ser otro que el servicio del pueblo.
. Partiendo del diccionario, y de la definición y ejercicio de la jerarquía, resultaría prácticamente imposible asumirla y ejercitarla de modo distinto al que hoy lo hacen sus protagonistas. Los obispos ni saben ni quieren “pastorear” de otra manera. Así fueron elegidos y “formados”, con la convicción de ser esta la voluntad de Dios. Habría que creer en portentosos milagros, y en una fuerza especial del Espíritu, para llegar a la conclusión de que, por muy religiosamente que se nos presente, pueda ser hoy otro el comportamiento de nuestra jerarquía.
. Esto no obstante, la jerarquía lo fue de verdad, y en consonancia con los postulados evangélicos, sobre todo porque partía de la comunidad y se vivía en exclusiva a su servicio. Los conceptos dominio, intocable, santa, incuestionable, conservadurismo, jerarquización –social o eclesiástica-, institucionalización del poder, clasificación funcional, rigidez, obediencia total, divinización de la autoridad- por aquello de que “toda autoridad viene de Dios”- , concepción vertical y monárquica, absolutismo, cargo, autarquía… y otros que acompañan y escoltan a la jerarquía y a los jerarcas, de por vida, y “en el nombre de Dios”, hoy por hoy “pasaron a mejor vida”, de la mano de la reflexión teológica y con cierta anuencia de la pastoral.
. Cuanto se establezca y se mantenga con apoyo de los funcionarios, por muy eclesiásticos que sean, difícilmente la jerarquía estará al servicio del pueblo y de Dios. Dios es comunidad. En Cristo Jesús es “común-unión”. Es carisma, mucho más que institución. La Iglesia es anti-modelo de cuanto hoy se registra y sublima como poder y ejercicio de la autoridad en el mundo universo. El cristianismo es religión profética y esta condición le hace diferente –adversa- y refractaria al mando, al dominio y al mangoneo. Basada en el seguimiento de Cristo, este jamás ejerció su autoridad en otros esquemas distintos a los evangélicos, muy en contradicción con los que se llaman y dicen jerárquicos.
. Insisto en que la verdadera gravedad del problema radica en que nuestros obispos, los más representativos del estamento jerárquico, ni están preparados, ni lo estarán, para asumir y entrenarse en conformidad con las demandas de los tiempos nuevos, a la vez que de los tiempos de la primitiva Iglesia. Pero ni ellos ni nosotros tenemos hoy otra opción. Los obispos –todos los obispos- no son hoy modernos ni actuales. No están elegidos por el pueblo, lo que es fuente y origen de multitud de males y problemas, a cuyas noticias tenemos ya acceso. Pese a sus limitaciones, la democracia –también en la iglesia-, es antídoto contra el perverso y el corrupto por el poder en todas las esferas y estamentos eclesiales, por muy pontifical que sea, con insidiosos, e inhonestos, mayordomos, o sin ellos. En la primitiva Iglesia hasta se permitía, y se urgía, que, cuando fuera menester, los laicos denunciaran a sus propios obispos.