Señores obispos
Tal y como en la actualidad se presentan, hablan, escriben y se relacionan con el pueblo y sus autoridades la mayoría de los obispos, con sus atuendos y gestos litúrgicos o para-litúrgicos o simplemente cívicos, difícilmente pueden entenderse y entender a aquellos a los que dicen “pastorear”, o sobre quienes por ministerio les correspondió la salvadora tarea de abrirles caminos y acercarlos a Dios.
Vestidos como todavía se visten dentro y fuera de las asambleas litúrgicas, canónicas, pastorales, o meramente representativas, sin amigos, sin apenas palabras para relacionarse con los demás, todavía con el “Nos” jerárquico en su vocabulario, luciendo el anillo, el báculo, el solideo y la mitra en determinados momentos y situaciones fundamentales, con profusión de colorines, salones de trono, y distanciamientos y privilegios decrépitos, es radicalmente imposible que sus palabras sean portadoras de convivencia, de paz, de luz y de caridad. Por supuesto que de situaciones similares en las que todo está inspirado y regido por la liturgia y modos oficiales o sociales, el Espíritu indefectiblemente se ausenta por requerir su acción salvadora palabras y gestos de naturalidad y fragilidad humanas. En el plan de Dios resulta soberanamente inextricable la posibilidad de hacer el bien, incluido el ministerial, con lenguaje y atuendos ininteligibles, falsos y absurdos. Creerse otra cosa es mostrarse incapacitados para ser humildes, cuerdos y sensatos y simultáneamente, ser y revelarse con unas buenas porciones de puerilidad y superpuesto candor.
En el organigrama eclesiástico-social de España, el obispo se convierte con descorazonadora asiduidad en un objeto de lujo, que le confiere distinción y prestancia a los actos en los que se hace presente y a las personas que participan o asisten al mismo. El caso de las bodas en las que sustituyen a los párrocos de los contrayentes es singularmente significativo. El ceremonial con el que le suele tratar, y sus atavíos y pompas, obligan a destacar su protagonismo, por mucha humildad con la que quiera equiparse y pasar desapercibido. Si el marco es fundamentalmente social, así atuendado el obispo corre serios riesgos de rondar los módulos de la ridiculez o del espectáculo en perjuicio de la dignidad y seriedad que reclaman los ministros del Señor, que jamás intentarán llevar a la práctica, si a la vez han de llamar la atención.
La norma evangélicamente suprema y eficaz para hacer el bien, desde dentro y desde fuera de la Iglesia, y más por su condición jerárquica, exigirá indefectiblemente no hacer uso, y aún prescindir, de títulos, honores, lenguajes distintos del habitual, privilegios, tratamientos, hábitos y ceremonias… que contribuyan a alejar de sí a los demandantes de soluciones a sus problemas, que necesitan ser escuchados y sentirlos comprometidos y con la esperanza de ser y estar iluminados por la fe y la caridad. Si los miembros de la Jerarquía no lograran ya actuar y ser de su tiempo, tendría que ser milagroso que su actividad pastoral llegara a ser efectiva en alguna ocasión, con mención particular para los que, por su importancia o singularidad, requieren la atención por parte de la Jerarquía, antes o después de haberla recabado de los sacerdotes que les son más cercanos.
Conste que las mismas “funciones” o solemnidades litúrgicas con sus ritos y ceremonias majestuosas, presididas por los obispos, están hoy implorando un recorte en su espectacularidad, al igual que una adoctrinadora catequesis para la adecuada interpretación de los gestos y signos.