Sobran Colorines
“Colorantes”, “colorines”, “coloridos”, “coloretes”, “colorar” o “colorear”, y tantos otros términos derivados de los “cinco colores heráldicos” y más, no tienen buena prensa en el lenguaje popular y en las relaciones humanas. “Ponerse de mil colores”, “salirle a alguien, los colores”, “ver las cosas de color negro, o aún de color de rosa”, no le aportan a la convivencia elementos sustantivos de honradez y veracidad. Los “colorines” por antonomasia son conocidos y aplicados a ciertas publicaciones periódicas, que masivamente se constituyen en fuente de información sobre todo para el género femenino y en referencias “cordiales” para aspiraciones, por inasibles que sean, con las lógicas consecuencias de las frustraciones que conlleva su comprobación.
En la Iglesia también, y de modo eminente, se hacen presentes los colores. La liturgia se sirve, y aprovecha su lenguaje, para la catequesis, evangelización y educación de la fe. Por la galería- pasarela del Año Litúrgico desfilan sistemáticamente colores de dolor, de penitencia, de esperanza y de resurrección. Cada tiempo, y cada festividad, tiene su propio color. Ellos representan, visten y revisten sentimientos y doctrinas religiosas de verdad, y no solo en apariencias.
. El capítulo de los colores en la Iglesia, precisa también de reforma y de renovación, teniendo sagradamente en cuenta la interpretación que hoy se les presta a los mismos. Pero lo que es inaplazable y urgente es la reforma de los “colorines”. Su sacralización, y la de aquellos a quienes por motivos jerárquicos engalanan, disfrazan, atavían, diferencian y distinguen, demandan ineludiblemente su profunda y purificadora revisión, con el firme propósito de renovación y hasta desaparición, si se ha de menester.
. Para muchos cristianos, o aspirantes a serlo algún día, en la Iglesia se abusa de los “colorines” de modo ciertamente espectacular, escandaloso y como fuera del tiempo y del lugar en el que nos instala la historia en la actualidad. Si además se descubre que su uso, adscripción, pertenencia y aún sus iridiscencias, tonos y grados están rigurosamente previstos, regulados y prescritos por los liturgos de turno, la extrañeza arrampla con toda posibilidad “religiosa”.
. A los Papas, Cardenales, arzobispos, metropolitas, obispos, monseñores, capellanes, canónigos… les sobran “colorines” y colores. Y no solo en sus atuendos- ornamentos para las solemnidades litúrgicas, sino en las mismas relaciones sociales de cada día y de cada actividad, la mayoría de ellas de carácter puramente social y aún familiar. No hay razón religiosa alguna para que, con signos jerárquicos, se tenga que vivir, y trabajar, durante el día, y en cualquiera de sus actividades y representaciones. Cuando además, signos tan específicos como el crucifijo, forman parte del atuendo, el riesgo de profanación es para muchos nada ejemplar.
. Desde el convencimiento, hoy incuestionable e incursionado, de que a la púrpura cardenalicia , con mención ruborosa y explícita para la de los miembros de la Curia Romana, le sobra el atuendo, al menos el verbal, de “sagrada”, es deber del buen cristiano contribuir por hacerla desaparecer, o por que se restrinja su uso de manera radical. “Discolorear” las púrpuras, “desacralizarlas” y “discardinalizarlas” es bastante más que un atrevimiento inocentemente semántico. Es – será- tarea religiosa y eclesial. Es –será- ocupación ascética de calidad, de cultura y de culto.
. Los “colorines”, con sus correspondientes exigencias palaciegas, avergüenzan al resto del pueblo de Dios. Humillan a muchos. Abochornan a otros. Les dejan perplejos. Los confunden y les hacen perder la fe, estupefactos al comprobar con tanta facilidad que personas adultas, “hechas y derechas”, se dejen revestir de indumentarias que en tan soberanas y soberbias proporciones alejen del resto del pueblo de Dios y, asperjados y “santificados”, les permita seguir “viviendo en el mejor de los mundos”, por tanto, al margen, o en contra, de las realidades temporales, entre nimbos aureolados de fútiles y ociosos misterios.
. Los “colorines” resaltan, o dan espectáculo. ¿Qué este sea, y precisamente por eso, más o menos “religioso”? Se trata de una pregunta que en la actualidad precisa de reflexión comprometida, honesta y, por encima de todo, evangélica. Relacionar púrpura de los capisayos y ornamentos cardenalicios con el rojo martirial del amor y del sacrificio es pretensión indecorosa, que franquea las fronteras de la deshonestidad y del desenfreno, por mucha fantasía con que se exponga, manifieste y explique.
En la Iglesia también, y de modo eminente, se hacen presentes los colores. La liturgia se sirve, y aprovecha su lenguaje, para la catequesis, evangelización y educación de la fe. Por la galería- pasarela del Año Litúrgico desfilan sistemáticamente colores de dolor, de penitencia, de esperanza y de resurrección. Cada tiempo, y cada festividad, tiene su propio color. Ellos representan, visten y revisten sentimientos y doctrinas religiosas de verdad, y no solo en apariencias.
. El capítulo de los colores en la Iglesia, precisa también de reforma y de renovación, teniendo sagradamente en cuenta la interpretación que hoy se les presta a los mismos. Pero lo que es inaplazable y urgente es la reforma de los “colorines”. Su sacralización, y la de aquellos a quienes por motivos jerárquicos engalanan, disfrazan, atavían, diferencian y distinguen, demandan ineludiblemente su profunda y purificadora revisión, con el firme propósito de renovación y hasta desaparición, si se ha de menester.
. Para muchos cristianos, o aspirantes a serlo algún día, en la Iglesia se abusa de los “colorines” de modo ciertamente espectacular, escandaloso y como fuera del tiempo y del lugar en el que nos instala la historia en la actualidad. Si además se descubre que su uso, adscripción, pertenencia y aún sus iridiscencias, tonos y grados están rigurosamente previstos, regulados y prescritos por los liturgos de turno, la extrañeza arrampla con toda posibilidad “religiosa”.
. A los Papas, Cardenales, arzobispos, metropolitas, obispos, monseñores, capellanes, canónigos… les sobran “colorines” y colores. Y no solo en sus atuendos- ornamentos para las solemnidades litúrgicas, sino en las mismas relaciones sociales de cada día y de cada actividad, la mayoría de ellas de carácter puramente social y aún familiar. No hay razón religiosa alguna para que, con signos jerárquicos, se tenga que vivir, y trabajar, durante el día, y en cualquiera de sus actividades y representaciones. Cuando además, signos tan específicos como el crucifijo, forman parte del atuendo, el riesgo de profanación es para muchos nada ejemplar.
. Desde el convencimiento, hoy incuestionable e incursionado, de que a la púrpura cardenalicia , con mención ruborosa y explícita para la de los miembros de la Curia Romana, le sobra el atuendo, al menos el verbal, de “sagrada”, es deber del buen cristiano contribuir por hacerla desaparecer, o por que se restrinja su uso de manera radical. “Discolorear” las púrpuras, “desacralizarlas” y “discardinalizarlas” es bastante más que un atrevimiento inocentemente semántico. Es – será- tarea religiosa y eclesial. Es –será- ocupación ascética de calidad, de cultura y de culto.
. Los “colorines”, con sus correspondientes exigencias palaciegas, avergüenzan al resto del pueblo de Dios. Humillan a muchos. Abochornan a otros. Les dejan perplejos. Los confunden y les hacen perder la fe, estupefactos al comprobar con tanta facilidad que personas adultas, “hechas y derechas”, se dejen revestir de indumentarias que en tan soberanas y soberbias proporciones alejen del resto del pueblo de Dios y, asperjados y “santificados”, les permita seguir “viviendo en el mejor de los mundos”, por tanto, al margen, o en contra, de las realidades temporales, entre nimbos aureolados de fútiles y ociosos misterios.
. Los “colorines” resaltan, o dan espectáculo. ¿Qué este sea, y precisamente por eso, más o menos “religioso”? Se trata de una pregunta que en la actualidad precisa de reflexión comprometida, honesta y, por encima de todo, evangélica. Relacionar púrpura de los capisayos y ornamentos cardenalicios con el rojo martirial del amor y del sacrificio es pretensión indecorosa, que franquea las fronteras de la deshonestidad y del desenfreno, por mucha fantasía con que se exponga, manifieste y explique.