Carmen Chacón: Alabar a los muertos

Ha muerto, a los 46 años, Carmen Chacón. Todo mi respeto. Y mi modesta oración de creyente. Su muerte inesperada ha desatado un río de condolencias y encendidas alabanzas en su partido y fuera de él. La recuerdan adornada con toda clase de méritos y cualidades. Con ese tan positivo bagaje, ¿cómo pudo verse movida a dejar la vida pública para entregarse a tareas privadas? Sin duda, no todo era gloria y conoció también las luchas, los fracasos, lo implacable de la vida política. Repito: todo mi respeto para ella.

Pero mi pregunta va más allá del caso Carmen Chacón: ¿Tiene uno que morirse para que amigos y enemigos se pongan de acuerdo en reconocer y ensalzar sus méritos?

Es algo que a cualquiera puede llenarle de estupefacción y de tristeza.

Ofrezco la siguiente parábola inédita, escrita recientemente en una situación similar y no ajena a la costumbre de esta tardía, relativamente inútil, asombrosa generosidad hacia los muertos.


AMOR Y ELOGIO TRAS LA MUERTE

El reino de la tierra se parece a un hombre al que Dios favoreció con toda clase de dones. Arrastraba tras de sí a una multitud de hombres y mujeres que le seguían con la esperanza de que resolviera todos los problemas de sus casas, sus familias, su vidas y fortunas. La naturaleza mezcló en él algunas sombras que en parte oscurecían el brillo de sus dones. Luchó, trabajó hasta el agotamiento, acompañado siempre de una gran masa de fervorosos partidarios.

Entre tanto un número crecido de adversarios, de dentro y de fuera de los suyos, le atacaban con saña y arrojaban sobre él todos los detritus que la inquina y el odio acumular podían.

Murió el hombre. Y, de pronto, como por fuerza de milagro, desaparecieron todas las voces fétidas o agrias o enconadas, todos los dardos emponzoñados dirigidos a su figura. A los esperables elogios de los suyos se sumaba ahora el agasajo franco, el panegírico encendido, la rendida alabanza de los hasta entonces irreconciliables enemigos.

Un sabio alzó la voz y dijo que el punto de morir era ya demasiado tardío para imposibles amores, para incondicionales reconocimientos. Clamaba: “Desconfiad de elogios tras la muerte por parte de quienes os regalaron en vida su indiferencia y os desgarraron el cuello a dentelladas de la ambición, la envidia y el desprecio”.

Pero ya antes el pueblo sabio, en su rotunda rudeza, inventó aquel sagaz y amargo dicho, cuadrúpedo incluido, que podría grabarse y multiplicarse sin límite en las más finas vetas del mármol de Carrara. Podría parecer hoy cruel reproducido en su literalidad. Lo señalaremos traducido a lo benigno. Es el refrán que recuerda lo del jumento muerto y la cebada póstuma.
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