Lo vi muy viejecito, muy cercano a la muerte, agarrado, abrazado a la música.
El parque que atraviesas va cerrando los ojos,
las hojas de la fronda.
Cerca está ya la hora en que la noche
acueste para siempre la altura de los árboles.
Pero en tanto caminas
ves a ese viejecito recostado en el banco.
Baja también sus párpados, abrazando a su pecho
en su cassete romanzas de zarzuela.
Los ojos entornados, viejo su pelo blanco
como de nieve muerta, con devoción escucha
el ocaso de un coro y un aria de tenor
alta como los montes que al sol matan.
Tan embebido niega sus postrimerías
que igual te ignora a ti como a los gatos
que sin desmayo mayan y le rondan. “Prohibido
echarles de comer”. Y prohibido
abrir los ojos al besar la música.
Tú sigues caminando. Rozas
la balconada. Casi póstumo
te despide el paisaje: cielos, montes
y un recio caserío conturbando la vega.
“Nada de esto te daré
aunque te postres y me adores”.
Vuelves sobre tus pasos. Todavía el anciano
se anuda a la zarzuela con el último
hilito de su vida.
¿Duerme?
¿O es su postrer ensayo
del arte de morir?
Tú
quedas para contarlo y aun cantarlo, porque vivo
has cruzado hoy el parque.