Se han ido dos figuras señeras de la Compañía de Jesús.

En apenas unos días han marchado al encuentro del Padre dos hijos ilustres de San Ignacio de Loyola. Los padre Dou y Zalba. Verdaderos lujos de la Compañía.

Ambos muy mayores, Zalba con más de cien años, autoridades reconocidísimas en sus respectivos campos, jamás se les vio en ese campo contestatario en el que hoy se mueven no pocos de sus hermanos. Yo creía que ya habían muerto y sus necrológicas han hecho revivir en mí la nostalgia de tantos ejemplares jesuitas que antaño eran flor común en el vergel ignaciano.

¿Qué ha quedado de aquello? ¿El extraordinario jardín de entonces es hoy un campo yermo? No voy a decir que tanto pero la Compañía de Aldama, Caballero, Pérez Argos, Sánchez de León, Martín Prieto, Piulachs, Alba, Bidagor, Guerrero, Brugarola, Criado, Mayor, Gómez Hellín, Parente, Sánchez Céspedes, Soto, González Quevedo, Granero, Igártua... y más que Dios puso en mi camino, no se parece en nada a la de los Castillo, Estrada, Sobrino, Masiá. González Faus, Díez Alegría y bastantes más que podría citar. Como aquellos ejemplares jesuitas sólo quedan, y con muchos años, apenas Mendizábal, Pozo, Arredondo y alguno más.

No se me entienda que digo que no hay ya buenos jesuitas. Seguro que los habrá. Realizando muy bien su misión de salvar almas. ¿Qué tontería, verdad? ¿Salvar almas? Pues eso es lo que añoro. La desaparición de aquella gloriosa Compañía tan entregada a la Iglesia y que tanto bien hizo.

Se acaban de ir dos de aquellos jesuitas. De los últimos de aquellos jesuitas. Inmensos en su entrega y en su amor a Cristo y a su Iglesia. Debemos encomendar a Dios a todos los difuntos. Pero hay algunos de los que piensa uno que más que encomendarles debemos encomendarnos ya a ellos. Zalba y Dou eran de esos.
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