Si Dios es amor, ¿qué es creer? (I)
Propongo contemplar la fe cristiana como compromiso de amor con el ser humano, compromiso con una vida digna para cada uno de los seres humanos y para todos juntos. Hace años estuvo muy en boga referirse a la fe bajo esta preocupación encarnada y liberadora. En nuestros días, por razones que aquí no vamos a exponer, otras dimensiones de la fe han adquirido un protagonismo más destacado. Con todo, nadie duda ya, al menos no debería hacerlo, de que la teología y la experiencia cristianas son inteligencia del amor y práctica misericordiosa. Se discute de uno u otro modo sobre los significados de esta definición, advirtiendo de su especificidad y diferencias por comparación con las luchas humanas identificadas con la justicia “política”, pero, en cuanto a su puesto característico en la vida de fe, nadie deja de reconocer la condición comprometidamente liberadora de la fe cristiana.¡Porque no es cualquier compromiso al que convoca la fe, sino aquél que puede ser reconocido en sintonía con la vida y palabra de Jesús, es decir, integralmente liberador del ser humano en todas sus dimensiones! Con ello estoy diciendo que no elegimos nosotros el carácter liberador de la fe, ni depende de nuestros gustos personales entender de uno u otro modo lo de liberador. Ciertamente es objeto de un discernimiento prudente y concreto en cada circunstancia personal y social, sí, pero bajo las pautas fundamentales de la persona de Jesús, el Cristo de Dios, de su vida, de sus palabras, de sus actitudes y de sus preferencias, y, entre todas ellas, la compasión por los pobres, débiles y pecadores. Discernimiento, por supuesto, en comunión con la Iglesia, pero que ella misma tiene que obedecer para vivir y actuar en el Espíritu de Jesucristo.
Al contemplar la fe por el lado del compromiso, como he dicho, no olvidamos ni callamos que su última raíz es una experiencia personal y honda de Dios, una experiencia religiosa. El compromiso cristiano, lo que llamamos práctica de la caridad personal y social, está referido a Dios, a la experiencia que tenemos del Amor de Dios, como a su raíz más profunda. ¡Cuidado, por tanto, con que no se nos reseque! Reconocemos la necesidad de cultivar esa experiencia religiosa radical, la nuestra, experiencia de la misericordia entrañable de Dios con nosotros. Corregir nuestros olvidos y descuidos en este sentido, es muy importante. Vital, diría yo. Pero, añado de inmediato, ¡atención!, que nadie crea que puede encontrar a Dios, el gran Otro, fuera y lejos de los otros, nuestros prójimos; que nadie crea que, si se debilita esta experiencia religiosa, ya no merece la pena la acción solidaria y justa de los cristianos, pues puede ser, en épocas de invierno para la Iglesia y la fe, el rescoldo que nos queda para calentar nuestros espíritus, mientras llega la primavera del Espíritu; y que nadie crea, menos aún, que la oración desencarnada puede sustituir con ventaja la falta de compromiso cristiano. Sigue siendo necesario subrayar y probar, yo así lo creo todavía, que el olvido del compromiso nunca puede ser suplido por la oración fervorosa; y es que nunca las buenas intenciones son igual a las mejores acciones caritativas. Rectas intenciones tenían todos en la parábola del buen samaritano, pero sólo éste confesó la fe en el verdadero Dios, haciéndose prójimo del necesitado. Este vuelco en la fe es sustancial, para comprender el compromiso caritativo liberador como el comienzo real de la oración cristiana y de su teología.
Por tanto, al pensar la fe como compromiso personal y social, no podemos caer en el error de querer vivirla con olvido de los pobres reales, los predilectos de Dios, “la niña de sus ojos”. Esta idea debe estar clara, antes de profundizar en el alma caritativa de la fe, es decir, en cómo la fe cristiana es esencialmente, ¡también!, compromiso práctico, histórico, social y público. Debemos además pensar todo esto, finalmente, sin olvido de los contextos o escenarios sociales del compromiso de los cristianos: contextos de injusticia estructural, creciente, globalizada y televisada. No es el momento de describirlos, pero están ahí condicionándonos en todo y a todos. Olvidarlos al hablar de la fe como compromiso liberador, sería tanto como hablar de las bondades del alpinismo sin hablar de la orografía y el clima del lugar al que vamos a viajar.
Al contemplar la fe por el lado del compromiso, como he dicho, no olvidamos ni callamos que su última raíz es una experiencia personal y honda de Dios, una experiencia religiosa. El compromiso cristiano, lo que llamamos práctica de la caridad personal y social, está referido a Dios, a la experiencia que tenemos del Amor de Dios, como a su raíz más profunda. ¡Cuidado, por tanto, con que no se nos reseque! Reconocemos la necesidad de cultivar esa experiencia religiosa radical, la nuestra, experiencia de la misericordia entrañable de Dios con nosotros. Corregir nuestros olvidos y descuidos en este sentido, es muy importante. Vital, diría yo. Pero, añado de inmediato, ¡atención!, que nadie crea que puede encontrar a Dios, el gran Otro, fuera y lejos de los otros, nuestros prójimos; que nadie crea que, si se debilita esta experiencia religiosa, ya no merece la pena la acción solidaria y justa de los cristianos, pues puede ser, en épocas de invierno para la Iglesia y la fe, el rescoldo que nos queda para calentar nuestros espíritus, mientras llega la primavera del Espíritu; y que nadie crea, menos aún, que la oración desencarnada puede sustituir con ventaja la falta de compromiso cristiano. Sigue siendo necesario subrayar y probar, yo así lo creo todavía, que el olvido del compromiso nunca puede ser suplido por la oración fervorosa; y es que nunca las buenas intenciones son igual a las mejores acciones caritativas. Rectas intenciones tenían todos en la parábola del buen samaritano, pero sólo éste confesó la fe en el verdadero Dios, haciéndose prójimo del necesitado. Este vuelco en la fe es sustancial, para comprender el compromiso caritativo liberador como el comienzo real de la oración cristiana y de su teología.
Por tanto, al pensar la fe como compromiso personal y social, no podemos caer en el error de querer vivirla con olvido de los pobres reales, los predilectos de Dios, “la niña de sus ojos”. Esta idea debe estar clara, antes de profundizar en el alma caritativa de la fe, es decir, en cómo la fe cristiana es esencialmente, ¡también!, compromiso práctico, histórico, social y público. Debemos además pensar todo esto, finalmente, sin olvido de los contextos o escenarios sociales del compromiso de los cristianos: contextos de injusticia estructural, creciente, globalizada y televisada. No es el momento de describirlos, pero están ahí condicionándonos en todo y a todos. Olvidarlos al hablar de la fe como compromiso liberador, sería tanto como hablar de las bondades del alpinismo sin hablar de la orografía y el clima del lugar al que vamos a viajar.