El Papa pide "perdón". Creo en la Iglesia
Confieso que me gustan mucho los gestos más “atrevidos” del Papa Benedicto XVI. Por tales tengo que, en su viaje a Australia, haya expresado en público la vergüenza que siente ante los abusos sexuales a menores cometidos por algunos sacerdotes y religiosos de aquel país, haya exhortado además para que esa vergüenza sea un sentir común a la Iglesia y a todos los católicos, y haya dicho que la compasión y el cuidado para con las víctimas exige también la entrega de los culpables a la Justicia. No soy quién para acusar a nadie sin compasión en causa alguna, ni tiraré piedras contra los pecadores en ningún caso, pero reconozco que la misericordia no está reñida con “practicar la verdad y la justicia” donde se ha instalado el pecado y la injusticia. Esto es así, por más que las personas siempre merezcan compasión cristiana y, una vez regenerados, oportunidades nuevas en la vida.
Más me sorprende y me agrada que el Papa haya recibido a una representación de las víctimas para escucharlas y ofrecerles el aliento de la compasión y el perdón en nombre toda la Iglesia a la que él representa. No soy un especialista en la materia, ni me he procurado toda clase de información para saber si las víctimas han quedado “satisfechas” con este gesto inusual, pero me complace mucho su hondura moral y pastoral.
Pesando a partir de esta experiencia, me gustaría añadir:
Creo en la Iglesia que hace gestos muy claros y muy nuevos en relación con las víctimas del género que sean; muy particularmente, cuando esa Iglesia, miembros suyos muy cualificados, forman parte de quienes causaron el daño y lo hicieron valiéndose del prestigio de su ministerio eclesial.
Creo en la Iglesia cuyo anciano Papa se marcha a miles de kilómetros de su Sede para reconocerse cabeza de una comunidad universal de creyentes que tiene necesidad de contar la Buena Nueva, y no evita reconocerse madre de aquéllos que más pecaron y lo hicieron contra los más pequeños. Podía haber callado; antes lo hizo; podía haber dicho que ya no eran sus hijos; hay ideas “teológicas” para casi todo; pero, no lo dijo; al contrario, ha dicho que nos comprometamos todos en un sentir común de vergüenza contra ese pecado, y que siendo delito, los hechos exigen la entrega de los culpables a la justicia.
Creo en la Iglesia cuyo anciano Papa, teólogo sabio e intelectual culto, corre a los cuatro puntos cardinales del mundo para contar la Buena Nueva de Jesucristo. Lo hace con profundidad de cristiano y teólogo, y lo hace con inteligencia para “la provocación” cultural. No me callaré que es un Papa teológica y doctrinalmente, “conservador”, y por tal entiendo, con una “débil o tenue asunción de los significados históricos y prácticos de la Encarnación”. Voz del Espíritu en el mundo, lleno de perspicacia para lo que amenaza al alma humana, ¡qué nadie lo ignore!, pero voz entrecortada y apagada en su eco público por una asunción insuficiente del ser humano, un ser demasiado “abstraído respecto a las estructuras sociales y la historia”. (¿concepción “neoplatónica” y “neoagustiana”?).
Creo en la Iglesia cuyo anciano Papa, dignísimo siempre en la actitud moral y pedagógico sin ambages en la palabra creyente, se acerca al mundo de las víctimas de los hijos de la Iglesia para pedirles perdón, y hacerlo de corazón. Me llega. Me gustaría que las víctimas constituyeran la clave moral y religiosa de su discurso. No sólo cuando se refiere a ellas en nombre de nuestros pecados. También cuando nos hablar a todos de Dios, del Dios de Jesucristo, quisiera que las víctimas, fuesen el quicio de su acogida de la fe, la esperanza y la caridad ante el mundo. Y me gustaría que lo fuesen todas las víctimas, las de todas la inmoralidades, personales, institucionales y estructurales, las interpersonales y las sociales, las morales y las materiales. Tengo la esperanza, tenue todavía, pero cierta, de que esta manera de recorrer el mundo, colocando muy cerca del centro a algunas víctimas, terminará devolviéndoles toda la primacía que a ellas les reconoce la fe en Jesucristo, porque así fue él mismo, Cristo de Dios e Hijo: “Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque…”.
Creo en la Iglesia, cuyo anciano Papa “descoloca” en cierta medida a aquéllos mismos que lo invitan, y sin desautorizarlos, sin embargo tiene gestos de justicia y amor más radicales de lo previsto, y gestos de mano tendida en la dialéctica social con “los adversarios” que hacen ver a las claras lo ridículo de algunas posturas “más papistas que las del Papa”. Por tales tengo, ¡por ejemplo y cerca de nosotros!, a los que califican de totalitaria la situación cultural y política española, con una falta de rigor en el concepto, en la valoración de los hechos, y sobre todo, en la actitud de disenso hacia los adversarios sociales, ¡qué no odiados enemigos!, que al escuchar al Papa debieran como mínimo reconocer que “la misma pretensión de verdad moral y religiosa”, requiere otra actitud intelectual y ética en una sociedad como la nuestra. (Supongo que no será la única) ¡Viniendo además de donde venimos y con lo que como Iglesia hemos sido hasta los años del Concilio! Todo el mundo me entiende.
Creo en la Iglesia.
Más me sorprende y me agrada que el Papa haya recibido a una representación de las víctimas para escucharlas y ofrecerles el aliento de la compasión y el perdón en nombre toda la Iglesia a la que él representa. No soy un especialista en la materia, ni me he procurado toda clase de información para saber si las víctimas han quedado “satisfechas” con este gesto inusual, pero me complace mucho su hondura moral y pastoral.
Pesando a partir de esta experiencia, me gustaría añadir:
Creo en la Iglesia que hace gestos muy claros y muy nuevos en relación con las víctimas del género que sean; muy particularmente, cuando esa Iglesia, miembros suyos muy cualificados, forman parte de quienes causaron el daño y lo hicieron valiéndose del prestigio de su ministerio eclesial.
Creo en la Iglesia cuyo anciano Papa se marcha a miles de kilómetros de su Sede para reconocerse cabeza de una comunidad universal de creyentes que tiene necesidad de contar la Buena Nueva, y no evita reconocerse madre de aquéllos que más pecaron y lo hicieron contra los más pequeños. Podía haber callado; antes lo hizo; podía haber dicho que ya no eran sus hijos; hay ideas “teológicas” para casi todo; pero, no lo dijo; al contrario, ha dicho que nos comprometamos todos en un sentir común de vergüenza contra ese pecado, y que siendo delito, los hechos exigen la entrega de los culpables a la justicia.
Creo en la Iglesia cuyo anciano Papa, teólogo sabio e intelectual culto, corre a los cuatro puntos cardinales del mundo para contar la Buena Nueva de Jesucristo. Lo hace con profundidad de cristiano y teólogo, y lo hace con inteligencia para “la provocación” cultural. No me callaré que es un Papa teológica y doctrinalmente, “conservador”, y por tal entiendo, con una “débil o tenue asunción de los significados históricos y prácticos de la Encarnación”. Voz del Espíritu en el mundo, lleno de perspicacia para lo que amenaza al alma humana, ¡qué nadie lo ignore!, pero voz entrecortada y apagada en su eco público por una asunción insuficiente del ser humano, un ser demasiado “abstraído respecto a las estructuras sociales y la historia”. (¿concepción “neoplatónica” y “neoagustiana”?).
Creo en la Iglesia cuyo anciano Papa, dignísimo siempre en la actitud moral y pedagógico sin ambages en la palabra creyente, se acerca al mundo de las víctimas de los hijos de la Iglesia para pedirles perdón, y hacerlo de corazón. Me llega. Me gustaría que las víctimas constituyeran la clave moral y religiosa de su discurso. No sólo cuando se refiere a ellas en nombre de nuestros pecados. También cuando nos hablar a todos de Dios, del Dios de Jesucristo, quisiera que las víctimas, fuesen el quicio de su acogida de la fe, la esperanza y la caridad ante el mundo. Y me gustaría que lo fuesen todas las víctimas, las de todas la inmoralidades, personales, institucionales y estructurales, las interpersonales y las sociales, las morales y las materiales. Tengo la esperanza, tenue todavía, pero cierta, de que esta manera de recorrer el mundo, colocando muy cerca del centro a algunas víctimas, terminará devolviéndoles toda la primacía que a ellas les reconoce la fe en Jesucristo, porque así fue él mismo, Cristo de Dios e Hijo: “Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque…”.
Creo en la Iglesia, cuyo anciano Papa “descoloca” en cierta medida a aquéllos mismos que lo invitan, y sin desautorizarlos, sin embargo tiene gestos de justicia y amor más radicales de lo previsto, y gestos de mano tendida en la dialéctica social con “los adversarios” que hacen ver a las claras lo ridículo de algunas posturas “más papistas que las del Papa”. Por tales tengo, ¡por ejemplo y cerca de nosotros!, a los que califican de totalitaria la situación cultural y política española, con una falta de rigor en el concepto, en la valoración de los hechos, y sobre todo, en la actitud de disenso hacia los adversarios sociales, ¡qué no odiados enemigos!, que al escuchar al Papa debieran como mínimo reconocer que “la misma pretensión de verdad moral y religiosa”, requiere otra actitud intelectual y ética en una sociedad como la nuestra. (Supongo que no será la única) ¡Viniendo además de donde venimos y con lo que como Iglesia hemos sido hasta los años del Concilio! Todo el mundo me entiende.
Creo en la Iglesia.