"Particular" y "privado" en relación a la laicidad
Nótese que mucha gente habla de sociedades laicas cuando se refiere a la democracia y las cosmovisiones que en ella "circulan"; se dice, así, que siendo diversas en ella, ninguna es la suya. Cierto. Pero, en rigor, laicas no son las sociedades, es decir, sus personas, sino la organización política de esas sociedades y, sobre todo, su Estado. Esa organización política de las sociedades democráticas sí es laica.
Y aquí caben dos conceptos. Uno, la laicidad del Estado, y de ¡toda la vida pública! es total, de manera que las cosmovisiones y religiones son un asunto privado, y, en principio, no pueden dar lugar a realizaciones propias en la enseñanza, en la política, o en cualquier otro ámbito de la vida social. Todas las realizaciones que se den en la vida pública deberían ser laicas, sin religión o cosmovisión que las identifique. El Estado es neutral y, en rigor, hasta neutro. Las Iglesias, por el contrario, son instituciones privadas con una presencia privada, para los suyos, y en su lugar, los templos.
La razón de este modelo de laicidad sería que la historia nos ha enseñado así a evitar las guerras de religión; la paz social, como imperativo del bien común, justificaría este modo de entender toda la vida pública como vida laica. La dignidad igual de todos los seres humanos, y sus derechos, requiere de esa laicidad. La libertad religiosa, respondiendo a un derecho humano fundamental, se entiende bien servida a través de su forma privada. La religión y las metafísicas son realidades privadas que, postuladas para la vida pública, dan lugar a situaciones de violencia y, lo que es peor, de injusta desigualdad. Lo que importa es preservar el bien público de la paz social a través de la igualdad radical de todos los ciudadanos. Esto es lo que enseña la experiencia histórica, y, también, la razón misma, lo único universal de nuestras personas, la vía compartida de nuestro progreso moral y político.
El otro concepto también reconoce la laicidad de la vida pública de las sociedades democráticas, tan plurales ideológicamente, pero la laicidad lo es de su organización política, o Estado, no así de la vida social. El Estado aquí es neutral, pero no neutro, y menos aún beligerante o laicista; las personas y los grupos de la sociedad civil tienen derecho de iniciativa en todos los órdenes, y lo tienen según sus convicciones religiosas y análogas; la religión sí tiene derecho a su expresión pública, y no sólo privada; la religión, y las cosmovisiones humanas, no son un asunto privado, en el sentido de íntimo y reducido a sus templos, sino particular, en el sentido de perteneciente a una parte de la sociedad pero con iguales derechos públicos; el Estado los facilita, según criterios democráticos (participación, igualdad de derechos y deberes, subsidiariedad, solidaridad) y, moralmente, se nutre de esa creatividad social para las leyes.
La razón de este modelo de laicidad sería que el bien común no puede ser servido negando la expresión de una dimensión fundamental de las personas, y del derecho anejo, la libertad religiosa, privada y pública; y que no se puede lograr, por tanto, la paz social al precio de recortar injustamente las libertades. La religión y las metafísicas son realidades particulares con derecho a aparecer en la vida pública, dando lugar a situaciones de diversidad justa y no necesariamente de violencia. Lo que importa es preservar el bien público de la paz social, sí, pero cuidando la libertad de opinión y la iniciativa privada de todos en la vida pública, con el único requisito de que no sean injustas o privilegidas.
Evidentemente, también sobre esto, el concepto de lo justo, va a haber discusiones públicas, pero el sistema democrático tiene recursos para su resolución “legítima” en la vida de nuestras sociedades.
Por tanto, es claro que el concepto de laicidad es objeto, hoy, de un debate muy interesante y agudo en todos los sentido de la palabra. Si los sectores sociales más “ilustrados” lo defienden con el primer significado, yo así lo entendía hasta hace poco, "en exclusiva", los más "clásicos" han encontrado en el segundo camino un filón de posibilidades para sus propuestas. Personalmente, hoy me parecen bien argumentados los dos caminos, y pienso, que de hecho, una realización cuidadosamente democrática de ambos, es decir, respetuosa de los principios de participación, igualdad de derechos y deberes, subsidiariedad, solidaridad y resolución democrática de los conflictos, ha de llevarnos necesariamente al mismo punto en la vida pública, es decir, en su concreción de ley positiva y de moral civil compartida.
Siempre con conflictos, claro está, pero veo nítido ese resultado en el horizonte de la justicia que acoge la igualdad necesaria y las diferencias que obedecen a nuestra legítima diversidad, ¡y no al privilegio, o a la injusticia, o al fundamentalismo mental con apariencia de libre conciencia!
El problema empieza cuando unos entienden la laicidad como laicismo beligerante frente a toda idea “religiosa”; y los otros, la laicidad como realidad social sometida a una orden natural que la religión tiene a su cuidado para todos, como evidencia histórica y encargo revelado. Por lo general, además, ejercido sin complejos por el “justiciero solitario” de turno. Ambos estarían negando el reconocimiento de la sociedad civil y de la igualdad de todos en ella.
Me parece interesante seguir aclarándonos en el uso indistinto de las palabras privado y particular, y en los modos de argumentar sobre la laicidad política. Para poder convivir en paz y en respeto de la razón común, lo unos; para preservar la libertad de conciencia que no necesariamente genera prácticas injustas y privilegiadas, sino peculiares, los otros. Veo posibilidades y riesgos en ambos caminos, y veo posibilidades de ganancia democrática y humana si sabemos revisar críticamente sus presupuestos "ideológicos" más socorridos y, a menudo, menos probados.
Y aquí caben dos conceptos. Uno, la laicidad del Estado, y de ¡toda la vida pública! es total, de manera que las cosmovisiones y religiones son un asunto privado, y, en principio, no pueden dar lugar a realizaciones propias en la enseñanza, en la política, o en cualquier otro ámbito de la vida social. Todas las realizaciones que se den en la vida pública deberían ser laicas, sin religión o cosmovisión que las identifique. El Estado es neutral y, en rigor, hasta neutro. Las Iglesias, por el contrario, son instituciones privadas con una presencia privada, para los suyos, y en su lugar, los templos.
La razón de este modelo de laicidad sería que la historia nos ha enseñado así a evitar las guerras de religión; la paz social, como imperativo del bien común, justificaría este modo de entender toda la vida pública como vida laica. La dignidad igual de todos los seres humanos, y sus derechos, requiere de esa laicidad. La libertad religiosa, respondiendo a un derecho humano fundamental, se entiende bien servida a través de su forma privada. La religión y las metafísicas son realidades privadas que, postuladas para la vida pública, dan lugar a situaciones de violencia y, lo que es peor, de injusta desigualdad. Lo que importa es preservar el bien público de la paz social a través de la igualdad radical de todos los ciudadanos. Esto es lo que enseña la experiencia histórica, y, también, la razón misma, lo único universal de nuestras personas, la vía compartida de nuestro progreso moral y político.
El otro concepto también reconoce la laicidad de la vida pública de las sociedades democráticas, tan plurales ideológicamente, pero la laicidad lo es de su organización política, o Estado, no así de la vida social. El Estado aquí es neutral, pero no neutro, y menos aún beligerante o laicista; las personas y los grupos de la sociedad civil tienen derecho de iniciativa en todos los órdenes, y lo tienen según sus convicciones religiosas y análogas; la religión sí tiene derecho a su expresión pública, y no sólo privada; la religión, y las cosmovisiones humanas, no son un asunto privado, en el sentido de íntimo y reducido a sus templos, sino particular, en el sentido de perteneciente a una parte de la sociedad pero con iguales derechos públicos; el Estado los facilita, según criterios democráticos (participación, igualdad de derechos y deberes, subsidiariedad, solidaridad) y, moralmente, se nutre de esa creatividad social para las leyes.
La razón de este modelo de laicidad sería que el bien común no puede ser servido negando la expresión de una dimensión fundamental de las personas, y del derecho anejo, la libertad religiosa, privada y pública; y que no se puede lograr, por tanto, la paz social al precio de recortar injustamente las libertades. La religión y las metafísicas son realidades particulares con derecho a aparecer en la vida pública, dando lugar a situaciones de diversidad justa y no necesariamente de violencia. Lo que importa es preservar el bien público de la paz social, sí, pero cuidando la libertad de opinión y la iniciativa privada de todos en la vida pública, con el único requisito de que no sean injustas o privilegidas.
Evidentemente, también sobre esto, el concepto de lo justo, va a haber discusiones públicas, pero el sistema democrático tiene recursos para su resolución “legítima” en la vida de nuestras sociedades.
Por tanto, es claro que el concepto de laicidad es objeto, hoy, de un debate muy interesante y agudo en todos los sentido de la palabra. Si los sectores sociales más “ilustrados” lo defienden con el primer significado, yo así lo entendía hasta hace poco, "en exclusiva", los más "clásicos" han encontrado en el segundo camino un filón de posibilidades para sus propuestas. Personalmente, hoy me parecen bien argumentados los dos caminos, y pienso, que de hecho, una realización cuidadosamente democrática de ambos, es decir, respetuosa de los principios de participación, igualdad de derechos y deberes, subsidiariedad, solidaridad y resolución democrática de los conflictos, ha de llevarnos necesariamente al mismo punto en la vida pública, es decir, en su concreción de ley positiva y de moral civil compartida.
Siempre con conflictos, claro está, pero veo nítido ese resultado en el horizonte de la justicia que acoge la igualdad necesaria y las diferencias que obedecen a nuestra legítima diversidad, ¡y no al privilegio, o a la injusticia, o al fundamentalismo mental con apariencia de libre conciencia!
El problema empieza cuando unos entienden la laicidad como laicismo beligerante frente a toda idea “religiosa”; y los otros, la laicidad como realidad social sometida a una orden natural que la religión tiene a su cuidado para todos, como evidencia histórica y encargo revelado. Por lo general, además, ejercido sin complejos por el “justiciero solitario” de turno. Ambos estarían negando el reconocimiento de la sociedad civil y de la igualdad de todos en ella.
Me parece interesante seguir aclarándonos en el uso indistinto de las palabras privado y particular, y en los modos de argumentar sobre la laicidad política. Para poder convivir en paz y en respeto de la razón común, lo unos; para preservar la libertad de conciencia que no necesariamente genera prácticas injustas y privilegiadas, sino peculiares, los otros. Veo posibilidades y riesgos en ambos caminos, y veo posibilidades de ganancia democrática y humana si sabemos revisar críticamente sus presupuestos "ideológicos" más socorridos y, a menudo, menos probados.