La fe no se legisla. Pero, ¿todo en la moral es Fe?
Hilvanar un breve comentario de las palabras de alguien, en este caso, del Presidente Zapatero, y tomarlas de un resumen de agencias, es cuando menos arriesgado. Hecha esta salvedad, el titular de que “la fe no se legisla”, es perfectamente correcto. La fe y la religión ni se legislan, ni legislan. Legisla el Parlamento y se legisla la voluntad popular.
La voluntad popular expresará, con más o menos filtros, pero debemos respetarla siempre, digo que expresará el sentido moral común de esa sociedad civil que somos. Puede ser suficiente para todos o puede que no lo sea, en algunos casos, y entonces, si se trata de supuestos percibidos por algunos como muy graves, entramos en el terrero de la legitimidad de la objeción de conciencia y, en su caso, de la desobediencia civil.
Pero la cuestión fundamental es ésta: los Estados Democráticos no deben convertir toda cuestión moral en cuestión religiosa, y, de este modo, despacharla por razones de laicidad. Es cómodo, pero no es verdadero. Y las Iglesias no pueden identificar toda moral religiosa con la moral natural, y ambas igualmente a su cuidado y con la misma competencia, porque así no hay democracia laica que valga. Para mí esta advertencia es el comienzo de una respuesta acertada a las situaciones de conflicto.
El Estado y su Gobierno, al legislar, son sujetos democráticamente subordinados a la voluntad de la sociedad civil o pueblo, nutriendo sus leyes del parecer moral y cultural de esa sociedad. Cuidando la igualdad democrática de todas las voces y los derechos inalienables todos, especialmente de las minorías, pero sirviendo a esa sociedad en cuanto a sus sensibilidades valorativas, su actual percepción de ellas y el punto en que las quiere ver acogidas por la ley.
En esa sociedad hay voces morales que proceden del mundo religioso y cristiano; en cuanto al fundamento último de sus convicciones, es cierto que se trata de convicciones religiosas, cuya expresión pública es evangelización, y no forma parte de la moral común democrática o moral civil; no es un asunto privado, pero la fe no pertenece a la moral humana sino a la religión; en cuanto a sus concreciones morales, en valores y principios, es normal que aparezcan en una sociedad democrática, es necesario que se razonen en lenguaje común y es legítimo que pretendan el aprecio de todos los ciudadanos.
Si todo esto lo logran democráticamente, la ley lo recogerá, sin menosprecio de derechos fundamentales de nadie, y el Estado laico seguirá siéndolo con esas leyes satisfactorias para las religiones y su moral; si tales propuestas morales no logran el aprecio mayoritario de la sociedad civil y el reconocimiento democrático en las leyes, está claro que en principio la ley se obedece, y si la contradicción es muy grave, otra vez entramos en el camino de la objeción de conciencia, y, por supuesto, en el empeño democrático por ganar la voluntad de la sociedad común para cambiar la ley en el Parlamento.
No soy tan ingenuo como para pensar que este planteamiento lo comparte todo el mundo, y menos aún, que resuelve sin más los conflictos “morales” más conocidos. Pero sí creo que aclara las posiciones y tipo de argumentos de los interlocutores: el Estado es laico y neutral, pero no neutro o indiferente ante las sensibilidades morales de su sociedad; la sirve democráticamente, desde su sensibilidad de izquierdas o de derechas, pero sin querer tutelar o dirigir los procesos culturales en una u otra dirección cosmovisional, salvo los mínimos del bien común democrático.
Y las Iglesias, y religiones, se saben parte de la sociedad civil, en cuyo debate democrático aportan sus concreciones morales y las razonan, a la luz de la fe, evangelizando, y a la luz de la razón común, buscando convencer a sus iguales. Mezclar ambos caminos, razón y fe, sin distinguir nada en ellos, y reclamar igual certeza y competencia, en la fe y en la razón, es escapar de la sociedad civil y de la laicidad; es un presencia pública neoconfesional.
Así que en esta distinción, y en la nobleza de reconocerla en su uso cotidiano, nos jugamos otra manera de estar como Iglesia en la sociedad democrática.
En suma, la fe no legisla, pero no todo lo que la religión dice es fe, sino también moral que ha de entrar en el debate democrático para una moral civil compartida y, de ahí, para las leyes. El Estado no puede expulsar a esa moral religiosa del debate, sino pedirle que argumente y actúe democráticamente, como todas.
Y la fe da lugar sin duda a una moral, pero no todo lo que dice esa moral va a ser aceptado por la sociedad plural y democrática, simplemente, porque al fondo esté la fe, y sus “maestros” den por sentado que, si es de fe, también es de derecho natural, y esto por causa de la misma sabiduría y competencia. Aquí hay una diferencia que debemos reconocer y mostrar al hablar en una sociedad plural, democrática y, políticamente, laica.
Ojalá sirva todo esto para mejor situar las cosas en una democracia, que es tanto como decir, para hablar con más razón moral y política.
La voluntad popular expresará, con más o menos filtros, pero debemos respetarla siempre, digo que expresará el sentido moral común de esa sociedad civil que somos. Puede ser suficiente para todos o puede que no lo sea, en algunos casos, y entonces, si se trata de supuestos percibidos por algunos como muy graves, entramos en el terrero de la legitimidad de la objeción de conciencia y, en su caso, de la desobediencia civil.
Pero la cuestión fundamental es ésta: los Estados Democráticos no deben convertir toda cuestión moral en cuestión religiosa, y, de este modo, despacharla por razones de laicidad. Es cómodo, pero no es verdadero. Y las Iglesias no pueden identificar toda moral religiosa con la moral natural, y ambas igualmente a su cuidado y con la misma competencia, porque así no hay democracia laica que valga. Para mí esta advertencia es el comienzo de una respuesta acertada a las situaciones de conflicto.
El Estado y su Gobierno, al legislar, son sujetos democráticamente subordinados a la voluntad de la sociedad civil o pueblo, nutriendo sus leyes del parecer moral y cultural de esa sociedad. Cuidando la igualdad democrática de todas las voces y los derechos inalienables todos, especialmente de las minorías, pero sirviendo a esa sociedad en cuanto a sus sensibilidades valorativas, su actual percepción de ellas y el punto en que las quiere ver acogidas por la ley.
En esa sociedad hay voces morales que proceden del mundo religioso y cristiano; en cuanto al fundamento último de sus convicciones, es cierto que se trata de convicciones religiosas, cuya expresión pública es evangelización, y no forma parte de la moral común democrática o moral civil; no es un asunto privado, pero la fe no pertenece a la moral humana sino a la religión; en cuanto a sus concreciones morales, en valores y principios, es normal que aparezcan en una sociedad democrática, es necesario que se razonen en lenguaje común y es legítimo que pretendan el aprecio de todos los ciudadanos.
Si todo esto lo logran democráticamente, la ley lo recogerá, sin menosprecio de derechos fundamentales de nadie, y el Estado laico seguirá siéndolo con esas leyes satisfactorias para las religiones y su moral; si tales propuestas morales no logran el aprecio mayoritario de la sociedad civil y el reconocimiento democrático en las leyes, está claro que en principio la ley se obedece, y si la contradicción es muy grave, otra vez entramos en el camino de la objeción de conciencia, y, por supuesto, en el empeño democrático por ganar la voluntad de la sociedad común para cambiar la ley en el Parlamento.
No soy tan ingenuo como para pensar que este planteamiento lo comparte todo el mundo, y menos aún, que resuelve sin más los conflictos “morales” más conocidos. Pero sí creo que aclara las posiciones y tipo de argumentos de los interlocutores: el Estado es laico y neutral, pero no neutro o indiferente ante las sensibilidades morales de su sociedad; la sirve democráticamente, desde su sensibilidad de izquierdas o de derechas, pero sin querer tutelar o dirigir los procesos culturales en una u otra dirección cosmovisional, salvo los mínimos del bien común democrático.
Y las Iglesias, y religiones, se saben parte de la sociedad civil, en cuyo debate democrático aportan sus concreciones morales y las razonan, a la luz de la fe, evangelizando, y a la luz de la razón común, buscando convencer a sus iguales. Mezclar ambos caminos, razón y fe, sin distinguir nada en ellos, y reclamar igual certeza y competencia, en la fe y en la razón, es escapar de la sociedad civil y de la laicidad; es un presencia pública neoconfesional.
Así que en esta distinción, y en la nobleza de reconocerla en su uso cotidiano, nos jugamos otra manera de estar como Iglesia en la sociedad democrática.
En suma, la fe no legisla, pero no todo lo que la religión dice es fe, sino también moral que ha de entrar en el debate democrático para una moral civil compartida y, de ahí, para las leyes. El Estado no puede expulsar a esa moral religiosa del debate, sino pedirle que argumente y actúe democráticamente, como todas.
Y la fe da lugar sin duda a una moral, pero no todo lo que dice esa moral va a ser aceptado por la sociedad plural y democrática, simplemente, porque al fondo esté la fe, y sus “maestros” den por sentado que, si es de fe, también es de derecho natural, y esto por causa de la misma sabiduría y competencia. Aquí hay una diferencia que debemos reconocer y mostrar al hablar en una sociedad plural, democrática y, políticamente, laica.
Ojalá sirva todo esto para mejor situar las cosas en una democracia, que es tanto como decir, para hablar con más razón moral y política.