Una fe pacificadora (I)
Mucha gente piensa que las religiones y sus morales son causa de las peores violencias. Algunos añaden los nacionalismos y otras ideologías como el marxismo a la lista de las religiones. Cada uno tiene su propio orden al ver el origen de la violencia, pero los candidatos son parecidos.
No pretendo resolver en dos líneas la cuestión. Me importa mucho más esta pregunta: ¿Qué deberíamos cuidar vitalmente para no hacer de Dios un pretexto para el odio, o, en positivo, para hacer de Él una experiencia de perdón y de paz? Pienso en la actual realidad española, ¿por qué no?
Dios no rivaliza con la valía incondicional de la persona, y de la vida en general, sino que confirma y fundamenta su respeto sin comparación posible. Porque Dios, en cuanto a su forma de actuar, es divino con la medida y manera de su “corazón bondadoso”. Y divino, en cuanto a su revelación, con la voz de sus entrañas misericordiosas. Pero, ¿es que no lo vamos a entender nunca en el mundo cristiano? ¿Alguien cree que el Evangelio puede someterse a la lógica política de tú me la haces, yo te la devuelvo; tú eres malévolo, pues yo más? En fin, parece que la ley suprema de la fe fuera que “antes el honor altivo agraviado, que las bienaventuranzas”. Así no va. Pero esto, que conste, es otra manera de seguir en la política, ¡en la peor!, con la apariencia de haberla “trascendido” por amor a la fe. ¿A la fe?
Al hacernos cargo de todo esto, comprendemos fácilmente que nada hay en la vida, salvo Dios mismo, que pueda ser divinizado. Y esto mismo de tejas para arriba. Los absolutos humanos siempre son idolatría. Son realidades plenamente humanas a “civilizar” o “dignificar”. Las religiones, también. Y la Iglesia, por más que esté referida constitutivamente a Jesucristo, necesita igualmente dar la talla humana. Y nosotros en ella, también. ¿Incluso si otros no nos devuelven el trato justo que les dispensamos? Pues habrá que denunciar la injusticia, pero el amor, el perdón y la mano tendida son gratuitos. Son gratuitos, y el que no entienda esto, no ha entendido la novedad radical del Reinado de Dios en la palabra, vida y persona de Jesucristo. Conocerá el código de derecho canónico y tal vez el Credo, tendrá tal vez cardenales de su parte, pero no lo ha entendido. Es mejor sabernos incapaces de amar que vivir engañados. Duele, pero es mejor.
Creemos en el amor siempre y decimos, a la vez, que el amor no renuncia a la justicia. El amor, en consecuencia, provoca conflictos y persecuciones. Sabemos y afirmamos, sin embargo, que la práctica de la no-violencia activa y firme, y, sin embargo, benigna y fraterna, es el proceder más fiel al sentir de Jesús, al talante de su mesianismo y a su estilo de vida. Como se ha dicho alguna vez, “los que mantienen la verdad de la no-violencia secuestrada en la injusticia o en el rencor, no pueden apelar a Jesús”.
Pasaba por aquí, y me acordaba de haber pensado alguna vez, algo más o menos así.
No pretendo resolver en dos líneas la cuestión. Me importa mucho más esta pregunta: ¿Qué deberíamos cuidar vitalmente para no hacer de Dios un pretexto para el odio, o, en positivo, para hacer de Él una experiencia de perdón y de paz? Pienso en la actual realidad española, ¿por qué no?
Dios no rivaliza con la valía incondicional de la persona, y de la vida en general, sino que confirma y fundamenta su respeto sin comparación posible. Porque Dios, en cuanto a su forma de actuar, es divino con la medida y manera de su “corazón bondadoso”. Y divino, en cuanto a su revelación, con la voz de sus entrañas misericordiosas. Pero, ¿es que no lo vamos a entender nunca en el mundo cristiano? ¿Alguien cree que el Evangelio puede someterse a la lógica política de tú me la haces, yo te la devuelvo; tú eres malévolo, pues yo más? En fin, parece que la ley suprema de la fe fuera que “antes el honor altivo agraviado, que las bienaventuranzas”. Así no va. Pero esto, que conste, es otra manera de seguir en la política, ¡en la peor!, con la apariencia de haberla “trascendido” por amor a la fe. ¿A la fe?
Al hacernos cargo de todo esto, comprendemos fácilmente que nada hay en la vida, salvo Dios mismo, que pueda ser divinizado. Y esto mismo de tejas para arriba. Los absolutos humanos siempre son idolatría. Son realidades plenamente humanas a “civilizar” o “dignificar”. Las religiones, también. Y la Iglesia, por más que esté referida constitutivamente a Jesucristo, necesita igualmente dar la talla humana. Y nosotros en ella, también. ¿Incluso si otros no nos devuelven el trato justo que les dispensamos? Pues habrá que denunciar la injusticia, pero el amor, el perdón y la mano tendida son gratuitos. Son gratuitos, y el que no entienda esto, no ha entendido la novedad radical del Reinado de Dios en la palabra, vida y persona de Jesucristo. Conocerá el código de derecho canónico y tal vez el Credo, tendrá tal vez cardenales de su parte, pero no lo ha entendido. Es mejor sabernos incapaces de amar que vivir engañados. Duele, pero es mejor.
Creemos en el amor siempre y decimos, a la vez, que el amor no renuncia a la justicia. El amor, en consecuencia, provoca conflictos y persecuciones. Sabemos y afirmamos, sin embargo, que la práctica de la no-violencia activa y firme, y, sin embargo, benigna y fraterna, es el proceder más fiel al sentir de Jesús, al talante de su mesianismo y a su estilo de vida. Como se ha dicho alguna vez, “los que mantienen la verdad de la no-violencia secuestrada en la injusticia o en el rencor, no pueden apelar a Jesús”.
Pasaba por aquí, y me acordaba de haber pensado alguna vez, algo más o menos así.