Nada que temer de "la laicidad"
La “laicidad positiva” es el término de moda después de la visita de Benedicto XVI a Francia. No veo en el concepto nada que no hubiese dicho antes el Papa. La novedad está, sin duda, en la recepción del término por el Presidente Sarkozy en la Presidencia de la Francia republicana y laica. Pero esta recepción, ¿va más allá de la diplomacia y de la conciencia personal de Sarkozy? Esta pregunta la van a responder los franceses. Si se abriera un debate, ahí veríamos cuál es la recepción popular de los matices que sectores de la política y el pensamiento, generalmente en la llamada “derecha o conservadores”, están queriendo introducir en la experiencia francesa.
A nosotros nos interesa más, o al menos nos es más fácil valorar, lo que ese diálogo incipiente puede significar para la experiencia española. Yo vengo diciendo, y lo aprendo de otros, claro está, que laico es el Estado o vida pública política, es decir, no confesional, autónomo o independiente en su creación normativa, neutral y respetuoso ante las cosmovisiones humanas; laica es la moral civil compartida de los ciudadanos de una sociedad democrática, a la que debe referirse la ley democrática; y plural en sus creencias e ideas, tolerante en sus debates y prácticas, razonadora según el saber común, secular y autónomo, al cabo, autónoma es la sociedad civil. Iguales en derechos y deberes, ahí está el “laos”, el pueblo de los iguales, y en su seno, la Iglesia. Una entre las Iglesias, y una entre los colectivos creadores de sentido moral en la sociedad.
Puesto que el Estado lo es de una sociedad civil, cada uno tendrá que ver cómo concretar su no confesionalidad, neutralidad y autonomía normativa, con la población que representa, pudiendo llegar a acuerdos de colaboración con las Iglesias, siempre que no supongan privilegios económicos o ideológicos para ellas. Ésta es la cuestión. Pero el principio debe quedar claro. Esos acuerdos son posibles, y el debate debe versar sobre si son necesarios en un lugar, o si siéndolos, se “pasan” al regular algún “derecho”. (Yo, de facto, considero que esto ocurre en aspectos concretos de los Acuerdos Iglesia-Estado español del 79). Pero hay que diferenciar las cosas. Por otro lado, y es un debate, intraeclesial, hay que decidir si desde el punto de vista pastoral, evangélico e histórico, ¡la identidad! es la Iglesia la que debe hacer renuncias que la democracia no le exige. Es otra cuestión. Y también para mí tendría respuesta afirmativa).
El Estado se rige por la ley democrática, y es autónomo al formularla; el hecho de que una ley no satisfaga moralmente a la Iglesia Católica, no la convierte en antidemocrática, ni a ese Estado en totalitario, ni necesariamente en su “perseguidor”. Por supuesto que no. Ahora bien, el Estado al legislar se conduce por la conciencia moral de su población, a través de la moral civil compartida, ¡a la que suma la moral cristiana lo mejor de sí misma!, y procura la satisfacción de los derechos humanos fundamentales de todos, en particular, de los colectivos más ignorados o débiles. La gente puede protestar en todo momento contra cómo el Estado interpreta algunos derechos humanos o cómo está recogiendo la moral civil común a través de las leyes, y, al cabo, en las elecciones generales, se verá el acierto o no. Nadie se libra de pasar este examen democrático.
He dicho que los cristianos colaboramos con lo mejor de nuestra moral al crecimiento de la esa moral civil compartida o ética civil; vemos, sin embargo, que hay aspectos concretos de esa moral civil que no son compatibles con la moral cristiana, así lo enseña el Magisterio, o también vacíos que nos gustaría ver colmados. Planteo esto en cuanto al Papa, por ejemplo. (Voy a dejar aparte la cuestión de la especificidad de una moral cristiana. También nos desconcierta la impresión de que la moral civil avanza a golpes de mayorías y minorías; respondo ya a esto: impresión falsa, pues lo que avanza así es la ley democrática, no la moral civil que crece por caminos más dialógicos y tradicionales, pero menos tangibles y contables).
Vuelvo a nuestras diferencias con la moral civil y tomo como ejemplo al Papa. Cuando habla el Papa, y argumenta desde la razón común autónoma y secular, impulsa la moral civil; la remueve al menos, si sus palabras no son aceptadas; y cuando añade, legítimamente, argumentos de fe, predica sus creencias y merece respeto por ser la conciencia religiosa de la máxima figura de una religión, la más extendida en Occidente y coautora de su cultura, pero estamos en la religión, en las creencias particulares de un grupo, en su fe, en su razón particular. En cuanto a la moral civil, para los ciudadanos creyentes, esta palabra de fe es su último fundamento y sentido, y para los no creyentes, no suma nada especial. Ambos comparten el valor inapreciable de esa moral civil, por más que discrepen en su último fundamento, religioso o no, además de humano. (Siempre en cuanto a la moral civil, pues otra cosa es esa palabra del Papa como interpelación a la conciencia religiosa de los ciudadanos, o a la ausencia de conciencia religiosa. Son dos planos distintos, el de la razón y el de la fe, inseparables en el ser humano, pero distintos).
Y si los cristianos, u otros ciudadanos, según sus convicciones filosóficas, es decir, según su concepto de ley natural, creen que tal o cual ley democrática no es legítima, ¿qué harán? Decirlo, razonar secularmente, presionar democráticamente y, puede darse el caso de que el asunto requiera la objeción de conciencia, ¡puede! Pero antes tiene que quedar claro que el argumento de ley natural es de razón, no de fe, y que no puede avalarse la interpretación particular de la ley natural en la Revelación, y la Revelación en esa misma ley natural; cualquiera ve que aquí hay una petición principio, un círculo vicioso, que se traduce en una conclusión inaceptable. Ésta: el Estado laico es autónomo o independiente al legislar, pero como ha de referir sus leyes a la moral, y la moral natural es la verdadera, y ésta siempre lo es referida a Dios en su fundamento, y al Dios de Jesucristo como el Dios verdadero, su Iglesia está en condiciones de corregir moralmente para todos, con efectos sobre la soberanía y laicidad del Estado Democrático, en cuanto a las leyes. Este argumento cae por su propio peso que mezcla Revelación y Razón, confundiendo. ¡identificando!, su naturaleza, sus efectos, y su sujeto.
Más fino es el argumento de que la dimensión espiritual del ser humano es el fundamento de su libertad y autonomía; es cierto para un creyente; es razonable decirlo desde "una" corriente de antropología filosófica; incluso imprescindible para un cristiano; pero no es una verdad antropológica obligatoria en cualquier concepción humana, y, por ende, sus consecuencias públicas están sometidas a la misma ley de la laicidad, en cuanto al Estado, y al debate secular y plural, en cuento a la sociedad civil. Por otro lado, dimensión espiritual del ser humano, religión, y catolicismo, no son exactamente los mismo. Debemos reflexionsar sobre esto.
La verdadera laicidad - se dice también- no significa prescindir de la fe; cierto, esto es así; pero añado, no necesariamente, ¡éste es el matiz!; puede haber una laicidad legítima, y de hecho la hay y es la más común, que en las personas y los grupos prescinde de la referencia religiosa. Se puede y se debe confrontar mediante razones antropológicas con ellos, pero la libertad conciencia y la autonomía del pensamiento humano tienen derecho a esa síntesis, y el razonamiento "creyente" acerca del ser humano no puede serles impuesto, ni suponer que son antropologías falsas. Tampoco lo contrario, es decir, suponer que alguien con conciencia religiosa ya no puede ser políticamente laico. En la práctica, por lo demás, más allá de este debate antropológico, seguimos sin poder escapar al criterio democrático a la hora de concretar la voluntad de los ciudadanos en unas leyes para todos. Ninguna antropología religiosa, por religiosa, mejor fundada y más completa, puede esperar que se le reconozca un plus de valor político en un Estado laico. Sería otro neoconfesionalismo. Siempre terminamos, así, en los mismos derechos y deberes de los agentes sociales, y en el valor insuperable del procedimiento democrático para moralizar la vida política.
Así pues, la Iglesia en la sociedad civil, tiene todos los derechos y deberes de cualquier grupo humano organizado; cada sociedad sabe con que particularidades, según su experiencia histórica, que no ofendan a la igualdad general; tiene toda la libertad para hablar moralmente en la plaza pública, ante la sociedad, ante el Estado y contra el Estado, pero distinguiendo bien el valor de su palabra; cuándo es moral a la luz de la razón, la del común democrático, y cuándo es a la luz de la fe, la particular; ella es lógico que crea en la absoluta coherencia de ambos modos de conocer el bien, y así lo contará, pero tiene que reconocer, y actuar, ¡y actuar en la vida pública política y civil!, a sabiendas de que la confusión de su competencia y clase de verdad, la saca del juego democrático laico, y la sumerge, ¡insisto, si no tiene conciencia de la diferencia sustantiva!, la sumerge en el neoconfesionalismo, ¡y esto, oh sorpresa, con la mejor conciencia de hacerlo todo por el bien moral, en cumplimiento de un deber religioso, y martirialmente! Es así. Podemos terminar creyéndonos mártires por un error de principio. He dicho en algún lugar que el Estado, y su gobierno, no es vanguardia moral omnisciente de ninguna sociedad; pero tampoco lo es la Iglesia en su sociedad. De ahí el valor de todas las aportaciones morales en una sociedad civil democrática, plural, autónoma y comprometida en la mejor recepción de los Derechos Humanos. Y, al cabo, de aquí tiene que surgir la ley, por el camino de las mayorías democráticas, ¡cuánto mejor nutridas, más moral!, su refrendo.
Por el contrario, o a la vez, nunca me cansaré de repetir el derecho de los creyentes a hacerse presentes en la vida pública civil, y mostrar a las claras sus colectivos y creaciones, además de sus comunidades de fe, para ofrecer y extender en la sociedad la fe en Jesucristo, y una concepción general de la vida a él referida, sea en “los media”, sea en la educación, sea en la asistencia social, sea en la solidaridad internacional, etc. A menos que ella no lo quiera así.
Ahora bien, cuando cualquiera de estas iniciativas se aleje del respeto por todas las personas y de los derechos iguales de todos, y especialmente de los débiles, ¡o de hecho si suceda ya, como no faltan casos!, o cuando se constituya en un antitestimonio para la fe en Jesucristo, y su Dios, y para la confianza en la Iglesia, o en una especie de movimiento político para los católicos que tratan de evitar los partidos, y aspiran a que estas mediaciones de los cristianos compitan por “la soberanía del Estado”, sin pasar por la vida pública política, será un gran fiasco. Pero ésta es otra cuestión.
A nosotros nos interesa más, o al menos nos es más fácil valorar, lo que ese diálogo incipiente puede significar para la experiencia española. Yo vengo diciendo, y lo aprendo de otros, claro está, que laico es el Estado o vida pública política, es decir, no confesional, autónomo o independiente en su creación normativa, neutral y respetuoso ante las cosmovisiones humanas; laica es la moral civil compartida de los ciudadanos de una sociedad democrática, a la que debe referirse la ley democrática; y plural en sus creencias e ideas, tolerante en sus debates y prácticas, razonadora según el saber común, secular y autónomo, al cabo, autónoma es la sociedad civil. Iguales en derechos y deberes, ahí está el “laos”, el pueblo de los iguales, y en su seno, la Iglesia. Una entre las Iglesias, y una entre los colectivos creadores de sentido moral en la sociedad.
Puesto que el Estado lo es de una sociedad civil, cada uno tendrá que ver cómo concretar su no confesionalidad, neutralidad y autonomía normativa, con la población que representa, pudiendo llegar a acuerdos de colaboración con las Iglesias, siempre que no supongan privilegios económicos o ideológicos para ellas. Ésta es la cuestión. Pero el principio debe quedar claro. Esos acuerdos son posibles, y el debate debe versar sobre si son necesarios en un lugar, o si siéndolos, se “pasan” al regular algún “derecho”. (Yo, de facto, considero que esto ocurre en aspectos concretos de los Acuerdos Iglesia-Estado español del 79). Pero hay que diferenciar las cosas. Por otro lado, y es un debate, intraeclesial, hay que decidir si desde el punto de vista pastoral, evangélico e histórico, ¡la identidad! es la Iglesia la que debe hacer renuncias que la democracia no le exige. Es otra cuestión. Y también para mí tendría respuesta afirmativa).
El Estado se rige por la ley democrática, y es autónomo al formularla; el hecho de que una ley no satisfaga moralmente a la Iglesia Católica, no la convierte en antidemocrática, ni a ese Estado en totalitario, ni necesariamente en su “perseguidor”. Por supuesto que no. Ahora bien, el Estado al legislar se conduce por la conciencia moral de su población, a través de la moral civil compartida, ¡a la que suma la moral cristiana lo mejor de sí misma!, y procura la satisfacción de los derechos humanos fundamentales de todos, en particular, de los colectivos más ignorados o débiles. La gente puede protestar en todo momento contra cómo el Estado interpreta algunos derechos humanos o cómo está recogiendo la moral civil común a través de las leyes, y, al cabo, en las elecciones generales, se verá el acierto o no. Nadie se libra de pasar este examen democrático.
He dicho que los cristianos colaboramos con lo mejor de nuestra moral al crecimiento de la esa moral civil compartida o ética civil; vemos, sin embargo, que hay aspectos concretos de esa moral civil que no son compatibles con la moral cristiana, así lo enseña el Magisterio, o también vacíos que nos gustaría ver colmados. Planteo esto en cuanto al Papa, por ejemplo. (Voy a dejar aparte la cuestión de la especificidad de una moral cristiana. También nos desconcierta la impresión de que la moral civil avanza a golpes de mayorías y minorías; respondo ya a esto: impresión falsa, pues lo que avanza así es la ley democrática, no la moral civil que crece por caminos más dialógicos y tradicionales, pero menos tangibles y contables).
Vuelvo a nuestras diferencias con la moral civil y tomo como ejemplo al Papa. Cuando habla el Papa, y argumenta desde la razón común autónoma y secular, impulsa la moral civil; la remueve al menos, si sus palabras no son aceptadas; y cuando añade, legítimamente, argumentos de fe, predica sus creencias y merece respeto por ser la conciencia religiosa de la máxima figura de una religión, la más extendida en Occidente y coautora de su cultura, pero estamos en la religión, en las creencias particulares de un grupo, en su fe, en su razón particular. En cuanto a la moral civil, para los ciudadanos creyentes, esta palabra de fe es su último fundamento y sentido, y para los no creyentes, no suma nada especial. Ambos comparten el valor inapreciable de esa moral civil, por más que discrepen en su último fundamento, religioso o no, además de humano. (Siempre en cuanto a la moral civil, pues otra cosa es esa palabra del Papa como interpelación a la conciencia religiosa de los ciudadanos, o a la ausencia de conciencia religiosa. Son dos planos distintos, el de la razón y el de la fe, inseparables en el ser humano, pero distintos).
Y si los cristianos, u otros ciudadanos, según sus convicciones filosóficas, es decir, según su concepto de ley natural, creen que tal o cual ley democrática no es legítima, ¿qué harán? Decirlo, razonar secularmente, presionar democráticamente y, puede darse el caso de que el asunto requiera la objeción de conciencia, ¡puede! Pero antes tiene que quedar claro que el argumento de ley natural es de razón, no de fe, y que no puede avalarse la interpretación particular de la ley natural en la Revelación, y la Revelación en esa misma ley natural; cualquiera ve que aquí hay una petición principio, un círculo vicioso, que se traduce en una conclusión inaceptable. Ésta: el Estado laico es autónomo o independiente al legislar, pero como ha de referir sus leyes a la moral, y la moral natural es la verdadera, y ésta siempre lo es referida a Dios en su fundamento, y al Dios de Jesucristo como el Dios verdadero, su Iglesia está en condiciones de corregir moralmente para todos, con efectos sobre la soberanía y laicidad del Estado Democrático, en cuanto a las leyes. Este argumento cae por su propio peso que mezcla Revelación y Razón, confundiendo. ¡identificando!, su naturaleza, sus efectos, y su sujeto.
Más fino es el argumento de que la dimensión espiritual del ser humano es el fundamento de su libertad y autonomía; es cierto para un creyente; es razonable decirlo desde "una" corriente de antropología filosófica; incluso imprescindible para un cristiano; pero no es una verdad antropológica obligatoria en cualquier concepción humana, y, por ende, sus consecuencias públicas están sometidas a la misma ley de la laicidad, en cuanto al Estado, y al debate secular y plural, en cuento a la sociedad civil. Por otro lado, dimensión espiritual del ser humano, religión, y catolicismo, no son exactamente los mismo. Debemos reflexionsar sobre esto.
La verdadera laicidad - se dice también- no significa prescindir de la fe; cierto, esto es así; pero añado, no necesariamente, ¡éste es el matiz!; puede haber una laicidad legítima, y de hecho la hay y es la más común, que en las personas y los grupos prescinde de la referencia religiosa. Se puede y se debe confrontar mediante razones antropológicas con ellos, pero la libertad conciencia y la autonomía del pensamiento humano tienen derecho a esa síntesis, y el razonamiento "creyente" acerca del ser humano no puede serles impuesto, ni suponer que son antropologías falsas. Tampoco lo contrario, es decir, suponer que alguien con conciencia religiosa ya no puede ser políticamente laico. En la práctica, por lo demás, más allá de este debate antropológico, seguimos sin poder escapar al criterio democrático a la hora de concretar la voluntad de los ciudadanos en unas leyes para todos. Ninguna antropología religiosa, por religiosa, mejor fundada y más completa, puede esperar que se le reconozca un plus de valor político en un Estado laico. Sería otro neoconfesionalismo. Siempre terminamos, así, en los mismos derechos y deberes de los agentes sociales, y en el valor insuperable del procedimiento democrático para moralizar la vida política.
Así pues, la Iglesia en la sociedad civil, tiene todos los derechos y deberes de cualquier grupo humano organizado; cada sociedad sabe con que particularidades, según su experiencia histórica, que no ofendan a la igualdad general; tiene toda la libertad para hablar moralmente en la plaza pública, ante la sociedad, ante el Estado y contra el Estado, pero distinguiendo bien el valor de su palabra; cuándo es moral a la luz de la razón, la del común democrático, y cuándo es a la luz de la fe, la particular; ella es lógico que crea en la absoluta coherencia de ambos modos de conocer el bien, y así lo contará, pero tiene que reconocer, y actuar, ¡y actuar en la vida pública política y civil!, a sabiendas de que la confusión de su competencia y clase de verdad, la saca del juego democrático laico, y la sumerge, ¡insisto, si no tiene conciencia de la diferencia sustantiva!, la sumerge en el neoconfesionalismo, ¡y esto, oh sorpresa, con la mejor conciencia de hacerlo todo por el bien moral, en cumplimiento de un deber religioso, y martirialmente! Es así. Podemos terminar creyéndonos mártires por un error de principio. He dicho en algún lugar que el Estado, y su gobierno, no es vanguardia moral omnisciente de ninguna sociedad; pero tampoco lo es la Iglesia en su sociedad. De ahí el valor de todas las aportaciones morales en una sociedad civil democrática, plural, autónoma y comprometida en la mejor recepción de los Derechos Humanos. Y, al cabo, de aquí tiene que surgir la ley, por el camino de las mayorías democráticas, ¡cuánto mejor nutridas, más moral!, su refrendo.
Por el contrario, o a la vez, nunca me cansaré de repetir el derecho de los creyentes a hacerse presentes en la vida pública civil, y mostrar a las claras sus colectivos y creaciones, además de sus comunidades de fe, para ofrecer y extender en la sociedad la fe en Jesucristo, y una concepción general de la vida a él referida, sea en “los media”, sea en la educación, sea en la asistencia social, sea en la solidaridad internacional, etc. A menos que ella no lo quiera así.
Ahora bien, cuando cualquiera de estas iniciativas se aleje del respeto por todas las personas y de los derechos iguales de todos, y especialmente de los débiles, ¡o de hecho si suceda ya, como no faltan casos!, o cuando se constituya en un antitestimonio para la fe en Jesucristo, y su Dios, y para la confianza en la Iglesia, o en una especie de movimiento político para los católicos que tratan de evitar los partidos, y aspiran a que estas mediaciones de los cristianos compitan por “la soberanía del Estado”, sin pasar por la vida pública política, será un gran fiasco. Pero ésta es otra cuestión.