Alberto Magno, maestro de Tomás de Aquino
San Alberto Magno (cuya fiesta se celebra el 15 de noviembre) es conocido por haber sido el maestro de Santo Tomás de Aquino. Pero el discípulo no debe hacernos olvidar la grandeza del maestro.
| Martín Gelabert
San Alberto Magno (cuya fiesta se celebra el 15 de noviembre) es conocido por haber sido el maestro de Santo Tomás de Aquino. Pero el discípulo no debe hacernos olvidar la grandeza del maestro. A propósito de la relación entre estas dos figuras hay un dato poco conocido, pero muy interesante. La primera cátedra de teología que Tomás de Aquino ostentó en la Universidad de Paris, en 1252, fue debida a la recomendación e influencia de Alberto Magno. Los frailes predicadores tenían derecho a ocupar dos de las cátedras de teología de la Universidad. Habiendo quedado vacante una, el maestro de la Orden, Juan el Teutónico, consultó a Alberto Magno sobre el fraile más apropiado para ocupar un puesto tan prestigioso y comprometido. Ante la sorpresa del Maestro de la Orden, Alberto recomienda a su discípulo preferido, fray Tomás, que sólo tiene 27 años.
Otra muestra de aprecio del maestro al discípulo ocurrió cuando en el tercer aniversario de la muerte de Sto. Tomás, el arzobispo de Paris, Esteban Tempier, condena 219 proposiciones, entre las cuales unas doce se refieren a la doctrina de Sto. Tomás. Alberto, a pesar de la edad avanzada y sus achaques, se pone en camino desde Colonia a París para defender a su discípulo. A pesar de la gran impresión que causó su llegada, no consiguió que se retiraran las proposiciones condenadas.
Alberto Magno fue un hombre discutido, que gozaba de gran prestigio. No escondía sus propósitos: hacer inteligible a los latinos la ciencia y la razón griegas, personificadas por Aristóteles, cuya enseñanza estaba prohibida. En este sentido puede ser un predecesor del diálogo de la fe con la ciencia. En su comentario a las “Sentencias” de Pedro Lombardo dejó escrito: “en materia de fe y costumbres es preciso seguir no a cualquier filósofo, sino a Agustín; pero si hablamos de medicina hay que acudir a Galeno o a Hipócrates; si se trata de ciencias naturales es a Aristóteles a quién hay que dirigirse o a cualquier experto en la materia”. La razón de Alberto es clara: Agustín no conocía bien los temas de la naturaleza. Los incondicionales de Agustín no podían aceptar que se limitase al campo de la teología la autoridad de tan gran maestro.
El escándalo que provocó este intento de dialogar con la ciencia tiene en Alberto esta respuesta: “se dan algunos que, siendo ciertamente ignorantes, se atreven, con todos los medios a su alcance, a impugnar el uso de la filosofía. Éstos se dan también entre los Frailes Predicadores, y nadie se les opone, Todos ellos son como brutos animales que se atreven a blasfemar de aquello que ignoran”. Evidentemente, la cosmología, la física y la biología que conocía Alberto tienen sus límites. Hoy, en el diálogo de la teología con la ciencia, no se puede utilizar la biología de entonces, sino la lección de Alberto de conocer la opinión de los expertos en ciencias humanas antes de hacer cualquier reflexión sobre temas que afectan a la teología o a la moral católica.