Ambición del hombre, anhelo de Dios

La gran ambición del hombre es ser como Dios. En los comienzos de la historia, los humanos escucharon con inmenso placer la voz seductora de una serpiente que les decía: “seréis como dioses”. Ser dios, dueño de todo y de todos, estar por encima del bien y del mal, hacer lo que a uno le place, controlarlo todo y vivir sin ningún control. Esa suele ser la idea que los humanos nos hacemos de dios. Falsa idea, pero muy humana. El Dios verdadero tiene, desde siempre, un anhelo: ser hombre. Hay algo en él que le impulsa a ser humano, como si lo humano perteneciera a la esencia de lo divino. Por eso, al crear al ser humano, lo hizo a su imagen. Hay algo en Dios que permite que el hombre sea imagen suya. De ahí el gran amor de Dios hacia el hombre. Quiso ser hombre porque amaba mucho al hombre, por eso quiso identificarse con su amado.


Esa es la gran diferencia entre el ser humano y Dios. El hombre quiere ser dios, pero se equivoca de modelo. Piensa en un ser poderoso, arbitrario, egoísta, encerrado en sí mismo, caprichoso, anulador de la libertad. Y Dios quiere ser hombre, precisamente para que el hombre aprenda a ser hombre, viendo en Cristo la más perfecta imagen de Dios y el más acabado modelo de humanidad: Cristo revela el hombre al hombre mismo. Mientras la ambición lleva al ser humano a querer sobrepasar los límites de su propia realidad como criatura, el amor lleva a Dios a reducir sus límites, a dejar su categoría divina y hacerse carne limitada.


Esa es la gran sorpresa, lo inaudito del misterio de la Encarnación: que Dios quiera ser hombre. Eso es lo verdaderamente imprevisto, lo inimaginable. Si nos fijamos en ese Dios que quiere ser hombre encontraremos el modo de ser nosotros verdaderamente humanos siendo al mismo tiempo divinos. No con la divinidad que es proyección de nuestra soberbia y de nuestros egoísmos, sino con la divinidad del que se hace pequeño, del que no retiene su categoría para así ponerse al nivel de lo pequeño. Porque cuando Dios mostró su cara oculta, cuando dejó ver su rostro, apareció la gracia, la ternura, la misericordia, la cercanía, la bondad. Lo que apareció cuando Dios se dejó ver fue, nada menos, que un niño pequeño.

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