Ayunar sin engañar a Dios
Lo fácil es que le digan a uno lo que tiene que hacer. Entonces parece que todo está claro. Lo difícil es preguntarse por el bien que uno podría hacer. Lo fácil es quedarse en lo exterior, en lo que se ve. Lo difícil es cambiar la mentalidad y el modo de actuar. Ayunar es fácil. Hay quién lo hace por estética. Otros lo hacen por motivos de salud. Algunos lo califican de cura milagrosa, capaz de tratar con éxito alergias, artritis, trastornos digestivos, enfermedades de la piel. Hay quién ayuna por motivos religiosos. Nada mejor entonces que cumplir la ley, en la que están regulados los días, las horas, los años, las cantidades.
Hay un ayuno mejor, también hecho por motivos religiosos, el ayuno que Dios quiere, que no depende de días ni de edades; es un ayuno permanente. Tiene una vertiente negativa: dejar de hacer el mal (Is 58,6). Pero esta vertiente es insuficiente. Hay que dar un paso más y hacer el bien: “partir al hambriento tu pan, a los pobres sin hogar recibir en la casa y cubrir al desnudo” (Is 58,7). De ahí esta importante exhortación de la carta a los hebreos (13,16): “no os olvidéis de hacer el bien y de ayudaros mutuamente; ésos son los sacrificios que agradan a Dios”.
Jesús parece estar en contra de un ayuno “que se nota”, que se ve. El ayuno que recomienda es el “no visto por los hombres”, del que no se entera nadie, el ayuno del que parece que no ayuna (Cf. Mt 6,16-18). Pero incluso este ayuno no vale por sí mismo, tiene un objetivo, una referencia positiva. De nuevo este objetivo es el bien del prójimo, el compartir con los que no tienen. Se trata de dejar de consumir lo que nos sobra y no necesitamos, e incluso lo que necesitamos, para compartirlo con los que nada tienen.
Decía Pedro Crisólogo: “Quién no ayuna para el pobre engaña a Dios. El que ayuna y no distribuye su alimento, sino que lo guarda, demuestra que ayuna por codicia, no por Cristo. Así pues, hermanos, cuando ayunemos coloquemos nuestro sustento en manos del pobre”.