Cuaresma, tiempo de misericordia
En este tiempo de cuaresma sería bueno fijarnos en las obras de misericordia. La misericordia inspira toda la conducta de Jesús. Las obras de misericordia nos recuerdan cuál es la verdadera penitencia que Dios quiere.
| Martín Gelabert
Casi sin darnos cuenta hemos llegado a la cuaresma. Parece que el año litúrgico es como una rueda que va dando vueltas y siempre volvemos al mismo sitio. No es así, la mejor imagen de la liturgia es una espiral, que también da vueltas, pero avanza hacia arriba. En nuestro caso, avanza hacia la meta de la esperanza, la meta de la vida cristiana, el Reino de Dios. Precisamente porque esperamos ansiosos este Reino, queremos ya anticiparlo. Por eso, la esperanza, lejos de evadirnos de nuestras responsabilidades terrenas, es un motivo más, un acicate para vivir ya en cada momento los valores del Reino.
En este tiempo de cuaresma sería bueno fijarnos en las obras de misericordia. La misericordia inspira toda la conducta de Jesús. En este mundo en guerra; en este mundo injusto; en un mundo donde cada uno va a la suya, las obras de misericordia nos recuerdan cuál es la verdadera penitencia que Dios quiere. El profeta Isaías cuenta una historia significativa. El pueblo, para que Yahvé perdone sus pecados, decide hacer penitencia, y en concreto un ayuno. El profeta entonces recuerda cuál es el ayuno que Dios quiere: “soltar las cadenas injustas, desatar las correas del yugo, liberar a los oprimidos, quebrar todos los yugos, partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, cubrir a quien ves desnudo” (Is 58,6-7).
El ayuno que Dios quiere, el culto con el que prefiere ser alabado, la liturgia que le agrada es la de aquellos que viven como hijos suyos. Vivir como hijos del Padre de todos los hombres, es reconocer a los demás como hermanos. Tratar a los demás como hermanos es ver en el otro a mi misma carne y, por tanto, comportarme con él como si fuera otro yo. Sin eso no hay culto, ni penitencia, ni ayuno que valga nada.
En Jesús, en su vida, muerte y resurrección, se revela el rostro misericordioso de Dios. Cristo es el signo legible de Dios, que es amor. Al respecto se pueden recordar tres parábolas en las que Jesús se refiere a la misericordia de Dios: la del hijo pródigo (Lc 15,11-32), la del samaritano misericordioso (Lc 10,30-37), y como contraste la del siervo inicuo (Mt 18,23-35). En esta última queda muy claro que el siervo con el que el rey se ha comportado misericordiosamente perdonándole una inmensa deuda, no ha sido capaz de acoger la misericordia, pues esta se acoge cuando uno la transmite. Y este siervo ha sido incapaz de transmitirla a su compañero que le debía una pequeña cantidad. Queda claro así que no se trata de que Dios no tenga misericordia, sino de que, a veces, somos tan ingratos y desagradecidos, que somos incapaces de acogerla.