Con Dios nunca se acaba
Con Dios nunca se acaba, pues Dios es siempre “más” de lo que podemos decir, pensar o imaginar. Dios siempre se nos escapa. Por eso con él nunca se acaba. Incluso en la vida eterna, el conocimiento de Dios seguirá siendo inabarcable. La vida eterna es un encuentro siempre nuevo, un descubrimiento permanente, una novedad constante, un profundizar cada vez más en el amor del Amado.
Santa Catalina de Sena describía así la búsqueda de Dios: “un mar profundo, donde cuanto más me sumerjo, más encuentro, y cuanto más encuentro, más te busco. Eres insaciable, pues llenándose el alma en tu abismo, no se sacia, porque siempre queda hambre de ti, sed de ti, deseando verte con luz en tu luz”. De forma similar se expresaba san Agustín: “gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti”. Se diría que el encuentro con Dios, lejos de saciar, provoca mayores deseos. Es lo propio de amor. Siempre se desea más, siempre comenzar de nuevo, siempre aspirando a nuevos encuentros, no porque los anteriores no hayan llenado, sino porque este llenar despierta nuevos anhelos.
El místico dominico alemán Juan Tauler se expresaba así: “El abismo de la Divinidad es tan grande, elevado y profundo que nadie, jamás, podrá siquiera rozar su inabarcable profundidad. Siempre podrá seguir profundizando más y más”. Así se explica que todo encuentro con Dios nos deje insatisfechos. No con la insatisfacción que produce nostalgia, tristeza o desánimo, sino con la insatisfacción del que siempre quiere más, porque en la medida en que nos encontramos con Dios, en esta misma medida nos damos cuenta de lo grande y maravilloso que es y, por tanto, de la infinita distancia que nos separa de él. Al acercarnos a él, y ser así más conscientes de su grandeza, más nos damos cuenta de nuestra pequeñez.