Santificar el nombre de Dios
Santificar el nombre de Dios de ningún modo puede significar que nosotros le hacemos santo, porque él es el santo por excelencia, el que está por encima de todo y lo trasciende todo. Santificar el nombre de Dios es más bien reconocer su grandeza, reconocerle como lo que es, “el santo de los santos”, el único santo, Aquel al que toda santidad se refiere, pues es la fuente de toda santidad. Decía Veda el Venerable: “el nombre del Señor se llama santo porque con su singular poder trasciende a toda criatura y dista ampliamente de todas las cosas que ha hecho”.
En consecuencia, se reconoce la santidad de Dios o se santifica su nombre cuando uno compromete la vida entera por él, cuando nuestra vida está en función de Dios, hasta el punto de que en ocasiones la santificación del nombre nos puede llevar a entregar la vida por Dios. Los primeros cristianos fueron condenados a muerte porque se atrevieron a sostener que el emperador no era “el Señor” y, por tanto, no tenía derechos absolutos. Durante el nazismo hubo cristianos, en Alemania, que se jugaron la vida por repetir: “sólo tú eres santo, sólo tú Señor, sólo tú Altísimo Jesucristo”. Magda Hollander-Lafon, una superviviente de los campos de concentración nazis, a la pregunta de un periodista: “¿Cree que los nazis quisieron exterminar a los judíos porque creían en Dios?”, respondió: “Claro, ¿qué persiguen los grandes dictadores? Ponerse en el lugar de Dios”.
Si sólo Dios es el Señor y, por eso, su nombre debe ser santificado y no profanado, eso significa, como dice el libro de los Salmos, que “los dioses y señores de la tierra no me satisfacen”, que ellos no pueden solucionarme la vida definitivamente, ni pretender que les entregue incondicionalmente mi corazón. Eso significa también que la vida no está ni en el trabajo, ni en los hijos, ni en la mujer, ni en el marido, ni en el dinero, ni en el prestigio, ni en el poder. Pues si Dios se encuentra entre las cosas de los hombres, no es una de las cosas de los hombres. Las realidades humanas son limitadas, sólo Yahvé puede colmar el corazón del ser humano, sólo él puede llenar nuestra vida de alegría.
Finalmente, desear que el nombre de Dios sea santificado es reconocer que nuestro futuro está en sus manos, que vivimos sostenidos por unas manos más fuertes que las nuestras. Y que, por eso, es posible vivir con esperanza, sabiendo que Dios tiene la última palabra y que él es más fuerte que todos nuestros miedos y, sobre todo, que todos nuestros errores y maldades.