Vicente, discípulo de Domingo

Este año quiero rendir homenaje a Domingo de Guzmán, cuya fiesta celebramos el 8 de agosto, recordando la gran influencia que ha tenido en la historia de la Iglesia. Posiblemente una de sus principales aportaciones ha sido recordar la importancia de la predicación para la transmisión, el crecimiento y la maduración de la fe. Donde hay buena predicación, la fe tiene grandes posibilidades de arraigar y mantenerse. Donde hay mala predicación surgen fanatismos, fundamentalismos y ateísmos.


Los buenos discípulos son los mejores elogios y las mejores prolongaciones de los buenos maestros. Un buen discípulo de Domingo que, posiblemente ha sido el mejor predicador que ha tenido la Orden por él fundada, es Vicente Ferrer, cuyo jubileo estamos celebrando. Es llamativo el paralelismo que encontramos entre los motivos que movieron a Domingo y Vicente al “oficio” de la predicación.


En efecto, con San Vicente Ferrer se repite, en parte, la misma historia que le ocurrió al fundador de su Orden, Domingo de Guzmán. En una sociedad supuestamente religiosa y cristiana, Domingo, al llegar al sur de Francia, se sintió impulsado a predicar porque constató las muchas carencias de aquellas personas, debido a que quienes debían predicarles, o sea, los Obispos, no lo hacían, y sin embargo los herejes eran los que anunciaban la palabra de Dios, con el consiguiente peligro de apartar a sus oyentes de la pureza de la fe. Vicente Ferrer, en las zonas del actual norte de Italia se encuentra con la gran influencia de la herejía cátara y valdense. En una carta escrita de su puño y letra al Maestro de la Orden, san Vicente Ferrer cuenta su experiencia y sus trabajos.


Después de relatar que visitó repetidamente la diócesis de Turín “predicando la fe y la doctrina católica, y refutando los errores” que por allí abundaban, tiene un párrafo que no tiene desperdicio y que refleja muy bien la situación de entonces, que también en parte podría ser la situación de hoy: “advertí que la causa principal de estas herejías y errores es la ausencia en ellas de predicación, pues como supe con certeza de las mismas gentes, habían pasado más de treinta años sin que nadie les predicara, salvo herejes valdenses, que acostumbraban a visitarlos dos veces al año. Por todo ello consideré cuánta culpa tienen los prelados de la Iglesia y otros que por su oficio o profesión están obligados a predicar y, sin embargo, prefieren quedarse tranquilos en las grandes ciudades, o villas, viviendo en lujosas mansiones, rodeados de todas las comodidades. Mientras, por el contrario, las almas, por cuya salvación murió Cristo, perecen por falta de alimento espiritual”.

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