Ha aparecido la bondad de Dios
¿Tenemos sitio para Dios cuando trata de entrar en nosotros?, ¿tenemos tiempo para é?, ¿tiene Dios un lugar en nuestro corazón y en nuestro pensamiento, en nuestros sentimientos y deseos?
En la Misa de nochebuena se lee un texto de la carta a Tito, que comienza con estas palabras: “se ha manifestado la gracia salvadora de Dios, que trae salvación para todos los hombres”. El verbo que la liturgia traduce como “se ha manifestado”, en su tenor más literal, podría traducirse como “ha aparecido”. Este verbo expresa toda la esencia de la Navidad. A lo largo de todo el Antiguo Testamento Dios había hablado por medio de los profetas, y se había manifestado con muchos signos. Pero ahora ha sucedido algo más: Dios ha aparecido, o sea, ha salido de la luz inaccesible en la que él habita y ha venido a nuestra casa, se ha hecho uno de nosotros. Lo que ha aparecido es “la gracia salvadora de Dios”, su misericordia eficaz, “su bondad y su amor a los hombres” (Tt 3,4). Dios es pura bondad. Por eso, cuando Dios se manifiesta lo primero que aparece es un niño pequeño, que es la mejor expresión de la ternura, de la inocencia, de la bondad, del cariño y del amor. Un niño sin el menor asomo de violencia. Por eso el evangelista Lucas dice que en su nacimiento los ángeles entonaban un himno de paz.
Pero el niño pequeño necesita ser cuidado y acogido. En el niño recién nacido se manifiesta la ternura y la necesidad, la bondad y la indigencia. La manifestación que ocurre la noche de Navidad requiere ser acogida. En aquella primera navidad ocurrieron las dos cosas: un niño acogido con amor y un niño que nace en un establo porque no había sitio en la posada: “vino a su casa, y los suyos no le recibieron” (Jn 1,11). Este acontecimiento pasado resulta de una actualidad sorprendente, pues al recordarlo se suscitan muchas preguntas: ¿tenemos sitio para Dios cuando trata de entrar en nosotros?, ¿tenemos tiempo para é?, ¿tiene Dios un lugar en nuestro corazón y en nuestro pensamiento, en nuestros sentimientos y deseos? La pregunta deja de ser poética si pensamos en los emigrantes, en los marginados de nuestra sociedad, en los ancianos y enfermos solitarios, pues en ellos, sobre todo en ellos, se hace presente el Señor de la gloria. ¿Le reconocemos y le acogemos en esas personas?
Y a propósito de este himno de paz que cantaban los ángeles, de estos sonidos melodiosos venidos del cielo, ¿cómo vamos a entonarlo nosotros en medio de tanta guerra, de tanta violencia, de tanta injusticia como hay en nuestro mundo? La gloria de Dios se relaciona con la paz entre los hombres: “gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace” (Lc 2,14). Donde hay guerra no se da gloria a Dios, más bien se rinde culto al diablo. Este niño que nace, que manifiesta la bondad y el amor de Dios, nos invita a ser constructores de paz. Nos invita a acogerle, a hacerle sitio en nuestra vida, con todas las consecuencias que eso conlleva.